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"Orgía de las Vírgenes Ardientes"

Capítulo 1

El Ritual del Deseo

En un gran salón iluminado solo por la luz vacilante de las velas, los cuerpos desnudos se entrecruzaban Las vírgenes se movían lentamente, cada una rendida a sus propios deseos. Sus conchas palpitaban, húmedas y abiertas, buscando la liberación que solo los dedos de alguien co el poder necesario podría otorgarles. Sus respiraciones eran profundas y acompasadas, creando un ritmo casi hipnótico que llenaba la atmósfera cargada de misterio. La luz de las velas proyectaba sombras danzantes sobre las paredes, sus formas temblorosas hacían eco del movimiento de los cuerpos que se unían y separaban. Cada gemido, cada exhalación, resonaba como una melodía antigua, componiendo una sinfonía de placer y devoción.

El calor que llenaba el cuarto era palpable, una mezcla de sudor y deseo que impregnaba cada rincón. Las vírgenes se inclinaban hacia mí, con sus miradas llenas de un anhelo devoto, sus manos exploraban las pieles de las otras, acariciando suavemente las curvas que se les ofrecían. Mis dedos se movían con precisión y conocimiento, entendiendo las necesidades de cada una de ellas. Las vírgenes respondían con sus cuerpos, sus caderas empujaban hacia adelante, buscando más, anhelando más. Sus pieles brillaban bajo la luz de las velas, cubiertas por una fina capa de sudor, reflejando la dedicación y el éxtasis del momento.

Pero veamos: ¿quénes eran ellas?

Las vírgenes que diseñaron y cosieron a mano aquel vestido no eran simples mujeres, sino seres marcados por una dualidad tan intensa que solo el misterio podía rodearlas. Eran hijas de la noche, vírgenes en cuerpo pero no en mente; criaturas acaloradas por deseos ocultos, reprimidos bajo la máscara de la pureza. Se llamaban a sí mismas Las Hijas de Ariadna, un grupo de mujeres consagradas a la diosa oscura, a la lujuria y la pasión desbocada que nunca había encontrado escape en sus cuerpos eternamente jóvenes. Ellas vivían en una torre escondida en lo profundo de el bosque de Epping, situado al noreste de Londres, lugar, donde las sombras se entrelazaban con la luz en un juego eterno de seducción. La torre parecía ser un personaje en sí misma, con sus paredes de piedra cubierta de musgo, ocultando los secretos de estas mujeres y guardando los ecos de sus rituales nocturnos.

El vestido que crearon no era una simple prenda, sino un símbolo cargado de significados ocultos y deseos arcanos. Cada puntada que daban, cada hilo que entrelazaban, llevaba consigo una carga de lujuria inexplorada, un susurro de sus fantasías más prohibidas. Lo cosieron a la luz tenue, durante su menstruación, bajo la débil luz de velas de cera negra, con manos que temblaban de anhelo y ardor que las consumía desde adentro. Mientras tejían, se acariciaban unas a otras, compartiendo su calor, sus fluidos y su deseo. La mezcla de sangre, hilos y deseo simbolizaba su conexión con la esencia más íntima de la vida, uniendo sus cuerpos con el propósito de la creación, canalizando la energía primordial de la feminidad hacia un artefacto cargado de significado.

Mientras cosían, cada puntada era acompañada de caricias. Cada toque era más profundo, sus manos bajaban lentamente por los cuerpos de sus hermanas, sus pechos rozaban sus brazos y sus piernas se enredaban en un juego sensual. Sus respiraciones se sincronizaban, y el sonido de sus suspiros llenaba la torre. Era como si, en ese proceso de creación, desataran una parte de sí mismas, permitiendo que su energía reprimida se convirtiera en parte de la prenda. La lujuria no solo estaba en el objeto que creaban, sino en cada uno de los movimientos que compartían, en cada deseo reprimido que se liberaba en esos momentos íntimos.

