Madrugada de sábado. El pequeño sonido de un mensaje de texto entrante me sacó del sueño en el que, quien sabe hace cuánto, había caído. Tigo tiene huevo – pensé – ¡Qué son estas horas de mandar promociones! Apagué el televisor y la lámpara, me di media vuelta y seguí durmiendo. La campanita del celular volvió a sonar.
Busqué a tientas el aparato en la oscuridad, pocillo, paquete de cigarrillos, libro, ¡celular! Mis ojos encandilados por el brillo no podían creer lo que aparecía en la pantalla: “te extraño” y “ven”. Me senté, prendí la luz, me froté los ojos: sí, era él. La última vez que nos habíamos visto (y hablado) un par de meses atrás terminamos teniendo una de esas conversaciones incómodas que, a veces, nosotras (y digo nosotras porque los hombres son muchísimo más prácticos) necesitamos tener. Yo me había ido de su casa caminando muy tranquila sintiendo el alivio de un cuerpo que desecha la maleta de la incertidumbre. Durante los siguientes días tuve la idea de buscarlo. Pensé en cerrar el capítulo y huir. Me cuestioné sobre la pertinencia de mis palabras y, como si fuera poco, vi sus brazos fornidos paseando desnudos por mi cabeza azuzando el dilema. Un día, sencillamente, dejó de estar en mi mente.
Sólo de vez en cuando regresaba a mis pensamientos, espalda ancha y fuerza monumental. En esos momentos que miraba a un punto fijo, distraída, estaba ahí desnudo, encima de mí, llamando a Dios mientras me penetraba. Y yo, indefensa, no tenía otra opción que mirarlo mientras mi cuerpo se cundía de un placer inusual con su movimiento rítmico. Mirarlo y esperar sin prisa cada uno de los impresionantes orgasmos a los que llegaba estando bajo su cuerpo.
Luego venía otra imagen a mi mente: yo arrodillada frente a él, tratando de no cerrar los ojos a pesar del fantástico momento, y mirar las expresiones de su cara mientras le hacía sexo oral. Trataba de adivinar qué era lo que más le gustaba… la lengua en la punta o en los testículos, que usara mis manos para sostener el falo o sólo lo mantuviera con mi boca, pasar la lengua de la base a la punta, cubrir mis dientes con mis labios y apretar un poco… y ¡Ay Dios! El sabor de su semen llenando mi boca ante ese orgasmo poderoso que lo dejaba sin aliento.
Sí, lo había pensado un poco, algunas noches mi vagina estaba empapada y yo añoraba que estuviera él entrando y saliendo con toda su fuerza y sus ganas, en vez de mis dedos. Susurraba su nombre entre dientes cuando mi solitario orgasmo aparecía.
Sí, lo extrañaba.
Sí, quería ir.
“Ok” respondí.
Al poco tiempo estaba saliendo de mi casa, el frío absurdo de las dos de la mañana se llevaba bien con la chaqueta de plumas. No estaba ahí, esperando un taxi, por obligación; era una elección consciente y razonada, libre de culpas: él quiere, yo quiero ¿por qué no? Aquí nadie estaba siendo lastimado, todo lo contrario, todo lo opuesto. Los hilos de la lujuria están hechos de hierro y son movidos desde el infierno. Calientes y duros hilos. Delicia infinita.
El espacio de siempre y nosotros, de nuevo, frente a frente. El olor particular de su cuarto y su piel me llenó los pulmones… quizás en unos años, cuando todo esto sea parte del anecdotario de mi vida, ese olor en una calle cualquiera actúe como un fabricante inmediato de humedad en mi vagina al recordarme su cuerpo. Sólo fue necesario ese olor, en ese instante, para preguntarme cómo había sido capaz de aguantar tantas semanas lejos de su piel.
