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Fue hace poco.
Un mensaje inesperado, un nombre que ya no esperaba ver en mi bandeja de entrada.
Fede.
Federico, un ex de cuando tenía 16. Mi primer novio “en serio”. El que me cogió con torpeza en el colchón finito que tenía tirado en la pieza de atrás de la casa de la madre. El que se me quedó grabado en la piel aunque la historia duró menos que un verano.
“Ey, Vicky… tanto tiempo. ¿Cómo estás, che?”
Así. Simple. Inofensivo. Como si no nos conociéramos. Como si no supiera de memoria cómo le gemía al oído mientras lo cabalgaba enloquecida, o cómo temblaba la primera vez que me hizo acabar con la mano.
Me reí sola, lo juro. Porque no soy ingenua. Ningún ex escribe “por escribir”. Pero bueno, le respondí.
“¡Fede! Qué flash. Tanto tiempo. Bien, ¿vos?”
Y así arrancó. Un ida y vuelta tranqui. Me contó que seguía laburando de lo mismo, que se había mudado solo, que se había separado hacía poco. Charlamos un rato como dos adultos normales. Como si hubiéramos madurado, como si los cuerpos no recordaran nada.
Hasta que…
—“Vi unas fotos tuyas… estás hermosa, Vic. Siempre fuiste hermosa, pero ahora… no sé, estás como más… mujer.”
Ahí se quebró todo. Ahí me quebré.
Porque lo escribió con una seguridad que no tenía a los 16.
Y porque yo… en vez de cortarla ahí, de hacerme la respetuosa, le seguí el juego. No por venganza, no por maldad. Lo hice porque me calentó.
Le puse:
—“¿Ahora recién te diste cuenta?”
Y el chabón no tardó nada.
—“No, boluda, obvio que no. Siempre te tuve en la cabeza. Te juro, cada vez que me pajeo pienso en vos. Siempre fuiste la mina más cogible que tuve.”
Me reí. Fuerte. Porque lo decía con desparpajo, como si no hubiera pasado el tiempo. Y porque, aunque suene mal, me encantó que me lo dijera así. Sin filtro. Crudo. Asquerosamente honesto.
—“Qué lindo que me lo digas ahora que ya no podés tenerme…” le puse.
Y me tiró una que me descolocó:
—“¿Y quién dijo que no puedo?”
Me mordí el labio. Literal. Estaba en la cama, sola. Leí ese mensaje y me ardió la panza.
Porque ese Fede seguro, directo, distinto al pibe inseguro de antes… me mojaba.
—Estoy en otra, Fede.
—Bueno, yo tambien estaba “en otra” cuando nos conocimos, y eso no te impidio hacerte la gata.
Silencio de mi parte. Pero seguía ahí. Leyendo. Sintiendo.
Y él insistió.
—“No te voy a mentir. Desde que vi esas fotos tuyas, me la estoy pelando todos los días. Me acuerdo de cómo me cabalgabas, de cómo me decías que te encantaba que te acabara adentro…”
Respiré hondo. El corazón se me fue al carajo.
—“Tenés buena memoria, eh.”
—“Obvio. ¿Cómo olvidarme de ese culito que se me quedaba pegado a la mano cuando te agarraba fuerte? Sos un fuego, Ani.”
Me tocaba. No mucho. Apenas. Una caricia distraída entre las piernas, por encima de la tanga. Porque sí, me estaba calentando. Y si, Fede estaba saliendo con otra chica cuando nos conocimos y le habia tirado onda. Y no me sentía culpable. Él respondió y correspondió a mis encantos y mi seducción.
Porque no era sexo. No era traición. Era fuego viejo que aún ardía.
—“¿Y qué harías si me tuvieras enfrente ahora?” le puse.
—“Te meto la lengua hasta hacerte ver las estrellas, nena. Te abro de piernas como antes. Te pido que te sientes en mi cara. Te chupo hasta que me pidas piedad. ¿Te acordás cómo temblabas?”
Sí. Me acordaba.
Y también me acordaba de cuánto me costó olvidarlo.
Pero decidí no continuar la charla, dejarla en suspenso y meditar un poco al respecto. Entonces cerré el chat.
Pero no lo borré.
Porque en el fondo… una parte de mí gemía por ese nombre.
Al día siguiente, Fede me volvió a escribir.
Era un miércoles al mediodía, yo salía del estudio, transpirada, con las calzas pegadas al cuerpo, las piernas tensas. El celular vibró apenas salí al sol.
“Anoche soñé con vos. Y cuando me desperté, tenía la verga al palo y me tuve que pajear.”
Así, de una.
Ni hola. Ni cómo estás.
Y yo, con las endorfinas al mango, me reí en voz alta mientras me sacaba la campera liviana.