Por otro lado, eran expertas en ocultar símbolos en el bordado, mensajes crípticos de deseo y poder femenino que solo las iniciadas podían descifrar. El encaje fino que adornaba los bordes del vestido estaba lleno de espirales y curvas que evocaban el movimiento de cuerpos entrelazados en éxtasis secreto. Los pliegues de la tela contenían el tacto de manos que jamás habían sentido la caricia de otro cuerpo, pero que ardían por conocerlo. Estas formas no eran meros adornos; eran oraciones tejidas, cada espiral era un grito silente de deseo, cada curva una invitación a descubrir el poder y la pasión que residía en el interior de cada mujer que lo tocara.

Cada virgen trabajaba con devoción, sus cuerpos jóvenes cubiertos solo por velos transparentes que apenas ocultaban las curvas de sus pechos y las líneas suaves de sus muslos. Mientras cosían, sus pensamientos divagaban, sus mentes llenas de imágenes de placeres nunca probados, de manos fuertes recorriendo sus pieles suaves, de lenguas cálidas explorando cada rincón de sus cuerpos ansiosos. A veces, en medio de la tarea, alguna se detenía, sus dedos aún sobre el hilo, mientras cerraba los ojos y dejaba que sus pensamientos la llevaran más allá, a un espacio imaginario donde podía sentir esas manos que tanto deseaban, esos labios prohibidos recorriendo su piel desnuda. La atmósfera en la torre se volvía cada vez más pesada, más intensa, mientras los pensamientos y deseos de las vírgenes se entrelazaban con el objeto que creaban.

El primer pago requerido para obtener este vestido era el semen del Ouroboros. Pero esta no era una transacción física ordinaria; más bien, se trataba de la recolección de una esencia metafísica—un acto impregnado de profundo misticismo. El semen del Ouroboros representaba la esencia primordial de la vida, la fuerza creativa eterna que se perpetúa, conectada con su naturaleza cíclica. Obtenerlo significaba realizar un ritual antiguo, uno que involucraba dominar el conocimiento de la creación y la destrucción, capturando un fragmento de la energía eterna que fluye entre el nacimiento y la muerte. Era una esencia simbólica, representando un viaje hacia las capas más profundas de la existencia, una sustancia metafísica cargada del poder de la creación y la renovación eterna. Solo al traerles esta esencia se podía avanzar y obtener el vestido. Las Hijas de Ariadna sabían que este era un precio elevado, que requería un conocimiento profundo y una entrega total al misterio del universo.

Cuando finalmente el vestido estuvo terminado, lo contemplaron en silencio, sabiendo que habían creado algo que trascendía la mera tela. Habían vertido en él sus deseos más profundos, sus anhelos no consumados, transformándolo en un objeto de poder—un símbolo de su lujuria contenida y su feminidad desbordante. Cada pliegue, cada detalle, reflejaba los rituales que habían compartido, los susurros nocturnos y las caricias furtivas que habían dado vida a esa prenda. Era algo más que un vestido; era un contenedor de su esencia, un reflejo de su dualidad, de sus deseos más oscuros y de la pureza que se escondía detrás de ellos.

Al observarlo, el ambiente se llenó de una energía densa, casi palpable, que vibraba en el aire como una corriente eléctrica, teniendo un efecto inmediato y devastador en las seis vírgenes que habían trabajado en el vestido. Era como si cada uno de los deseos y emociones reprimidos durante la creación del vestido se liberaran de golpe. La energía que emanaba del vestido recorrió sus cuerpos, desde los pies hasta la cabeza, haciendo que cada uno de sus músculos se tensara y luego se liberara en un estallido de placer absoluto. Las velas parpadearon, y el aire en la torre se llenó de un calor sofocante, mientras las vírgenes gemían al unísono, perdidas en un trance de lujuria descontrolada.

