Después de vivir por varios años en Bogotá, el calor ambiental de la costa Atlántica es erotizante. Desde que me bajé del avión en Montería me sentí estimulado, así que en cuanto llegué a Coveñas, dejé el equipaje en la habitación, me puse pantaloneta y me fui a la playa. Eran las 5 de la tarde, un día de semana y prácticamente no había nadie.

Me metí por un momento al mar y al salir noté que en un quiosco cercano había una chica joven conversando con una señora mayor. Me senté sobre la arena, a cierta distancia y sentí cómo la arrechera empezaba a recorrerme por dentro.

Aprovechando que la señora estaba de espaldas y la chica quedó frente a mí, estiré las piernas y sin pensarlo mucho metí la mano por la manga de la pantaloneta, para empezar a acariciarme la polla.

Todo lo hice muy despacio, mirando hacia el mar, con la actitud de quien cree que está solo, pero tratando de adivinar la reacción de la chica joven, que seguía conversando, probablemente sin darse cuenta todavía de mis intenciones.

Dado que la playa seguía bastante vacía y por la vía cercana ni siquiera pasaban automóviles o transeúentes, la excitación me fue ganando y terminé sacando completamente la verga por la manga de la pantaloneta.

Por momentos hacía pausas con mis caricias, que eran lentas, en parte para no eyacular muy pronto y en parte para que la chica pudiera ver en detalle el miembro que le estaba exhibiendo con descaro.

Como siempre, habría querido prolongar aquella masturbación por mucho rato, pero llegó el momento en que mi semen se derramó deliciosamente en la arena.

Las tres tardes siguientes traté de estar en ese lugar de la playa a la misma hora, pero la chica y la abuela no volvieron a aparecer por allí.