¿Qué pasó en ese instante por mí cuerpo? No lo sé. Deseé, con todas mis fuerzas, que él disfrutara más que en cualquiera de nuestros encuentros pasados. Quería dejarlo sin aire, sin palabras, sin movimiento. Quería poner mi cuerpo (todo él, imperfecto y lujurioso) en sus manos para que disfrutara sin medidas y sin límites. Desnudar al otro es, a veces, una coreografía torpe de la cual no importan los detalles… afuera los pantalones y las camisetas, adiós ropa interior y de nuevo ¡por fin! su majestuoso falo erecto. Dios se volvió suspiro en mis labios.
De rodillas ante él, como una beata se inca ante su Dios, estaba yo, disfrutando del sabor particular que dejaba en mi boca su verga dispuesta. Mi lengua hacía movimientos circulares en la punta mientras mi mano se movía de abajo a arriba, meterlo un poco, sólo un poco, y succionar ligeramente, arrastrar mis dientes con delicadeza para no lastimarlo. No quería dejar ni una solo pedacito de su pene sin que mi lengua pasara por él, no quería desaprovechar ese instante perfecto y delicioso que se mantenía en píe delante de mí desordenándome el cabello y jalándomelo. Quería escuchar la transformación de su respiración en fuertes bufidos de placer.
¿Existirá en mi mundo algo más placentero que hacerle sexo oral a un cuerpo tan glorioso? Aunque en apariencia soy yo quien asume una postura débil (arrodillada a sus pies), tengo en mi poder la zona más frágil de su cuerpo y es mi elección qué hacer con ella. Decido cuánto tiempo quiero estar ahí y qué sensaciones quiero causar… decido que únicamente succionar e intentar meterlo hasta el fondo de mi boca es una pésima idea si no se juega con la glande. Intento que me recuerde, si es que eso fui, como el mejor sexo oral de su vida. La imagen de poder y la necesidad de él puede resultar invasiva y necesaria: hoy quiero yo estar arriba.
Su cuerpo tendido debajo de mí y yo mirándolo fijamente mientras mis caderas bajan y suben. Me encanta la sensación cuando subo hasta la punta, como si fuera a salir, y bajo de golpe estrellando mis nalgas contra sus piernas. Parece que a él también. Me apoyo sobre su pecho y sigo moviéndome, de arriba abajo, primero lento hasta el fondo, muy profundo… él levanta la cadera y suspiramos al unísono, cuando su pene toca el fondo parece el cielo. El ritmo aumenta, la velocidad también, me detengo un segundo a respirar y dejo que él sea quien lleve el ritmo unos instantes. Se escucha un gemido prolongado que viene de mi boca. ¿Cansancio? ¡Lejos! Vuelvo a acomodarme como al principio, sentada sobre su pelvis, me muevo un poco más haciendo círculos con mis caderas, siento su recorrido dentro de mí.
Le doy la espalda. Tengo la esperanza que al ver mi cola no se resista a darle algunas nalgadas. Acierto, las palmadas empiezan a acompañar nuestros susurros de placer y la respiración agitada. Mi movimiento sobre él, sigue. Aprovecho la nueva posición para rozar sus testículos con mi mano mientras lo cabalgo… llega ese instante preciado donde el cansancio no existe y una ráfaga de diversos placeres ocupan mi cuerpo y desatan una fuerza impresionante que, quizás, puede causar algunas heridas. El orgasmo se materializa y corre por mis piernas mojando su pelvis y las sábanas.
Me recuesto de espaldas sobre él, agotada. Él aún no llega y se sigue moviendo para lograrlo, el placer de su verga que entra y sale se suma al orgasmo que está muriendo en mi cuerpo y causa espasmos en mi abdomen. Siento todo su semen corriendo dentro de mí y una fuerte exhalación en mi oído. Suspiro liberada… mis manos jamás serían capaces de reemplazar su cuerpo. Todo es paz.
Entonces, abro los ojos de golpe un poco asustada. No estoy en el espacio que esperaba estar, el lugar donde reposo no es su pecho, sino mi cama. La lámpara está encendida y Justine, el libro de Sade, sobre mi pecho.
Entre mis piernas el clítoris duro, palpitante y húmedo lo sigue esperando.