Cada una de ellas, al ver la obra terminada, experimentó un estallido de placer que las llevó a un orgasmo colectivo. Sus cuerpos reaccionaron al unísono, arqueándose, con los pezones endurecidos bajo los velos y las piernas temblorosas, incapaces de contener la oleada de placer que fluía de la prenda que habían creado. Las largas noches de labor, de puntadas llenas de deseo reprimido, culminaron en ese momento de liberación total, donde la creación misma les devolvió todo el placer acumulado. Los gemidos resonaban en las paredes de piedra de la torre, mezclándose con la luz vacilante de las velas, creando una atmósfera cargada de misticismo y un erotismo casi insoportable. Sus manos, aún temblorosas, buscaban sus cuerpos, en un intento desesperado de calmar la energía que las consumía desde adentro, como si quisieran prolongar ese momento de éxtasis compartido. Cada suspiro, cada toque, prolongaba la sensación de unión y liberación, una conexión con algo mucho más grande y profundo que ellas mismas.

Estas seis vírgenes eran Las Hijas de Ariadna, un grupo sagrado de mujeres consagradas a la diosa de los misterios y la lujuria. Su número, seis, no era una coincidencia; estaba vinculado al simbolismo del poder femenino y la unión de lo sensual y lo espiritual. El seis, en muchas tradiciones místicas, representa armonía, creación y equilibrio, pero en este contexto, también reflejaba la fusión de la dualidad entre la pureza y el deseo. Era la unión de todo lo que ellas eran, lo que deseaban ser y lo que nunca se les había permitido expresar. El vestido era un reflejo de ese equilibrio precario entre lo que habían sido enseñadas a ser y lo que verdaderamente anhelaban.

Cada una de ellas simbolizaba un aspecto diferente de la feminidad reprimida y desbordante, canalizando la energía sexual oculta en su interior hacia la creación del vestido. Aunque vírgenes en cuerpo, eran mujeres cuyas mentes y espíritus habían explorado los deseos más profundos. A través del proceso de tejido, sublimaban sus anhelos más oscuros y lujuriosos, infundiendo cada puntada con sus fantasías prohibidas. La prenda era un contenedor de todo aquello que no podían expresar en palabras, un objeto que contenía cada pensamiento

La esencia de sus anhelos más íntimos se materializaba en cada hilo, cada entrelazado que era tejido bajo la luz temblorosa de las velas. Las mujeres se sumergían en un trance colectivo, conectando sus almas a través de cada puntada y volcando sus deseos más profundos, aquellos que jamás habrían podido compartir en voz alta. Cada virgen tenía una historia, una pasión oculta que resonaba en sus miradas, y mientras tejían, el aire se cargaba de una energía palpable que parecía envolver la torre como un aura invisible. La prenda, por lo tanto, no era solo una obra de costura, sino un testamento viviente de la entrega, de la pasión que nunca había sido desatada y que ahora tomaba forma tangible. La tela vibraba con los ecos de sus pensamientos, sus cuerpos reaccionaban a la creación que tomaba forma frente a ellas, y mientras los hilos se tensaban, también lo hacían los nudos de sus deseos, liberándose en cada gesto, en cada movimiento cuidadoso de sus manos temblorosas. Aquellas mujeres, aunque físicamente intactas, eran volcanes de anhelos que habían estado esperando por años para desbordarse.

El aire estaba impregnado de la mezcla embriagante de sudor y esencia femenina. Las velas dispuestas en círculos iluminaban con su luz titilante las figuras desnudas de las vírgenes, sus cuerpos brillaban por el sudor que resbalaba por sus pechos erguidos, acentuando la suavidad de su piel y el ardor que emanaba de cada una de ellas. El espacio parecía respirar con la energía de su lujuria contenida, un juego hipnótico de sombras y luces se proyectaba en las paredes, creando formas que se movían al ritmo de los cuerpos entrelazados.

