El viernes, después de terminar la jornada laboral en la oficina, algunos colegas, conocidos y no tan conocidos, decidimos tomarnos unas cervezas y charlar de futbol, y cuantos temas surgieran; era apenas el pretexto para desconectar de trabajo.

Daniel Andrés, el ingeniero informático, que así se nombra (el coprotagonista de este relato), no era, del grupo, alguien cercano ni conocido; sus 1,75 de estatura y 76kg no resaltaban en el conjunto de los que allí compartíamos, nada que le llamara especialmente la atención.

Después de una hora de charlas, rizas, tragos, me vi obligado a ir al baño a orinar. La novedad fue que coincidimos Daniel y yo. Y como a lo que íbamos era a orinar, pues nos pusimos ambos muy cerca, pues como compartíamos con los demás, no fue ajeno que nos saludáramos e intercambiáramos algunas palabras de identificación entre nosotros.

La vista, que es una bendición, a veces juega malas (o buenas) pasadas. Ya no recuerdo como fue, si me miró o le miré (se me olvido). Ambos quedamos helados que, sin proponérnoslo, nos miramos las vergas, algo erectas, Daniel 18,5 cm; yo 18. 5 cm, la diferencia; el color, la forma (la de Daniel morena y gruesa; la mía, Lucas (mucho gusto) blanca y cabeza en forma de hongo, circunciso). Nos ruborizamos unos segundos, pero la estrategia de ambos, aparentar normalidad.

Lo curioso, que sin pensárnoslo (¿o sí?) ambos nos estrechamos las mismas manos con que manipulábamos las respectivas vergas, como expresión de que iniciaba una amistad. No tardo medio segundo para que ambos, ruborizados, nos riéramos de esta tontería, y presagio de que algo podría pasar.

Nota: si te interesa que sigue, escribe.