Le respondí al toque:
—“¿Soñaste? ¿Con qué?”
Y me contestó:
—“Con que me abrías la puerta en bolas, toda mojada. Con que te tocabas enfrente mío y me decías ‘mirá lo que me hacés hacer’.”
Leí eso y sentí el cosquilleo en la entrepierna.
Esa sensación que me viene cuando alguien me mira en la calle demasiado tiempo.
Esa cosa incómoda… pero adictiva.
Mientras caminaba a casa, seguíamos chateando.
—“Sos un degenerado, Fede.”
—“¿Y vos? ¿Qué sos ahora?”
—“Una mina nueva.”
—“Pero no indiferente…”
Esa frase me pegó justo en el centro.
Porque tenía razón.
No me lo había sacado de la cabeza.
No desde la noche anterior.
Y no era solo lo que me decía. Era el modo. La manera en que volvía a hablarme como si el tiempo no existiera. Como si mi cuerpo todavía le perteneciera un poco.
Subí las escaleras de casa más rápido de lo normal. Tiré el bolso en el sillón. Me quedé en calzas y corpiño, el cuerpo todavía caliente del entrenamiento. Y me tiré en la cama, el celular en la mano.
—“¿Sabés que todavía me acuerdo cómo me decías que te encantaba cuando te la metía despacito al principio? Cómo me agarrabas del pelo para que no me fuera…”
—“Callate…” le puse.
—“¿Por qué?”
—“Porque me estás calentando toda, pelotudo.”
Me respondió con un emoji de fuego.
Infantil. Pero me hizo reír.
Entonces, como si fuera natural, le mandé una foto.
No una nudes. Pero sí una de las que tenía guardadas. De esas medio en bolas que nunca subo.
Yo de espaldas, en tanga, mirando por encima del hombro, el culo duro, la piel transpirada.
Sin decir nada.
Silencio.
Unos segundos.
Después:
—“Hija de puta… me la hiciste parar en seco.”
—“¿Te pensás que es fácil tener este culo y no mostrarlo?”
—“No, si lo tuyo siempre fue exhibirte, Anabella. Acordate que la primera vez que te vi en bolas fue porque vos te sacaste la remera sola.”
Y sí.
Es cierto.
Siempre fui así.
Siempre hubo algo en mí que necesitó esa mirada del otro. Ese deseo ajeno apuntado como una linterna en mi cuerpo.
—“¿Y te acordás cómo me rogabas que no parara cuando me brincabas en la silla del comedor, mientras mi vieja dormía?”
—“Te gustaba sentirme así, ¿no?”
—“Todavía me acuerdo cómo apretabas las piernas contra mí cuando acababas. Parecías poseída.”
Me toqué. No lo voy a negar. Tenía la mano por dentro de la bombacha. No necesitaba más estímulo. El cuerpo ya respondía solo.
—“¿Y si ahora me tuvieras enfrente? ¿Qué me harías?” le escribí.
Y él:
—“Te pongo contra la pared, te bajo la calza sin que me digas nada. Te como la concha y te hago temblar. Quiero escucharte gemir como antes.”
Me abrí los labios con una mano. La otra jugaba con el clítoris.
Ya no era chatear.
Era masturbarme con sus palabras.
Era sumergirme en una fantasía que me empapaba.
Gemí sola, bajito.
Me corrí mordiéndome la mano, el celular vibrando al lado mío, con otro mensaje suyo:
—“La próxima, quiero una foto con la bombacha corrida.”
No le respondí. No tenía fuerzas.
Me quedé tirada, jadeando, con los dedos húmedos, el corazón latiendo rápido.
Esa tarde, después de acomodar algunas cosas, me bañé. Agua fría primero. Luego tibia. Pero no alcanzó para apagar lo que me hervía adentro.
La charla siguió.
Fede volvió a escribirme a eso de las seis. Yo ya estaba en jogging, sin corpiño, preparando algo liviano en la cocina. Música bajita, el celular sobre la mesada.
—“¿Te gustó?”
—“¿Qué cosa?”
—“Lo de hoy. Lo que te dije. Lo que te hiciste con mis palabras…”
Me mordí el labio. Esa forma tan suya de afirmarse sin siquiera preguntar.
Le puse:
—“Me calentó. Pero no significa que te pertenezco.”
—“Por ahora.”
—“Por nunca, Fede.”
—“Dale. No seas careta. Sé cómo te mirabas al espejo después de coger. Como si fueras una diosa.”
Me agarró desprevenida.
No por el comentario… sino por el recuerdo.
Le puse:
—“¿Querés jugar, Fede?”
—“Siempre.”
