Guía Cereza
Publicado hace 8 años Categoría: Hetero: General 220 Vistas
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Enviarle un relato donde narraba lo que había sido nuestra primera cita (y la primera vez que tuvimos sexo, también) fue lo suficientemente diciente para que, unas horas después termináramos en su cuarto. Sexo salvaje fue la promesa.

(La primera parte está acá: https://goo.gl/orx70S)

Trato de recordar con el mayor detalle posible todo lo que pasó después de ese primer orgasmo. Digo ‘trato’ porque mi cuerpo entró luego de él a una dimensión nueva en de la que, sinceramente, no recuerdo mucho. Tengo presente su figura sobre la mía moviéndose, y el sudor en su pecho mientras me penetraba y yo me masturbaba, jugaba con mi clítoris sintiendo su pene adentro. También sé que estaba disfrutando como pocas veces en mi vida de un misionero, sé que no quería que terminara.

Verbalizar lo demás es muy difícil, tratar de poner en palabras todos los pensamientos que se me cruzaban por la mente y todas las sensaciones que pasaban a toda velocidad por cada poro de mi piel es, sencillamente, imposible.

Me volteo y le pido que me penetre así, en cuatro, y él, obediente y hábil me hace caso: pone su mano en mi cintura, acomoda mi cabello y lo sostiene (sin jalarlo mucho) mientras me penetra con muchísima fuerza ¡mientras me penetra con ganas!; pareciera que eso de llenar mi cuerpo con pequeños espasmos y, al tiempo, obligarme a guardar gemidos llenos de placer se había vuelto una maravillosa constante.

Siento como su pene entra y sale, cada vez más profundo, más rápido, más duro. Cada vez más rico. Mi espalda se arquea en un intento de pegarme más a su pelvis… exhalo con fuerza… él no se detiene y, cuando asumo que es imposible sentir más placer, cuando creo que ese movimiento me llevará nuevamente al orgasmo, siento un golpe, una palmada: el sonido y el ‘dolor’ más excitante posible. ‘Me leíste la mente’ digo, o pienso (a esta altura no lo sé), otra palmada y el golpe de su verga muy en el fondo. Mi segundo orgasmo.

Nuevamente boca arriba nos miramos. ‘¿aguantas otro?’, me pregunta. ¡Ay, si supiera! Si supiera, que con amantes mucho menos hábiles que él he llegado más de cinco veces en una sola noche. Si supiera que con vergas de menor tamaño me he corrido de tal manera que he empapado el cuerpo de sus dueños y sus sábanas. Si supiera lo que pasa por mi mente; que con él aguantaría otro, y otro y mil más si quiere… que pasaría horas aferrada a él susurrándole al oído que nunca pare, que no me suelte. Si supiera que, de medir de algún modo nuestro placer, querría que fuera por sus orgasmos y no los míos. Si supiera que conmigo las limitantes desaparecieron cuando me contó, sin saber lo que implicaba, lo mucho que le gustaba el sexo, y en mi mente le respondí que a mí también. ¡Si supiera!... pero yo sólo logro responderle ‘sí’.

Tiempo fuera. Hay que respirar y tomar agua. Cada vez que se lleva la botella a la boca paso mi lengua por su verga. Sorbos cortos, luego largos. La botella se separa de su boca y yo me separo de su pene. Un jueguito, chiquitico, para no cortar el ambiente.

Y nuevamente un beso. Esta vez un beso-excusa, un beso que inicia en sus labios y sigue bajando por su cuello, mientras inhalo su olor, un beso que acompañan mis manos por los costados de su cuerpo, haciendo un recorrido paralelo al de mis labios. Un beso que baja por ese pecho, fuerte, tibio, cómodo.

No es mi intención hacer de ese un beso explosivo, sino más bien uno delicado, como un susurro. Sigo bajando mientras lo acaricio, rodeo, exploro… sigo bajando con mis labios pegados a su piel, a su abdomen. Mi lengua hace un círculo entorno a su ombligo, muerdo ligeramente, mientras sigo bajando. Lo acaricio con mis manos y con mis labios. Disfruto de esos aromas que se juntan, sudor, sexo, su olor y el mío.