Una de las vírgenes, Alba, cerraba los ojos mientras sus dedos finos hilvanaban la tela con delicadeza. Su respiración se aceleraba con cada puntada, su piel perlada comenzaba a mostrar un sutil rubor. Sentía cómo sus pensamientos divagaban, imaginando las caricias prohibidas que nunca había experimentado. Podía sentir la lengua de otra mujer en la suavidad de su nuca, el roce de unos pechos ajenos que la apretaban desde atrás. Su cuerpo reaccionaba al impulso de aquellos pensamientos, la humedad creciendo entre sus piernas.

¡Oh, Diosa Ariadna, concédenos tu fuego!" exclamó Alba con un gemido ahogado, mientras la aguja atravesaba la tela como si perforara la delicada membrana de su autocontrol. El grupo entero parecía sincronizado con su excitación. Cada gemido era como un eco, rebotando en los muros de piedra, sumando a la atmósfera una cadencia que las envolvía en una ola interminable de deseo.

Sus compañeras se acercaban lentamente, como si una fuerza mayor las empujara. Sus dedos dejaban de trabajar sobre la prenda y comenzaban a explorar la piel húmeda de la virgen a su lado. La más joven, Miranda, llevó sus labios a los de Alba, devorándola con una hambre contenida por años de represión. Las otras mujeres se reunían alrededor de ellas, formando un círculo apretado de cuerpos desnudos, el contacto piel con piel produciendo un calor sofocante que se reflejaba en sus jadeos. El vestido en medio de ellas, como un tótem cargado de energía sensual, parecía alimentarse de la pasión creciente en aquella habitación.

En medio del caos erótico, Valeria, la druida de cabello rojo, se acercó y alzó el vestido a la altura de sus ojos. La luz de las velas acariciaba la tela, dándole un resplandor casi místico. Sus dedos lo acariciaban con devoción mientras sus labios se curvaban en una sonrisa llena de deseo. Su voz se escuchó como un murmullo entre el bullicio de gemidos y respiraciones entrecortadas. "Hemos creado más que un vestido, hermanas... esto es la liberación que todas hemos buscado."

Valeria se arrodilló lentamente y colocó el vestido frente a las vírgenes que, entrelazadas, se movían al compás de la lujuria, sus cuerpos ondulando mientras los labios de unas exploraban los pezones de otras, mientras los dedos se deslizaban buscando la humedad palpitante que tanto las quemaba por dentro. Sus movimientos se volvían frenéticos, como si cada una de ellas intentara capturar el éxtasis de sus compañeras para hacerlo suyo.

Miranda gimió mientras la lengua de una de sus hermanas se deslizaba entre sus muslos, abriéndose camino con habilidad y voracidad, mientras otra se abrazaba a su espalda, acariciando sus pechos con movimientos firmes, presionando los pezones endurecidos que respondían con espasmos de placer. "¡Por la Diosa, sí... así!" jadeó Miranda, aferrando con fuerza el cabello de su hermana, guiándola hacia el núcleo palpitante de su placer.

El vestido parecía vibrar, absorber cada una de las emociones desatadas en ese rincón del mundo. Sus pliegues recogían el calor de los cuerpos, el eco de los gemidos, el roce de los dedos desesperados y las lenguas exploradoras. Cada puntada se transformaba en un hilo de conexión entre las mujeres, cada curva del bordado era un testimonio del placer compartido.

Entonces, Valeria, con su mirada fija en el vestido, extendió la prenda hacia Miranda, quien aún temblaba bajo el tacto de las otras vírgenes. "Es tuyo... toma el poder, siente el peso de nuestras fantasías, nuestra devoción," dijo, su voz temblorosa de emoción.

Miranda tomó el vestido con manos temblorosas, sintiendo cómo una corriente de energía casi la lanzaba hacia atrás. Cerró los ojos y se dejó llevar, el contacto del vestido contra su piel desató un estallido de placer que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica. "¡Ahhh...!" gritó mientras el éxtasis la embargaba, su espalda arqueándose mientras la tela la cubría, como si se fundiera en ella, como si el vestido mismo quisiera ser parte de su carne.