—“Entonces, hagamos algo. Si vamos a decirnos cosas calientes, lo hacemos bien. Nada de vueltas. Nada de nostalgia pelotuda. Hacemos sexting. Derecho. Sin filtro.”
Pasaron diez segundos. Capaz menos.
—“Sos todo lo que está bien.”
Y así empezó.
Me acosté en la cama. Luz baja. Celular en la mano. Cuerpo tibio.
Escribí primero yo:
—“Estoy desnuda. Toda.”
—“¿Te tocás?”
—“Todavía no. Quiero que me lo pidas.”
—“Tocátela despacio. Con dos dedos. Pensá en mi lengua ahí.”
—“Ya está húmeda.”
—“Sabía. Siempre fuiste mía cuando te excitabas. Tu cuerpo no sabía mentir.”
Mis piernas se abrieron solas.
No estaba actuando. Estaba sintiendo.
Cada frase era una orden. Cada palabra suya, una caricia que atravesaba la pantalla.
—“Agregá otro. Imaginate que es mi pija. Dura. Te la pongo contra el borde de la cama. Me rogás que no pare.”
Mis dedos se movían.
Mis pezones, duros.
La respiración, irregular.
Y esa vocecita que me decía ¿estás haciendo esto? ¿de verdad?
Sí. De verdad.
—“Estoy gimiendo. Tengo que morderme para que no me escuchen los vecinos.”
—“Decime que querés que te la meta toda.”
—“Quiero que me la metas toda. Que me la rompas.”
—“Te parto en dos. Te cojo de parado, con tu culo rebotando en mi pelvis. Te hago acabar gritando.”
Me corrí ahí mismo.
Temblando.
Con la espalda arqueada.
Con una mano entre las piernas y la otra apretando el teléfono.
Gemí su nombre.
No fue a propósito.
Me salió solo.
Y lo supe.
Estaba jodida.
—“Seguí escribiéndome así…” —le puse a Fede, con las piernas todavía entumecidas por el orgasmo.
—“Te haría acabar de nuevo. Pero ahora quiero verte. Mostrame algo, aunque sea poquito…”
Le clavé el “esperá un segundo”.
Me levanté de la cama, todavía descalza, con el calor en la entrepierna como un susurro persistente. Fui hasta el ropero con una idea fija.
Sabía lo que buscaba: ese conjuntito de encaje negro...
Culotte cavado. Tiritas finas que se perdían entre las curvas. Corpiño sin relleno, solo red de encaje, como si estuviera ahí para provocar más que para cubrir.
También saqué una musculosa blanca, finita, sin nada debajo. Me la puse por encima, dejando que el borde del corpiño se trasluzca justo a la altura del pezón.
Fui al espejo. Me miré.
Estaba tremenda.
Con el celu en la mano, me puse de perfil. Levanté la musculosa, dejando ver el encaje.
Click.
Después, de espaldas. El culotte me partía las nalgas al medio.
Click.
Y uno más. De frente. Sosteniendo la tela con los dientes, dejando ver un poco más. Mis ojos clavados en la cámara, como diciendo: mirá lo que no podés tocar.
Click.
Las mandé una por una. Sin texto.
Solo imágenes.
Solo carne.
Solo intención.
Tardó en responder.
Un minuto. Tal vez menos.
—“Sos una bomba, boluda. Me hacés doler de lo dura que se me puso.”
—“No digas boludeces. Siempre estuve buena. Lo que pasa es que ahora me animo más.”
—“¿Sabés lo que haría si estuviera ahí?” —me escribió.
—“Contámelo. Pero despacio.”
—“Te haría arrodillarte. Con esa musculosa. Sin bombacha. Y me la sacaría despacio, haciéndote rogar que te toque.”
—“¿Y después?”
—“Después te la pondría en la boca. Para que no grites. Mientras te la meto toda.”
Mi respiración volvió a cambiar.
Me apoyé contra el marco de la puerta. Una mano en el pecho. La otra, bajando.
Estaba metida.
Hasta el fondo.
Leía y releía los mensajes de Fede con la mano aún entre las piernas. Cada palabra me abría un poco más. Cada frase me volvía a calentar.
Y las fotos… sé lo que le hicieron.
Me imaginé su mano. Su ritmo. Su cuerpo endurecido por mí.
Entonces, sin pensar demasiado, abrí el grabador del celu. Apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos.
No dije nada. Solo gemí.
No uno fingido. No uno actuado.
Gemí como me sale cuando me corro sola.
Un sonido húmedo, profundo, tembloroso.
Un “ahh…” que se me escapó lento, con la lengua pegada al paladar, como si él estuviera realmente ahí.
