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Yo había llegado de la ciudad, estresado por el trabajo, y ahí estaba ella, mi sobrina Karla, que ya había crecido tanto que apenas la reconocía. Morena clara, con esa piel suave que brilla bajo el sol, tetas medianas que se marcaban justo lo suficiente bajo su camiseta ajustada, y un culo impresionante, de esos que te hacen voltear dos veces. Era muy culona, sí, y lo sabía; siempre andaba con shorts cortos o leggings que no dejaban nada a la imaginación. Además, era exhibicionista de nacimiento: le encantaba posar para fotos en la piscina, inclinarse más de lo necesario para recoger algo del suelo, o simplemente caminar con ese balanceo que atraía todas las miradas.
Al principio, fue inocente, o al menos eso me dije a mí mismo. Estábamos todos en el patio, risas por todos lados. Karla se acercó a mí con una cerveza en la mano, sonriendo con esa picardía que tiene. «Tío, ¿por qué no me has visitado más seguido? Te extraño», dijo, y se sentó a mi lado en el sofá del jardín, cruzando las piernas de manera que su muslo rozaba el mío. Yo intenté mantener la compostura, charlando de tonterías: su universidad, mi trabajo. Pero ella no paraba de coquetear sutilmente. Se ajustaba el top, dejando ver un poco más de escote, o se inclinaba hacia adelante para contarme un chisme, y su perfume dulce me envolvía.
Esa noche, después de que todos se fueran a dormir, yo no podía conciliar el sueño. Fui a la cocina por un vaso de agua y ahí la encontré, sola, revisando el refrigerador con solo una camiseta larga que apenas cubría su culo redondo y perfecto. Se dio vuelta al oírme y sonrió, sin taparse ni nada. «No puedo dormir, tío. ¿Quieres compañía?» preguntó, y en sus ojos había algo más que inocencia. Se acercó, exhibiéndose sin vergüenza, y me contó que siempre me había visto como el tío «guapo y misterioso». Yo, idiota de mí, respondí bromeando, pero el aire se cargó de tensión.
No sé cómo pasó, pero terminamos sentados en el sofá de la sala, hablando bajito para no despertar a nadie. Ella se acurrucó contra mí, su cuerpo cálido presionando, y de repente sus labios rozaron mi cuello. «Shh, no digas nada», murmuró, y sus manos empezaron a explorar. Fue eléctrico: besos robados, toques prohibidos. Bajé mis manos por su espalda hasta ese culo impresionante, apretándolo mientras ella gemía suave. Se quitó la camiseta, mostrando sus tetas medianas, firmes y perfectas, y se montó encima de mí, moviéndose con esa confianza exhibicionista que me volvía loco. Hicimos el amor ahí mismo, en la oscuridad, con el riesgo de que alguien nos pillara añadiendo adrenalina.
Desde esa noche, todo cambió. Empezamos a vernos a escondidas: mensajes calientes, encuentros en moteles, ella enviándome fotos exhibiéndose en lugares públicos solo para mí. Era adictivo, prohibido, y ella lo disfrutaba tanto como yo. Carla, con su piel morena clara brillando de sudor, sus curvas generosas temblando bajo mis manos… Fue el inicio de algo intenso, que aún hoy me hace sonreír cuando lo recuerdo y cuando nos vemos.






