Había muchos motivos para imaginar que ese momento sería hermoso.

Tenerte desnuda frente a mí, verte mirarme y sentir que estaba en el lugar correcto, con la mujer correcta, en el momento indicado.

Tantas cosas, quizás irresolubles, que rodean nuestra conexión. Saber que estabas ahí por el genuino deseo de compartirnos profundamente. Viajar, venir hasta mí para abrazarnos y mirarnos a los ojos, sabiendo que podrían ser nuestros últimos momentos juntos.

Vuelvo a ti, vuelvo a mí, siento nuestras pieles conectando, nuestros cuerpos nuevamente deslizándose, deseosos de ser uno solo.

Siento el calor en ti y siento el deseo de soltarte nuevamente, de apreciarte en la distancia. Te ves hermosa; hay que decirlo: deliciosa. Cómo mueves tus piernas, cómo se siente desde aquí, desde el borde de la cama, que algo sucede dentro de ti.

Por supuesto, a mí se me hace físicamente imposible ocultar lo que me estás generando. Para mi sorpresa, veo cómo tus manos empiezan a pasearse despacio por tu cuerpo, cómo tu mirada se complace apreciando lo que tienes enfrente, y cómo tus labios empiezan a ser víctimas de la no obligada imposibilidad de acercarte a mí, que parece más dictada por el deseo de amarnos que por la imposición de no tocarnos.

¿Nos podemos tocar? Podemos tocarnos. ¿Nos queremos tocar?

¿Y qué tal si, sin acordarlo con palabras, nos deseamos a centímetros de distancia, y nos complacemos, disfrutando cada uno de su propio cuerpo?

... No cansemos a quien lea... Ya contaremos más.