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Secuestro En Madrid, Segunda Parte

Lo primero que recuerdo es el fuerte dolor de cabeza que sentía cuando empecé a despertar, además de un desagradable olor dulzón metido en mi nariz. No podía ver absolutamente nada, tenía algo suave apretado contra mis ojos, tampoco podía hablar, tenía un trozo de tela entre la boca y mordía algo como una pelota de goma con los dientes, además había otra cosa, de carácter adhesivo, sellando toda mi boca. Iba casi sentado, recostada mi espalda contra una superficie dura. Mis piernas estaban algo dobladas y atadas por los tobillos y muslos. Mis brazos también atados, asegurados además a mi tórax, las muñecas amarradas juntas. Cuando me balanceé hacia los lados e intenté ponerme de pie, noté mi encierro en una especie de caja. Ser consciente de esto me llenó de terror: desde niño he sido un poco claustrofóbico y lo que vivía en ese momento era mi peor pesadilla, no obstante decidí calmarme, si me dejaba dominar por el pánico seguramente comprometería mi respiración y no quería ahogarme allí adentro. Me movía. Sentía el sonido de un motor y el bamboleo propio de un camino rural. Hacía frío además, el otoño había empezado hacía algunas semanas. La caja o lo que fuera donde me encontraba tenía aberturas porque podía sentir débiles corrientes de aire circulando alrededor de mi cabeza, lo que me alivió un poco. Intenté aclarar mi mente, que en ese momento daba vueltas como si estuviera soñando. Entonces recordé. Me habían atacado, en mi cuarto de hotel en Madrid. En la penumbra de la habitación poco pude detallar. Primero fue un tío, para el momento en que desperté ya me tenía atado de pies y manos. Momentos después me amordazó y llegaron otros dos con un baúl. ¡Claro! El baúl, ahí me encontraba, los muy cabrones me habían atado, amordazado, atacado con cloroformo y puesto en el baúl. “¿Qué diablos quieren?”, yo no tenía dinero ni era personalidad importante, sólo un pobre inmigrante más en busca de oportunidades. Llevaba apenas un par de días en la capital española y ya había sido secuestrado. Luego dicen que Colombia es un país peligroso para los extranjeros. De pronto el camión se detuvo. Al apagarse el motor fui consciente del silencio propio del campo, marcado por ocasionales ruidos de insectos y otros animalillos. También escuché voces, muy bajas y aparentemente calmadas. Escuché como abrían una puerta metálica, seguramente me llevaban en un camión. Luego el baúl empezó a moverse, sentí que me descargaban en el suelo. Dado que ya me sentía un poco más fuerte, no tan atontado, decidí patear la maldita jaula en que estaba. Escuché risas y a alguien decir: “¡Pero vamos, ya se ha despertado la presa!”. “¿La presa?”, pensé. No tenía ni idea en manos de quien estaba, pero porqué me trataban de “presa”, ¿de qué diablos se trataba todo esto? Con más ímpetu empecé a bambolearme dentro del baúl, en un ingenuo intento de romper la maldita cosa pero nada cedió. Entonces escuché una voz que ya conocía, la del tío que me ató e hizo su prisionero: “Déjenlo, entre más luche, más tiempo estará allí encerrado”. Con eso bastó para que me quedara totalmente quieto, me enojaba estar a merced de estos brutos y tener que ceder ante ellos pero era preponderante, por lo menos, salir de ese baúl. Cargaron el baúl un momento, me movieron, escuché puertas, movimiento de muebles y me descargaron. Se tomaron su tiempo mientras a mí el miedo me consumía. Ahora ruidos de botellas y vasos y algo de risas y felicitaciones por la “misión lograda con éxito”. Luego el “jefe”, mi Captor, despidió a sus secuaces, dejándome a solas con él. Escuché movimiento de llaves y la manipulación de la cerradura del baúl, se abrió entonces la tapa y sentí una inmensa oleada de aire fresco, frío de hecho. Por fin, en las últimas no sabía cuántas horas, pude respirar y sentirme un poco más tranquilo. No sabía lo que tenía por delante. “Hola, ¿cómo te ha parecido el viaje?”, preguntó mi Captor. Yo mascullé algo, insultos principalmente, pero la mordaza hacía imposible que me comprendiera. Se rió y tocó suavemente mi cabeza a lo que respondí con un movimiento brusco. “Ya te amansaré prisionero, ya lo verás”, esto lo dijo casi dulcemente pero lo sentí como una gran amenaza. Luego me tomó por los brazos y haciendo un buen esfuerzo –ya que mido 178 centímetros y peso 70 kilos– me sacó a rastras del baúl. Por lo menos estaba libre del estrecho encierro y lo agradecí. Luego vino algo que me tomó por total sorpresa. Me bajó el pantalón del pijama y los bóxers, acarició primero y luego agarró con fuerza mis genitales. Me estaba empezando a doler –yo sólo podía gemir a través de la mordaza– cuando los dejó en paz. A continuación sentí una cuerda rozando mis