Después, un susurro. Apenas audible:
—“Ay, Fede… qué rica pija que tenés. Todavía me acuerdo de lo que me hacías sentir. ¿Vos te acordás de cómo te la chupaba? Te la mordía toda, te la comía. Te apretaba la cabecita con los labios y te ponías re loco, hasta que me acababas en la boca. Hmm… toda tu leche me tragaba.”
Enviar.
Me quedé quieta. Como cuando una tira un vaso al piso y espera que nadie haya escuchado el estruendo.
Segundos después, su respuesta:
—“Hija de puta… obvio que me acuerdo de todo eso. Qué ganas me dieron de ponerte en cuatro y cogerte toda la noche.”
Y plop.
Foto.
No era la primera vez que alguien me mandaba una. Pero esta fue distinta.
Porque lo conocía. Porque yo lo había tenido adentro.
Y porque ahora estaba de nuevo ahí, duro, grueso, venoso, con la piel estirada hasta el límite, apuntando hacia mí.
La sacó con luz baja, una sábana arrugada de fondo y su mano sosteniéndola desde la base.
Todo lo que tenía de pasado, ahora se me volvía presente.
Y con eso, el vértigo.
Mi cuerpo reaccionó de inmediato.
Me senté otra vez en la cama, abrí las piernas, el teléfono apoyado sobre el pecho, y volví a grabar.
Esta vez hablé.
—“Me gusta. Te juro que me gusta cómo se ve así… caliente por mí. ¿Querés que me la imagine entrando despacio? ¿Sentir cómo me la metés toda mientras te escucho decir que soy tuya?”
El gemido que le siguió no fue para él.
Fue mío.
Fue real.
Y fue largo.
Lo mandé sin pensarlo.
Y sin culpa.
Era una mujer abierta, mojada, deseante.
Entera.
—“Estoy re caliente, Ani. No doy más. Me hacés mierda.”
Eso me escribió Fede, apenas escuchó mi audio.
Yo ya estaba envuelta en una mezcla entre adrenalina, fuego entre las piernas, y esa sensación adictiva de saber que alguien me desea tanto como para no poder pensar en otra cosa.
Entonces, me mandó otro mensaje:
—“¿Y si hacemos videollamada?”
Me clavó el deseo en el pecho como una lanza.
—“Dame 5. Me acomodo.”
Corrí a apagar la luz principal. Dejé solo la lámpara de noche, esa que tira una luz tenue anaranjada que me deja la piel como miel derretida. Me quedé con la musculosa finita… sin nada más.
Fui al baño. Me miré al espejo.
Tenía los ojos dilatados, los labios hinchados, el pelo despeinado y el cuerpo escrito por el deseo.
Era un fuego abierto.
Volví a la cama. Me puse el celu entre las piernas.
Videollamada entrante: Fede.
Acepté.
Al principio, oscuridad.
Después, su cara.
Se lo notaba nervioso. Como si no pudiera creer que yo realmente estuviera ahí.
Yo no dije nada. Solo sonreí, y bajé un poco la cámara.
Se me vieron las tetas, sueltas bajo la musculosa. Los pezones duros como piedras.
Y después… deslicé la mano entre mis piernas. Lo miré fijo.
—“¿Así me querías ver, Fede?”
—“La concha de la lora, Ani… estás hecha una diosa. Una puta diosa.”
Él apoyó su teléfono en algún lugar y se echó para atrás. Estaba desnudo. La tenía parada de nuevo, más que antes.
Se la empezó a tocar con la mano derecha. Despacio. Viendo todo. Respirando fuerte.
—“Tocáte. Dale. Mostrame cómo te hacés acabar. No sabés lo que daría por estar ahí ahora.”
—“Mirá.”
Metí dos dedos. Empapada. Se notó por el sonido. Por cómo abrí la boca.
Fue puro instinto.
Gemidos sordos.
Palabras sueltas.
—“Así te montaría…”
—“Sos mía ahora…”
—“Decime que te acabo…”
—“Acabame adentro, Fede. Llename la concha de semen…”
Me acabé así. En cámara. Con un temblor real. Viéndolo a él acabarse al mismo tiempo, sobre su panza para que yo lo viera y deseara estar ahí para pasarle la lengua por toda su piel enchastrada. Su cuerpo sacudido, mordiéndose los labios, jadeando mi nombre.
Me tiré para atrás. El cuerpo húmedo. El alma en carne viva.
Silencio.
Risa nerviosa.
Una carcajada en mitad del deseo.
Él también se rió.
—“No puedo creer lo que acabamos de hacer.”
—“Yo sí. Y me encantó.”
Fede dejó escapar un gemido bajo, largo, como una confesión.
La cámara captó todo.
Y aunque no fue un primer plano obsceno, el gesto, el brillo en su piel, el contraste con su abdomen, lo dijeron todo.
Yo sonreí.
No por lo explícito.
Sino por lo real.