Regreso a su pene, mi punto favorito, y lucho conmigo para no quedarme ahí mucho tiempo, paso mi mano y mi lengua apenas un segundo. Siento el sabor particular que únicamente se siente ahí. Mis dedos siguen el mismo recorrido y juegan un poco, jalan, mesen, acarician… mi lengua pasa por sus testículos, los mueve y continúa a sus piernas. Muerdo, quizás con más fuerza de la que debería, escucho un quejido y me detengo. Lo miro y vuelvo a su boca, a sus labios. Un beso largo y suave, otro beso-excusa.

Ahora es él quien explora mientras nos besamos. Su mano me masturba con la habilidad acostumbrada, con la precisión adecuada, con la velocidad perfecta. Me toca sin ningún limitante físico o mental, me toca porque lo disfruta; y mientras lo hace aumenta la humedad de mi vagina, del mismo modo que se humedeció inmediatamente ante su propuesta de la mañana: “ven a mi casa y tenemos sexo salvaje”. Estoy indefensa ante él y lo disfruto. Disfruto de ese beso prolongado y suave, disfruto de su mano. Trato de mantener el equilibrio entre las dos formas de placer, pero, al final de cuentas, la habilidad de sus manos triunfa y me alejo de su boca.

Nuevamente él sobre mí. Embestidas brutales llenas de pasión y ganas. Mi indefensión convertida en impotencia, en necesidad de ocupar de algún modo un caudal de energía que se veía sometido a su fuerza, a su cuerpo… a todo él. Lo que hace poco tiempo había sido plenitud, ahora era la necesidad vital de volver acción todas esas ganas. Lo mordí con fuerza, le arañé la espalda, sin meditación, sin considerar las marcas y las heridas. Caí en cuenta tarde del daño que podía hacerle y me disculpé, a él no le importó. Quizás sea válido disfrutar un poco el dolor.

Parecía como si ese impulso hubiera activado dentro de él algo más. Levantó mis brazos sobre mi cabeza y con una mano me inmovilizó completamente (¿quizás un castigo por haberle hecho daño?, si es así… qué rico) el movimiento de su cuerpo se mantuvo, con velocidad y fuerza. Me limité a dejar que hiciera lo que quisiera, a disfrutar… y a medida que el placer fue más fuerte y mi necesidad de responder a aumentó, descubrí la incapacidad absoluta de moverme. No podía soltar mis manos de la suya, toda su fuerza estaba destinada a que no me moviera… y eso, el estar completamente rendida ante él, saber que bajo ningún aspecto podría triunfar, que cuestionara el poder sobre mí misma, saberme absolutamente suya fue lo que hizo que me viniera por tercera y última vez.

Suspiré agotada. Aun así era imposible (¡no podría permitir!) que después de tanto placer junto él no llegara, aunque… a la larga, eso tampoco lo decidí yo. Me dio media vuelta y empezó a penetrarme de nuevo, mi cadera estaba ligeramente levantada, apenas lo suficiente para que él entrara con comodidad. No sé qué fue lo que hizo o cómo se acomodó sobre mí, pero lo que sí puedo decir es que nunca antes había sentido tanto placer como en ese momento… y no me refiero a esa mañana, me refiero a la vida entera. Entraba tan al fondo que me causaba dolor, el dolor más delicioso nunca antes experimentado. No pude controlar mis gemidos, no pude controlar mis llamados a Dios y al diablo. Jamás un simple movimiento me había hecho ver ángeles y las llamas del infierno al tiempo. Le supliqué que se viniera, en un impulso por aliviar el desconocido y placentero dolor… un par de movimientos más, profundos dentro de mí… y su semen en mi espalda.     

Se puso de píe buscando cómo limpiarme y luego se quedó ahí… al lado, respirando agitado sin casi pronunciar palabra. A mí me pesaba el cuerpo, no podía moverme. Respirar. Recuperarse. Acomodarse uno junto al otro en la cama. Hablar. Reírse un poco. Esperar que pasen unos minutos para que el golpe entre ese microcosmos de placer y el mundo real no cueste tanto. Ir a clase. Recordar. 

Pensé mucho cómo terminar este relato.

Pensé escribir lo que pasaba por mí cabeza mientras miraba por la ventana rumbo a la universidad… concluí que la mejor manera de cerrar es, justamente, no haciéndolo. Dejaré que la historia se siga escribiendo: sobre mi cuerpo, el suyo y estas letras.

M

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