testículos y verga, ¡luego los ató! Apretó con gana y tiró de ellos, yo intentaba gritar y quejarme, quería coger al maldito cabrón a las patadas. “Este va a ser tu brida, prisionero. Si no me obedeces tiraré hasta que sientas que te arranco los huevos, ¿vale?”, y para demostrarlo tiró de ellos por unos segundos. Yo sólo pudo asentir con la cabeza y demostrarle lo mejor que pude que estaría calmado y que no tendría que abusar de mis huevos. Dispuso una especie de grilletes de metal en mis tobillos, por encima de la cuerda que los aseguraba, retirando a continuación esta y la que atada mis muslos. Me ordenó levantarme. Me puso un collar ancho al cuello, bastante ajustado y tiró de él usando seguramente una correa o cuerda. Me ordenó caminar, tirando suavemente del collar y de mis huevos. Yo, obediente, le seguí. Dimos unos pasos –los míos cortos dada la extensión de la cadena que unía mis grilletes– y me sentó en una silla. Volvió a atar mis tobillos, esta vez cada uno a una pata de la silla, por las rodillas también. Quitó los grilletes. Vaya que le gustaba la cuerda al tío este. “Voy a trabajar tus brazos, más vale que te portes bien”, advirtió, tirando nuevamente de mis ya lastimados huevos. Yo asentí. Primero me esposó, usando seguramente las mismas esposas del ataque inicial, pero sentí que aseguró las esposas a la silla también para después retirar la cuerda que ataba mis muñecas y la que aseguraba mis brazos al tórax. El descansó que sentí fue máximo, si bien reconocí que no había comprometido la circulación de sangre a mis miembros, el tío sabía lo que hacía. Luego liberó sólo una de mis muñecas y ató todo el miembro al brazo de la silla, con cuerda nuevamente. Todo el tiempo sentía la tensión en la cuerda que ataba mis huevos, como advertencia. No lo desobedecí. Luego hizo lo propio con el otro brazo. Aún más, ató mi tórax al respaldo de la silla, usando mucho más cuerda. “Como nuevo prisionero que eres requieres una correcta iniciación. Pero no te asustes, no dolerá”. “¿No dolerá?”, pensé, ¿qué tendría en mente mi Captor ahora? Escuché sus pasos, alejándose, ruido de cosas que se movían, los que normalmente se producen cuando se busca u organiza algo. Luego sus pasos de nuevo hacía mí. Tensando nuevamente mis huevos me dijo que necesitaba descubrir mis ojos durante un momento y que ni se me ocurriera abrirlos. No quise arriesgarme por tan poco. Sentí que liberaba una especie de seguro en la parte posterior de mi cabeza y quitaba la presión que mantenía cerrados mis ojos. Luego, curiosamente, los besó, con cariño casi. A continuación sentí que adhería algo sobre cada uno de mis ojos, imaginé que sería algo similar a los parches médicos usados en oftalmología; el caso es que continué en mi ceguera forzada. Se centró entonces en la mordaza. Primero retiró, con algo de dolor para mí, la cinta adhesiva –cinta americana, seguramente–, luego la pelota de goma –¿una ball gag?– y sacó el pañuelo de mi boca, ya totalmente húmedo con mi saliva. Sentí un alivio enorme, pude relajar mis labios, abrir y cerrar mi boca. Me dio a beber agua. Intenté hablar, pero el miedo apenas si me dejaba. Él apretó su mano contra mi boca y me dijo que aún no me estaba permitido hablar. Escuché el característico ruido que hace la cinta cuando es desprendida con fuerza del rollo, luego cómo era cortada. Primero puso un pedazo sobre mis labios, centrado, luego sentí que ponía otro más, un largo trozo que iba casi de oreja a oreja, cubriendo especialmente el labio superior; luego lo mismo con el labio inferior y un cuarto trozo largo pasando por el centro de los otros dos. Me había silenciado permanentemente de nuevo el maldito cabrón. Estábamos cerca de una chimenea, escuchaba el crepitar de la leña y el calor del fuego era agradable. Me sentía observado, vigilado, estudiado, vulnerado, abusado y vulnerable. Escuché el ruido de un aparato pequeño, alguna especie de máquina. Ahí llegó el pánico, inmediatamente surgieron en mi mente imágenes de películas que había visto, especialmente “Hostel”. ¿Me iba a cortar en pedazos? ¿Para eso tanta molestia? No, mi Captor tomó mi cabeza, acarició mi pelo y empezó a cortarlo al ras con la máquina. ¿Para qué diablos hacía eso? Apenas sentía cómo caía por montones mi pelo sobre mi cuerpo, produciendo algo de cosquillas. La operación no tomó mucho tiempo, cuando terminó me sacudió con un cepillo de cerdas suaves y anunció que mi cautiverio y entrenamiento había empezado oficialmente. “Mi nombre es Iñigo pero para ti seré solo Captor. Nos vamos a divertir mucho, ya lo verás”.
el-alejo

Soy hombre heterosexual

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Categoria: Sadomasoquismo
Fecha de Publicación: 2008-01-12 04:29:15
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