Él me acababa de mostrar su punto más vulnerable. Y yo lo había provocado.
Sin tocarlo.
Sin moverme de mi cama.
Solo con mi voz, mis fotos, mis gemidos… y mi memoria.
Volvió su cara a la cámara. Tenía los ojos medio cerrados, la respiración aún entrecortada.
—“No cambiás nunca.”
—“Y vos no aprendiste nada…” le respondí, mordiéndome el labio.
Nos miramos en silencio un rato. Como si ese momento compartido, aunque digital, nos hubiera dejado desnudos en otro sentido.
Y por dentro…
yo sabía que algo había cambiado.
Porque ahora, además de imaginarme deseada, había sido deseada.
Y más aún… había disfrutado serlo.
Apagué la cámara. Me quedé a oscuras.
Mi piel todavía vibraba.
Mi mente, a mil.
Me desperté con el cuerpo aflojado. Cerré los ojos unos segundos más.
Pero el celular vibró.
Era Fede.
"¿Soñaste conmigo?"
Me sonreí. Casi por reflejo.
—“No soñé, pero me desperté mojada. ¿Te alcanza?”
Tardó poco en responder.
—¿Y cómo te sentiste?
—“Todavía tengo tus imágenes en la cabeza.”
—“¿Cuál? ¿La de mi pija parada o la del final?”
Me recosté contra la mesada. Miré hacia la puerta, como si alguien pudiera verme.
Mi corazón latía fuerte, y no era por la cafeína.
—“La del final. Cuando no pudiste más. Eso me volvió loca.”
—“Acabé como un animal, Ani. Me quedé con tu foto en la mano. Con tu cola hermosa. Pensé en vos mirándome. Pensé que estabas abierta… mojada… pensando si mostrarme más o no.”
Mi piel se erizó.
Tomé aire. Miré la hora. Eran apenas las ocho y cuarto.
—“Si me escribís así de temprano… me vas a volver adicta.”
—“¿Y si eso es lo que quiero?”
—“¿Y si ya pasó?”
Silencio.
Entonces apareció algo inesperado.
Una foto.
Él. Otra vez.
Desnudo. Erección prominente.
Pero esta vez, con un cartelito en la mano que decía: “Para Anabella.”
Era ridículo. Adolescente.
Y me mojó de inmediato.
Me metí en el baño. Cerré la puerta.
Y me miré al espejo.
¿Qué estoy haciendo?
Me pregunté.
Pero mi cuerpo ya sabía la respuesta.
Me había excitado.
Y le escribí a Fede:
—“Podemos vernos si querés. Ando con las re ganas de coger, no te voy a mentir, menos a vos.”
—“¿Muchas?”
—“Muchas, Fede. Muchas. Hace rato no me la ponen. Un mes mas o menos ¿Podés?”
La respuesta no tardó:
—“A la hora que quieras, donde quieras.”
Busqué algo urbano, llamativo, pero no escandaloso.
Elegí una mini de cuerina negra, ajustada y corta, que tenía guardada desde antes de la pandemia. Esa que me marcaba bien las caderas, y que hacía que al caminar se me notara el movimiento natural de la cola. Arriba, un top de lycra blanco con espalda cruzada y escote pronunciado. Encima, una camperita de jean. Nada exagerado, pero sí lo suficiente como para decir “no vine a tomar café”.
Debajo... otro mundo.
Abrí mi cajón de lencería y tardé. Porque esto no era uno de los chicos del gimnasio que me escribían por DM. Era Fede.
El que me vio llorar en el colectivo cuando terminé la secundaria. El que se sacaba las zapatillas en mi casa para no despertar a mis viejos. El que una vez me dijo que quería tener un hijo conmigo.
Él.
Y sin embargo, sabía lo que quería provocar.
Me puse un conjunto color borgoña. Tanga de encaje con dos tiras que subían en diagonal por mis caderas. Sosten sin relleno, sólo tul y encaje, con breteles bien finos. Era uno de esos conjuntos que, más que cubrir, acentúan todo.
Me miré al espejo. Vi mi cuerpo.
Firme. Curvilíneo.
Hermoso, sí. Pero no se trataba de eso.
Me vi peligrosa. Como si pudiera incendiar algo sin querer.
Bajé por el ascensor.
Tenía el corazón galopando. Las piernas flojas.
No por miedo a lo que Fede pudiera hacerme… sino por lo que yo pudiera hacer.
Ya en la calle, la ciudad me tragó.
El ruido, los bocinazos, la humedad pegajosa de un sábado a la noche en Buenos Aires.
Tomé el subte y bajé en 9 de Julio. Subí las escaleras y ahí estaba todo iluminado. El Obelisco recortado contra un cielo ya casi negro. Gente caminando, parejas peleando, amigos saliendo. Nadie sabía lo que yo estaba por hacer.