Las otras vírgenes observaban en trance, cada una de ellas sumida en el reflejo del placer de Miranda. Los gemidos llenaban el aire, un cántico de liberación, de entrega total al poder del vestido y al placer que prometía. Los cuerpos se apretaban unos contra otros, buscando ese calor, esa vibración que parecía resonar en el centro mismo de la prenda. Las velas parpadeaban, el fuego se agitaba como si estuviera danzando con ellas.

"¡Sí, hermanas... sí!" exclamó Valeria, extendiendo los brazos como si fuera a abrazar la energía que había llenado la habitación. Sus ojos se cerraron mientras su propio cuerpo se movía al compás de las respiraciones, los gemidos y los jadeos de sus hermanas, su boca entreabierta, deseosa de sentir el éxtasis compartido, de perderse junto a ellas en la devoción por lo prohibido.

El vestido ahora no era simplemente una prenda. Se había convertido en el testimonio del deseo de todas, de la energía de seis mujeres que habían sublimado sus anhelos en un ritual de placer, creando algo más allá de la carne y la tela. Cada movimiento de Miranda resonaba en las demás, cada espasmo, cada grito de placer reverberaba en sus cuerpos como si ellas mismas lo sintieran, sus almas entrelazándose en un ciclo interminable de éxtasis y devoción.

Así, en esa noche interminable, los límites entre sus cuerpos se desdibujaron, la línea entre la prenda y la piel se volvió inexistente, y todas ellas, como una sola, sintieron cómo la pasión, la entrega y el deseo se fundían en algo más grande que sus cuerpos.

* * *

Estas seis mujeres, como les decía, eran más que simples costureras; eran guardianas de un poder antiguo, con una conexión directa a la diosa Ariadna, quien las había guiado en la creación de la prenda. Su número reflejaba la perfección necesaria para mantener el equilibrio entre el placer y el peligro que el vestido contenía.

Como dije, las vírgenes al probar el vestido colapsaron sobre el suelo de piedra, jadeando, sus cuerpos cubiertos de un sudor brillante que resplandecía a la luz de las velas. Sus pechos subían y bajaban con respiraciones entrecortadas, sus manos aún temblaban, y en sus ojos había una mezcla de asombro y lujuria saciada. El vestido colgaba frente a ellas, casi como un ser vivo, emanando un poder oscuro y seductor.

El ambiente estaba cargado de una energía que parecía provenir de las entrañas de la tierra, vibrando y pulsando alrededor de nuestros cuerpos. Las luces vacilantes de las velas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes, dando la impresión de que la misma torre estaba viva, respirando al compás de nuestro deseo. Sentía el aire espeso llenando mis pulmones, cada respiración impregnada con el eco de la lujuria que flotaba a nuestro alrededor.

Podía sentir cómo los cuerpos de las vírgenes, todavía temblorosos por el éxtasis, se levantaban con dificultad, sus piernas tambaleándose mientras sus pechos aún brillaban bajo el parpadeo de las velas. Cada una de ellas parecía estar envuelta en una especie de trance, sus miradas perdidas en el fulgor del vestido, como si una parte de sus almas hubiera sido depositada en cada puntada. La torre parecía resonar con la respiración de cada una de nosotras, como si el edificio mismo hubiera sido testigo de una ceremonia secreta e indecible, una que dejaba una huella profunda en sus piedras y en nuestros cuerpos.

Pero sabían que el objeto no podía quedarse entre las paredes de su torre. Habían creado algo demasiado poderoso, demasiado cargado de energía sexual, para permanecer en sus manos. Este vestido no era para ellas, sino para una mujer que pudiera manejar su poder—una mujer capaz de desatar todo lo que habían vertido en él sin ser consumida. Sabían que no sería fácil encontrarla, pero también sabían que era su deber.

