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Llegué a su casa poco después de las 10 de la mañana, el sol ya calentaba fuerte y yo tenía el corazón acelerado. Sabía que ella vivía con su esposo, pero habíamos acordado encontrarnos en ese momento, cuando él estaba trabajando. No podía dejar de pensar en lo que iba a suceder.
Ella abrió la puerta. Tenía el cabello corto, lo que hacía resaltar su cuello, y vestía una blusa de tiras que apenas cubría sus pequeños senos. Nos miramos nerviosos, como si ambos supiéramos que estábamos a punto de cruzar una línea de la que no habría retorno. Entré, y en la puerta nos dimos un beso en la mejilla, uno de esos besos que duran apenas un segundo pero que te dejan con ganas de mucho más.
Me invitó a sentarme en el sofá, pero yo le pedí un vaso de agua para calmar la sed, aunque sabía que el verdadero motivo era otro. La seguí con la mirada mientras se dirigía a la cocina, mi atención centrada en el vaivén de sus caderas. No pude esperar a que regresara con el vaso, así que me levanté y la seguí. Cuando llegué a la cocina, ella me dio el vaso, pero apenas probé un sorbo antes de acercarla a mí. La tomé de la cintura y nuestras bocas se encontraron en un beso que explotó con una pasión que había estado contenida demasiado tiempo. Era un beso húmedo, intenso, y nuestras lenguas no tardaron en entrelazarse.
—Quiero chuparte los senos —le susurré al oído, mientras mis manos recorrían las curvas de sus nalgas.
Ella soltó un suspiro, y yo no perdí tiempo. Levanté su blusa y, por primera vez, vi sus pequeños senos con los pezones marrones endurecidos por el deseo. Me incliné y los metí en mi boca, saboreando cada centímetro. Sentí cómo su mano se deslizaba por mi pantalón, encontrando mi pene que ya estaba duro y listo para ella.
—Está bien duro para mí —me dijo con una sonrisa traviesa, mientras seguía acariciándome.
Besé su abdomen, bajando lentamente hacia el borde de su short. Estaba a punto de quitárselo cuando me detuvo.
—Ven, vamos a la habitación —dijo, tomando mi mano.
La seguí hasta la habitación, sabiendo que estábamos a punto de hacer algo que ninguno de los dos olvidaría. La habitación estaba en penumbra, la misma cama donde ella dormía con su esposo, y la sola idea de lo que íbamos a hacer allí me excitaba aún más. Nos seguimos besando, y esta vez fue ella quien me quitó el suéter, dejando mi torso desnudo. Yo le quité la blusa, y sus senos quedaron al descubierto de nuevo, tan hermosos como los recordaba.
La recosté en la cama, y ella se dejó llevar, confiando en mí. Le quité el short y la panti, revelando una vagina depilada, estrecha, que parecía esperar por mí. Subí para besarla de nuevo y decirle.
—Te voy a comer toda la vagina —le dije, y ella solo pudo sonreír, mordiéndose el labio.
Bajé besando su cuello, senos, abdomen hasta llegar a su vagina, su sabor era dulce, era la primera vez que lamía y tenía una vagina en mi boca. Quedé enamorado de su pequeña vagina. Ella gemía y empujaba mi cabeza.
Luego
—Quítate el pantalón —me pidió, y lo hice sin pensarlo dos veces, quedándome solo en bóxer.
Metió la mano en mi bóxer y su cálida palma envolvió mi verga, ya mojada y preparada.
—Ahora quiero chupar esa rica verga —me dijo con una voz tan dulce que casi me desarmó.
Se bajó y comenzó a chuparme, primero la cabeza, despacio, disfrutando cada segundo. Sentí un calor recorrerme todo el cuerpo cuando empezó a meterse más y más de mi verga en su boca, cada movimiento me hacía sentir que iba a explotar. Ella sabía exactamente lo que hacía, y lo hacía bien.
Después de un rato, me miró a los ojos y me dijo lo que ambos queríamos escuchar.
—Métela, ya no aguanto más.
La puse en la posición del misionero, y aunque estaba nervioso, temblando un poco, tomé valor y se la metí. Ella gemía de placer, pidiéndome más, pidiéndome que lo hiciera más duro, y yo la complací. Cambiamos de posición, la puse en cuatro y al ver su culo tan firme, no pude evitar agacharme y lamerlo. Ella gimió aún más fuerte, y luego metí mi verga en su vagina, dándole así por un buen rato.
De repente, alguien tocó la puerta. El pánico me invadió.
—¿Qué hacemos? ¿Llegó tu marido? —le susurré, asustado.
—No es él, sigue dándome, que yo conozco cómo toca —me dijo, y eso fue todo lo que necesitaba escuchar para continuar.
Seguimos haciéndolo en varias posiciones, el placer subiendo con cada cambio, cada movimiento. Tuve cuatro eyaculaciones, y cuando finalmente terminamos, estaba tan agotado que apenas podía moverme. Mis testículos dolían, pero la satisfacción lo valía. Estábamos sudados, y ella me ofreció otro vaso de agua, esta vez lo tomé completo, sintiendo cómo el líquido frío calmaba mi cuerpo caliente.
Nos despedimos con un beso largo y húmedo, un beso que sellaba la promesa de repetirlo. Me fui de esa casa sintiendo que había vivido algo que jamás olvidaría.
Desde ese día, algo cambió en mí. Quedé enamorado de las mujeres maduras, y he tenido la fortuna de tener a otras en mi cama, cada una con su propia historia, sus propios deseos y fantasías. Pero esa primera vez, con ella, es la que siempre recordaré como el inicio de algo mucho más grande.
¿Qué les pareció este relato? Si les gustó, estén atentos, porque pronto les contaré otras aventuras con otras mujeres que, como ella, dejaron una huella imborrable en mi vida.