Fede no era un desconocido, no era un random más en mi lista. Era un hombre que, más allá de todo, todavía creía que yo podía ser suya. Que si él me tocaba, me besaba, si lograba que volviera a gemir su nombre… entonces algo se encendería y me quedaría.
Que lo nuestro podía tener otra oportunidad.
Y ahí me entró un temblor.
Porque sabía que mi palabra era la última.
Que si le daba entrada, él iba a avanzar.
Y que yo... no estaba segura de querer frenar.
No se trataba solo de coger. Con Fede nunca fue solo eso. Era esa mirada suya de “yo te conozco”, que me sacaba las defensas.
Lo vi antes de que él me viera.
Estaba parado a metros del Obelisco, recostado contra un poste de luz, mirando el celular. Camisa remangada, jean, zapatillas. Tenía el pelo un poco más largo de lo que lo recordaba, y una barba que no existía la última vez que nos besamos.
Me acerqué despacio. Me temblaban un poco las rodillas, pero no se notaba.
Cuando levantó la vista y me reconoció, sonrió.
—"Estás igual," me dijo, con esa voz grave, segura, que me transportó directo a los 16.
—"¿Eso es bueno o malo?" —le tiré, medio sonriendo.
—"Es mortal."
Nos abrazamos. Fue corto, contenido. Pero él me olió. Estoy segura.
Como si quisiera retener mi perfume, o identificar si todavía usaba el mismo jabón.
Yo también sentí algo. Su cuerpo estaba más firme. Más adulto. Más… preparado.
—"¿Querés caminar?" —propuso.
—"Sí. Vamos."
Y empezamos a caminar por Corrientes. Las marquesinas del teatro, los kioscos abiertos, el olor a pizza con fainá. Yo lo sentía al lado mío, con su paso firme, y su energía era la de alguien que estaba jugando una partida que creía poder ganar.
—"¿Y? ¿Cómo va la vida con el pole?"
—"Bien. Casi me quiebro el cuello un par de veces, pero ya aprendí a no caerme"
—"Uuh, sí es arriesgado. Pero bueno, a vos siempre te gustó lo arriesgado", me replicó acompañando sus palabras con un guiño de ojo.
—"Y si. Me gusta cuando las chicas me comparten sus novios… aunque no estén enteradas."
Se rio, y fue espontáneo. Real. Esa risa hermosa que siempre tuvo, con melodía pero grave y vibrante.
—"¿Y qué onda? ¿No andás con nadie?"
Lo miré. Sonrió con la comisura del labio, sin mirarme.
—Andaba con alguien. Bah, era un chongo. Me cogía, la pasábamos bien. No había compromiso.
—Si estuvo con vos la habrá pasado bomba. Quién no podría pasarla bien con semejante hembra.
Eso me picó. Sabía exactamente qué botón tocar.
Caminamos hasta llegar a una pizzería de esas con mostrador largo y banquetas de metal. Nos sentamos. Pedimos dos porciones y una birra.
La charla fue como siempre con Fede: directa, sucia a veces, graciosa otras.
Pero por debajo… todo tenía doble fondo. Todo lo que decíamos tenía un eco más profundo. Él me miraba los labios cuando hablaba. Yo le tocaba el antebrazo sin darme cuenta.
En un momento, me dijo:
—"No sabés lo que me calentó cuando me mandaste esas fotos. No dormí en toda la noche."
—"¿Y ahora qué harías si te mandara otra?"
—"No me hagas eso, boluda. No me provoqués si no vas a cumplir."
—"¿Y quién te dijo que no pienso cumplir?"
Nos quedamos en silencio. Un segundo.
Se nos cruzaron mil cosas en la mirada.
Salimos. Caminamos unas cuadras más.
No íbamos a ir a un hotel. Tampoco a su casa.
Nos metimos en su auto. Estaba oscuro. Ventanas polarizadas. Silencio adentro.
Ahí, el aire cambió.
—"Ani…" —dijo él, tomándome la mano—, "yo no me olvidé de vos. Nunca."
—"No digas eso."
—"¿Por qué no? ¿Acaso vos sí me sacaste de encima?"
Me mordí el labio.
No le respondí.
Sabía que lo que estaba por pasar podía abrir una puerta que después sería difícil cerrar.
No solo la de mis piernas. La del pasado.
Pero había algo poético en estar en ese espacio artificial, privado, como si el mundo entero se hubiese cerrado para permitirnos cometer un error perfecto.
Me senté en el asiento del acompañante. Él del otro lado. Cerró las puertas.
La ciudad quedó fuera. El ruido se apagó. Solo quedaba la respiración.