Una por una, las mujeres se pusieron de pie, aún tambaleantes, y pronunciaron una bendición que no era de protección, sino de liberación. Sus voces llenaban el espacio con palabras cargadas de deseo antiguo, una melodía oscura y envolvente que resonaba en las paredes de piedra. Cada palabra que susurraban estaba cargada de deseo; cada frase era una invitación para que el poder del vestido encontrara a su legítima portadora. Aquella que lo usara debía ser fuerte, pero no solo en cuerpo, sino en alma, porque solo una mujer con la fuerza necesaria podría llevar el vestido sin sucumbir a la marea de lujuria que contenía.

Las palabras de la bendición resonaban como un eco, expandiéndose más allá de los muros de la torre, infiltrándose en las sombras del bosque que rodeaba nuestro refugio. La atmósfera estaba densa, cargada de una energía que vibraba con una frecuencia baja, casi inaudible, pero que podía sentirse en cada célula de mi cuerpo. Las velas titilaban al ritmo de nuestra respiración, y mientras las vírgenes pronunciaban cada palabra, sus manos se extendían hacia el vestido, tocándolo con devoción, como si estuvieran liberando lo último de sí mismas en esa prenda.

Yo había llegado a Las Hijas de Ariadna por una razón: el vestido. No era solo una prenda; encarnaba un poder oscuro y erótico. Desde el momento en que escuché los susurros sobre este objeto, supe que debía tenerlo. Su promesa de placer puro, de feminidad desenfrenada, me atraía como una fuerza imposible de resistir.

Recordé la primera vez que escuché hablar del vestido, en susurros cargados de misterio en los rincones oscuros de un burdel olvidado. Decían que el vestido estaba hecho de sueños prohibidos, tejido con el poder de la lujuria incontrolada. El deseo por ese vestido había nacido de lo más profundo de mí, de una necesidad insaciable de placer no satisfecho. Era como una fiebre constante que ardía en mis entrañas, una llama que ni los encuentros más intensos podían apagar. Había pasado demasiado tiempo buscando algo que pudiera calmar esa hambre, algo que fuera más allá de lo físico, algo que desatara cada rincón oscuro de mi ser. Pero nada era suficiente; ningún amante, ninguna experiencia, lograba saciar la sed que me consumía.

Este vestido, lo supe desde el momento en que escuché hablar de él, era la respuesta. Era la única cosa en el mundo capaz de calmar esa fiebre de placer que me quemaba por dentro, ese anhelo profundo que llevaba conmigo desde siempre. Las historias decían que el poder del vestido podía destruirte, pero también prometían que desataría un placer tan puro, tan poderoso, que alcanzaba niveles que ninguna otra experiencia podría igualar. Eso era lo que buscaba: una explosión de lujuria que al fin me saciara.

Mi cuerpo, mi alma, necesitaban algo más. Algo que pudiera calmar esa fiebre insaciable de placer no obtenido. Una prenda que, según los relatos, era capaz de desatar un frenesí que ninguna carne, ninguna piel, ningún beso había logrado desatar hasta ese momento.

Sabía que su energía era tan abrumadora que podía consumir a cualquier mujer que lo usara sin estar preparada, pero estaba convencida de que yo era la indicada. Yo, Lilith, había recorrido un largo camino para llegar hasta aquí, a las puertas del templo escondido en lo profundo del bosque, donde Las Hijas de Ariadna me esperaban.

Había escuchado historias, leyendas sobre este grupo secreto de vírgenes. No eran mujeres comunes; eran guardianas de una sabiduría arcana, consagradas al poder de la lujuria y a los misterios de la diosa. Sus manos habían tejido este vestido con hilos cargados de un deseo ancestral, y solo alguien dispuesta a pagar el precio más alto podría llevarlo.

El precio no era simplemente dinero ni poder. Ellas requerían una ofrenda especial, algo tan potente que solo la semilla del ser más bestial podría imbuir la prenda con la energía necesaria: el semen del Minotauro. Esa era la ofrenda que exigían. Sabía que no bastaba con desear el vestido; debía pagar un precio más alto, un tributo cargado de poder y lujuria.

