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Mi fantasma favorito.El relato triste que no esperé escribir nunca. Era su clavícula. Su delicadeza. Como el hueso que da forma a un corset. Todo lo que yo quería era bajar mis dedos, lento, muy lento. Dedos persistentes, con deseo, que se deslizan sobre el hueso exquisito, luminiscentes a través de la piel suave. Me quedé mirándola. Estaba atónita. Ella sonrió. Adorable.
Sabía que ella me iba a traer dolor. Me senté y la miré, Me doblé y olí su cabello. Sus hombros, tan delgados, tan pálidos, se estremecieron mientras inhalé su olor a shampoo mezclado con miedo. Ella me ofreció una sonrisa… cansada, deseosa, necesitada. Y luego pacífica y serena.
“Te amo”, le susurré y me arrodillé para lenta, muy lentamente desabotonar su camisa, exponiendo su delgado cuerpo y un brasier que era innecesario. Su piel era traslúcida. Mis besos eran dulces, tranquilos, casi volaban sobre ella, como un fantasma, y aún así, ella me decía “más suave”.
Aún mi aliento podría llevársela volando.
Esto fue temprano en la noche, y ella me enviaba por más, pero yo dudaba, entonces ella me miraba con esos ojos grandes, hermosos y cafés.
Y yo iba.
Sabía que ella moriría. Pero en parte fue lo que me atrajo a ella. Ella no podía amarme como yo la amaba a ella, por que ella ya tenía un amante. Una más potente que yo, una amante suave. Yo sabía que ella moriría. Con egoísmo, mi amor por ella creció con esta idea. Que esto no era para siempre. Que esto no podría ser. Que podía entregarme completamente a ella a causa de esto. A cambio, me causaba un cierto grado de repudio a mí misma, pero la amaba, suavemente.
Tomó mi cara. La palma de su mano, a duras penas existiendo en mi piel, mientras estábamos cuerpo contra cuerpo, completándonos una a la otra como si estuviéramos en una casa de los espejos en una feria ambulante. Los cuerpos imitándose uno al otro, ella una versión casi grotesca de mis formas más femeninas, pálida y delgada, intentar levantar su brazo, pálido y delgado, delicadamente, como si pesara 100 kilos. La amaba.
Nos conocimos en una fiesta, a través de un conocido casual. La conocí entonces. Nos conocimos en un cuarto trasero, acompañadas de una línea delgada y blanca. El tipo de línea que quema y luego alivia. Una que apaga el dolor. Tragedia. Amor. Y ahora pérdida.
Era mi primera vez, en ese cuarto trasero. Ella me mostró exactamente cómo había que hacerlo. Cortándome mi propia línea y luego, por mí misma, me llevó a ella en esa cama, en esa vida, en su vida, juntas.
Han pasado cinco años. Cinco años, los cuento con una mano, cinco años que la he amado. Sólo tomó cinco minutos antes de que yo supiera que ella estaba partiendo. Un minuto por año. Pero la miro ahora, la atravieso, traslúcida, un trance sobre mí.
“Anda”, ella susurra, empujándome afuera de la puerta, del cuarto amable de luz blanca y suave, hacia la realidad cruda de la calle. La gente muere afuera, más rápido y más sucio. Es bueno que se quede adentro. Sería muy peligroso para ella; me pongo el abrigo y desaparezco en las sombras. El sol sería muy fuerte. Podría quemarla, dañarla y borrarla, convertirla en un fantasma en la acera, su sombra quemada y desaparecida. Ella no duraría, desaparecería.
Voy, por ella. Camino por las calles, camino a prisa, para llegar a casa y darle lo que ella necesita, para besar su pecho y separar sus piernas, suave. Para susurrar placer en su cuerpo cansado. Para abrazarla mientras colapsa, dejarla descansar.
Y luego, por mí. Para drogarme lo suficiente para convivir conmigo misma. Para pretender que soy ella. Nuestros cuerpos son lo mismo. Cada día la voy alcanzando, perdiendo peso. Flaca, muy flaca. Ella no puede adelgazar más, solo huesos. Y la estoy alcanzando. Juntas estábamos desapareciendo.
Menciono esto y ella sonríe, con tristeza. Sus ojos bailan sobre mi cuerpo. Sus dedos buscan mi cara, mi cadera, mi cintura. Ella sonríe. Pero es una sonrisa de tristeza y yo sé que la dejé sola en este lugar por mucho tiempo. Ella está avergonzada de que me trajo aquí. Algunas veces me dice “lo siento”. Ella murmura y puedo sentir una lágrima, pero es casi invisible, entre dos mundos, traslúcida, un trance.
La amo.
Regreso, y su lividez se está convirtiendo en una carga. Su fragilidad en una carga que no puedo sostener. Tengo miedo de irme con ella. Me ata, me amarra a ella. Juntas caeremos por los mundos. En el vacío donde no hay nada.
Toco su cara. Ella no lo siente. Beso sus labios con forma de corazón, rojos y manchados con lágrimas, sangre y pasión. Trato de ser suave.
Han pasado cinco años. Cada año es un minuto en el que ella desaparece y yo, trato, muy fuerte, de ser tierna, trato de ser suave.
La miro mientras ella se ata de nuevo, entrando a su propio reino del silencio. La miro mientras me lleva con ella. Callada y tan tierna, se recuesta en mis brazos, su cuerpo desapareciendo, su cabello largo y suave contra mi cara, sus huesos blancos como fantasmas secos al sol, quemados en la acera y susurro en su oido: “te amo”.
Esta vez ella no me escucha. Esta vez no hay sonrisa y puedo ver su iris café a través del trance traslúcido y pálido de sus párpados y beso mis lágrimas que caen en su cara, pálida como las ostras. Beso mis lágrimas, suavemente.