—"Estás hermosa," dijo, apenas un susurro.
—"No digas eso," le respondí.
—"¿Por qué no? Es la verdad. Estás mejor que nunca."
Giré hacia él.
Mi cuerpo ya estaba entregado, aunque mis labios no se hubieran movido.
Fede me miraba como si supiera que lo que más deseaba en ese momento era que me dijera que me iba a hacer mierda, que iba a romper esa imagen de novia ideal, que me iba a volver a recordar quién era yo cuando nadie me estaba mirando.
—"¿Estás nerviosa?"
—"Sí."
—"¿Eso te excita?"
—"...Sí."
Y entonces se acercó. Su mano en mi cara. Su boca cerca. No hubo beso todavía. Pero sí un roce. El roce de los recuerdos. El roce de todas las veces que habíamos cogido sin culpa, cuando la única traición era no animarse.
—"Ana..." —me dijo, bajando la voz—, "estás temblando."
—"Lo sé."
—"¿Querés parar?"
—"...No."
Y ahí sí, me besó.
Fue un beso de reencuentro. Con saliva, con dientes, con esos segundos de más que te dejan sin aire.
Me agarró del cuello. Yo le subí la remera. Sentí su piel tibia, firme.
Él me apoyó contra la puerta. Mis piernas se separaron solas.
Mi respiración era otra. Como si hubiera dejado de ser yo.
Todo en mí decía no deberías, pero cada parte de mi cuerpo le gritaba seguí.
Me subí a penas la falda y le mostré mi lencería. Él la miró. Jadeó.
—"¿Esto te lo pusiste por mí?"
—"Sí."
Pensé que iba a tirar un comentario típico, de esos que siempre me hacían reír aunque quisiera matarlo. Pero no. Me miró fijo, con una mezcla de dulzura y tormento en los ojos.
—Pasémonos atrás.
Y lo hicimos. Salimos del auto y nos pasamos a los asientos traseros. Me acomodé de espaldas a él arqueando la espalda, dejando mi culo a la altura de mis hombros, y giré la cabeza para mirarlo.
—¿La extrañabas?
Se acomodó como pudo, acercando incómodamente su entrepierna a mis nalgas. Sentí la dureza de su pija queriendo atravesar su pantalón y entrar en mí. Yo también quería eso. Y ya.
—La cola más linda de Buenos Aires.
Sonreí mordiéndome los labios. Me calentaban sus palabras, pero eso solo contribuía a mi deseo anticipado.
Me agarró los glúteos con ambas manos. Me sopapeó un par de veces, y el chasquido de su palma impactando contra mi piel me activó. Gemí fuerte, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos.
—Otra, dale.
Obedeció. Me nalgueó un par de veces más. Me apretó un cachete y lo escuché gruñir como un animal desatado.
Senti movimiento. Se estaba desabrochando el pantalón. Sacó su pija y empezo a pajearse sin apartar los ojos de mi culo. Luego, se agachó y enterró la cara entre mis nalgas, sacudió la cabeza y me rei, porque ademas me super calentaba que hiciera esa boludez.
Entonces lo senti, inesperado. Empezo a devorarme el sexo, sorbiendo mi concha como si quisiera sacarle jugo. Me separó un poco los muslos y las nalgas para que su rostro, su boca, entrara mas. Me dio ese placer un rato, hasta que le pedi que se moviera, que ahora era mi turno de darle placer bucal.
Se sentó, entendiendo lo que se venía. Me acomodé sobre su entrepierna, tomé con firmeza su organo con las dos manos. Baje la cabeza y me lo meti en la boca, todo, hasta que su glande rosado toco mi garganta. Empece a chuparsela. Su sabor era exquisito, una de las pijas mas ricas que me comi en mi vida. Lo saboree, lo succione como si quisiera gastarlo, lo llene de baba, lo escupi y me lo volvi a tragar. Tenia los ojos cerrados mientras lo hacia por lo que no pude ver su expresion, pero si pude escuchar que gemia, con ese tono varonil pero rendido.
—Si, Ani… Hmm como me gusta que la chupes asi.
Segui dandole placer, al mismo tiempo que yo misma disfrutaba petearlo. Amo hacerlo, y supe que hubiera sido una mala decision no aceptar este encuentro. Me cago en que fueramos exs. Yo no suelo negar sexo a casi ningun hombre. Y Fede tenia todo para que yo, esta putita adicta, cediera a su necesidad de revivir su deseo por mi carne.
Me tomo del pelo y empujo mi cabeza hacia abajo, obligandome a tragarme y atragantarme con su verga. Tosi un poco, pero no me importo. Queria que siguiera ahogandome con su miembro.
