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La señora Carmen

La primera vez que vi a la señora Carmen fue un lunes en la mañana cuando ella estaba diligenciando su ingreso al gimnasio donde yo laboraba de tiempo parcial. Me correspondió a mi gestionar el ingreso de su información personal al sistema. Me impresionaron su porte elegante, sus modales refinados, su cuerpo atlético y esbelto, y su hermosa cabellera. Recuerdo que lo primero que pensé fue: Que señora tan bonita y tan agradable!. Ella tenía 40 años. Yo tenía entonces unos 20 años. Yo estaba trabajando allí aprovechando, o sobreviviendo, según se mire, un paro estudiantil prolongado, de los muchos que se presentaban en la universidad pública donde yo estudiaba Ingeniería. Aunque yo no era ningún portento atlético, pues mi cuerpo siempre ha sido normalito, conseguí fácil ese empleo porque el gimnasio estaba requiriendo a alguien con buenas habilidades con hojas de cálculo, pues estaban adelantando un trabajo de normalización de sus actividades. Yo encajé bien en el trabajo y gané rápidamente la confianza del jefe, el estricto señor Rodolfo, quien andaba cansado con las impertinencias y continuas aventuras amorosas de sus demás ayudantes con las clientes mujeres del gimnasio. Estos si eran unos típicos instructores de gimnasio con exceso de testosterona, a quienes les sobraba músculo pero les faltaba cerebro. La señora Carmen se volvió entonces una asidua visitante del gimnasio. Siempre iba sola. Ella misma conducía una gran camioneta blanca que dejaba estacionada en las afueras del gimnasio. Aunque en la información que me dio en su ingreso decía que estaba casada, su esposo nunca apareció por allí. Por supuesto ella fue objeto de galanteos e intentos de acercamientos por parte de los instructores del gimnasio. Después de todo, ella encajaba perfectamente en el perfil preferido por ellos. Lograr enamorar y convertirse en el amante de una mujer madura, bonita y adinerada era el sueño de esos chicos, amantes de la buena vida con poco esfuerzo. La señora Carmen supo mantener a raya, de un modo siempre elegante y nunca grosero, a sus pretendientes. Paradójicamente quien logró acercarse a esa bella dama fui yo. Y lo logré sin siquiera proponérmelo y en un lugar distinto al gimnasio. Es esos días yo acostumbraba, después de medio día cuando salía del trabajo, ir a una biblioteca a estudiar las materias de mi carrera que eran especialmente difíciles, con la idea de que en el momento de reiniciar los estudios me resultaran más fáciles. Fue allí donde nos encontramos casualmente. Ella se sorprendió de verme allí, según me dijo, porque no esperaba encontrar en una biblioteca a un chico de un gimnasio. Yo le expliqué mi historia y como realmente yo no era un chico de gimnasio. Ella me explicó que le encantaba visitar la biblioteca para buscar antiguos grabados artísticos que incorporaba a su pasatiempo favorito: la pintura artística. Nos seguimos encontrando regularmente allí. Y nos hicimos amigos. Y nos contábamos nuestras vidas mientras tomábamos un café en una pequeña cafetería que quedaba al lado de la biblioteca. Y descubrí que era una mujer tremendamente solitaria, que se casó a sus veintitantos años con un señor muy adinerado que la doblaba en edad, y que ya a estas alturas de la vida ese señor ya era anciano, que se comportaba más como un buen amigo que como su pareja, y que le daba una buena vida sin preocupaciones económicas pero también sin mayores emociones. Y aunque aparentemente éramos dos personas muy distintas, no solo por edad sino también por estrato económico, nos unió lo que teníamos en común: nuestra soledad. Y donde menos se esperaría surgió una gran conexión entre nosotros. Y después, sin yo esperarlo ni mucho menos planearlo, vino el sexo, área en el cual ella resultó siendo toda una experta. Yo nunca lo pregunté y ella nunca me lo dijo, pero creo que yo no fui su primera aventura extra marital. La primera vez ella me pidió que la acompañara al apartamento de una amiga, para supuestamente recoger un libro. Cuando llegamos, ella abrió con una llave que tenía y, por supuesto, en el interior no había nadie. Una vez adentro, ella me hizo una especie de declaración. Me dijo lo bien que se había conectado conmigo, lo mucho que yo le gustaba, y después sin muchos rodeos me beso por primera vez. Yo le correspondí con algo de torpeza, pero con deseo. Eso la animó y poco a poco, entre un beso y el otro, me fue quitando toda mi ropa. Yo me dejaba hacer todo lo que ella quisiera. Cuando me tuvo totalmente desnudo, ella se separó un poco de mi, y sin preámbulos, engulló totalmente mi pene que ya hacia rato estaba erecto. Me encantó la sensación de tenerlo en su boca. Me encantó la delicadeza con la que por momentos lo lamía y la rudeza con que por momentos se lo tragaba hasta los testículos. Luego, agarrándome del pene, me guió hasta una habitación. Allí se desnudó, me recostó de espaldas y procedió a cabalgarme de un modo feroz. Era ella quien me guiaba y quien decidía que hacer. En ocasiones interrumpía el acto para cambiar de posición. Ella me lo explicaba todo, me decía que debía hacer, como colocarme y como moverme. Todo lo intentaba. No habían posiciones prohibidas ni agujeros en su cuerpo que yo no pudiera acceder. Hicimos el amor toda una tarde. Cuando alcanzábamos un orgasmo, descansábamos un rato y volvíamos a empezar. Eyaculé muchas veces esa tarde, ayudado por la energía que solo se tiene a los 20 años y por la tremenda habilidad con la que esa dama sacaba lo mejor de mi. Ese fue el primero de muchos encuentros. En el gimnasio actuábamos guardando las debidas distancias. Nos cuidábamos de no delatar nuestra cercanía. Pero dos o tres veces por semana, nos encontrábamos en la biblioteca y desde allí nos desplazábamos sin perder tiempo al apartamento de su amiga, que entre otras cosas, nunca conocí. Con ella aprendí mucho sobre el sexo. Le encantaba el sexo anal, y me enseñó a hacerlo minimizando su dolor y maximizando el placer de ambos. Le encantaba el sabor de mi semen, le encantaba hacerme sexo oral hasta que eyaculaba en su boca, y no desperdiciaba ni una gota de semen pues todo se lo tragaba. Le encantaba que le diera palmadas en sus ricas nalgas. Para un chico de 20 años, que no era especialmente afortunado con las mujeres hasta que conocí a la señora Carmen, esta época fue el paraíso. Todo terminó cuando la universidad reabrió y yo, para poder retomar de tiempo completo mi carrera universitaria, tuve que renunciar al gimnasio, y a las visitas a la biblioteca. Nos despedimos sin drama, como buenos amigos. A la señora Carmen solo la volví a ver una vez. Fue unos años mas tarde, durante la ceremonia de graduación, cuando estaba obteniendo mi título de ingeniero. Yo estaba al lado de mis padres cunado la vi observándome desde una silla del auditorio. Solo pude hacerle un gesto amistoso con mi mano el cual devolvió con una sonrisa. Creo que estaba allí por mi graduación, pero eso es algo que nunca he podido comprobar.

Jot

Soy hombre heterosexual

visitas: 1190
Categoria: Hetero: General
Fecha de Publicación: 2021-06-04 13:54:20
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2 Comentarios

Desafortunadamente no

2021-06-12 14:49:53

No te quedaste con el contacto?

2021-06-09 23:06:00