Tiro de mi pelo ahora para que se la soltara. Trague saliva y, mirandome a los ojos, me dijo:
—Ponete en cuatro de nuevo. Ahora si te quiero coger. Te quiero llenar de leche, zorrita.
Hice caso, obviamente. La expectativa era hermosa, estaba ansiosa por volver a sentirla adentro.
Nos posicionamos como pudimos. Me la metio, me agarro firme de las caderas y empezo a darme bomba, primero despacio para que ambos sintieramos la piel del otro. No hacia falta ensalivarme para que fuera mas fluido. Ningun hombre necesita hacerlo. Me mojo rapido, y mucho. Su pija entraba y salia sola, resvaladiza. Era hermoso, se sentia tan bien.
—Asi Fede, asi. Mas, dame mas.
Acelero y me dio con mas fuerza. El choque de su pelvis contra mi culo hacia que sonara a ¡clap-clap-clap-clap!
Mis gemidos se transformaron en gritos agudos. Gritos que empezaron sonando igual, limpios, para luego deformarse en alaridos afonicos e irregulares.
Me agarro del pelo y me tiro la cabeza hacia atrás. Abri los ojos y me encontre con la cubierta del auto y la frente de Fede apoyada en la mia. Me tuve que inclinar mas contra el asiento para que no nos doliera tanto el cuerpo por la incomodidad, pero ni en pedo iba a permitir que ese momento unico se interrumpiera. Gritaba y le rogaba mas, mas y mas.
Despues de un rato castigandome con sus embestidas y su pija rompiendome por dentro, me dijo:
—Ani, mi amor… no aguanto mas.
Su tono era urgente, casi sufrido. Ya no se podia contener mas.
Me la saco tan rapido como pudo justo a tiempo. Me agarro el culo con una mano y me empujo contra el respaldo del asiento. Con la otra empezo a apurar la eyaculacion tocandose con premura.
Quebré mas la cintura como si le estuviera ofreciendo mi tesoro. Me acaricio el muslo con ternura y, justo cuando lo escuche soltar un jadeo ronco y liberador, senti que se derramaba sobre mis nalgas, enchastrandome los gluteos con su semen. Su leche caliente salpico sobre mi piel firme y desnuda para él. Senti mucho liquido espeso, una acabada interminable, deliciosa.
Empezaba a relajarme y sonrei satisfecha. Pero justo cuando crei que habia terminado, me paso la mano sobre la cola, unto dos dedos sobre su propio semen y los llevo directo a mis labios. Deje que me los pintara un poco. Oli su nectar, su esencia, y abri la boca para que me permitiera saborearlo.
Gire a penas la cabeza sin llegar a mirarlo del todo y le pedi un poquito mas.
—Sos insaciable —me dijo.
Pero hizo caso. Volvio a juntar un poco mas con sus dedos y me los metio en la boca. Chupe sus dedos, como quien prueba una salsa recien hecha, deguste su leche cremosa y la trague, acompañando el acto con un gemido de satisfaccion prolongado. El tono que adopte era bien de puta.
Me separé un poco, con los ojos húmedos pero la voz más firme.
—Esto fue… hermoso.
Nos miramos largo rato. El dolor estaba ahí, pero también algo así como un cierre.
—¿Vamos? —le dije, con un intento de sonrisa entre lágrimas.
Él asintió, respiró hondo y arrancó el auto.
El auto avanzaba por avenidas que apenas registraba. Afuera, todo parecía normal: semáforos, autos, peatones. Adentro, en cambio, yo seguía sosteniendo ese nudo en la garganta. No lloraba más, pero tampoco podía olvidarme de lo que me había dicho Fede se limitaba a manejar, con la mandíbula tensa y una mano firme sobre el volante. La otra, cada tanto, se acercaba a la palanca de cambios o descansaba en su muslo, y yo no sabía si agarrársela o apartarla.
Cuando frenó en una esquina, me miró de reojo.
—¿Estás bien?
Suspiré.
—Re bien.
—Me alegra escuchar eso. Me encantó volver a hacerlo.
—¿Te gustó volver a cogerme?
—Me encantó. Y me encantaria repetirlo. Varias veces, aunque no volvamos a pensar en algo serio.
Sonrei, pero sabia que no podiamos ir mas alla de un encuentro sexual. No podiamos. Él en la cama era un toro, pero como pareja bastante poco caballero y muy volátil. Yo, bueno, soy esto que no hace falta aclarar. Me gusta el sexo, me gusta repetir con un mismo hombre las veces que sea. Pero me aburre siempre el mismo. Necesito siempre a alguien distinto para conocer nuevos cuerpos, nuevas experiencias. Y llevar a cabo esa meta en pareja era poco honesto.
Y yo aprendí a ser honesta tanto con los demás como conmigo misma.