Cuando me presenté ante ellas, sus ojos me escudriñaron con una mezcla de curiosidad y deseo. Podía sentir el peso de sus miradas, sus respiraciones intensas, el calor que emanaba de sus cuerpos, y supe que estaban evaluando si yo era digna. La habitación estaba cargada de tensión; el aire mismo parecía vibrar con la expectativa de lo que estaba por suceder. La druida de cabellos rojos, la mayor de todas, se adelantó, su voz cortando el silencio con una firmeza que me estremeció:

“¿Has traído el primer pago?”, preguntó, y sus ojos brillaban con una luz que no era de este mundo. Sabía lo que ella pedía: el semen del Ouroboros.

Extendí el recipiente, un frasco de cristal negro adornado con símbolos antiguos, y lo sostuve frente a ella. Las vírgenes se acercaron lentamente, formando un círculo a mi alrededor, sus cuerpos apenas cubiertos por las gasas transparentes. Sentía sus miradas recorrer cada centímetro de mi piel, como si desnudaran más allá de lo físico, como si quisieran ver dentro de mi alma. La druida tomó el frasco entre sus manos, y sus dedos rozaron el vidrio con una reverencia que me dejó sin aliento. Mientras destapaba el frasco, el aire se llenó de una fragancia que mezclaba lo dulce y lo amargo, una esencia que parecía hablar de la creación y la destrucción a partes iguales.

Podía ver cómo sus respiraciones se volvían cada vez más profundas, cómo sus cuerpos comenzaban a reaccionar a la esencia liberada. Las otras vírgenes observaron en un silencio reverente, sus respiraciones se hacían cada vez más profundas y más rápidas, y pude ver cómo sus cuerpos reaccionaban, cómo sus pezones endurecían bajo la tela transparente, cómo el aire alrededor se volvía más denso con cada segundo que pasaba.

“¡Es ella! ¡Es ella la escogida!” —murmuró la druida, y sus palabras resonaron como una sentencia. Podía sentir el cambio en el ambiente; la tensión se transformó en una corriente eléctrica que recorría nuestros cuerpos, entrelazándonos con un deseo compartido. Sus manos me alcanzaron, dedos rozando mi piel, descubriendo cada rincón de mi ser mientras sus cuerpos se aproximaban al mío. Sentí el calor de sus alientos, los susurros cargados de lujuria y devoción. Era un rito, una ceremonia de aceptación, en la cual cada una de ellas debía tocarme, probarme, asegurarse de que yo era digna de la prenda sagrada.

Sus labios me buscaron con ansias, rozando mi cuello, mi pecho, y el calor de sus cuerpos era como una ola que no cesaba de elevarse. Sentí, al mismo tiempo, cómo cada una de ellas vertía su energía en mí, sus lenguas explorando mi piel, sus gemidos aumentando en intensidad mientras el aire se llenaba de una mezcla de sudor y deseo. Me entregué a ellas, cerrando los ojos, dejando que su devoción me inundara, aceptando el poder que fluía de sus manos y de sus bocas.

El vestido colgaba cerca, emitiendo una luz tenue, casi como si fuera un faro que guiaba nuestros movimientos. Sabía que el momento de llevarlo estaba cerca, pero primero, debía ser una con ellas, debía absorber cada pedazo de deseo, cada fragmento de su devoción, para estar preparada para lo que vendría. Sabía que el vestido era solo el comienzo, y que lo que me esperaba al vestirlo sería la prueba definitiva de mi voluntad y mi lujuria.

Mis dedos se entrelazaron con los de la druida, y sentí cómo su piel ardía contra la mía. Su cuerpo se aproximó aún más al mío, su aliento en mi cuello, sus labios susurrando palabras en un idioma que no conocía, pero cuyas vibraciones me recorrían como un torrente de placer. Las otras vírgenes rodeaban nuestros cuerpos, sus manos y bocas explorando, con una devoción que iba más allá de lo físico. Nos convertimos en una sola unidad, un cuerpo y un alma colectiva, un torrente de energía cargada de deseo y lujuria que no podía ser contenido.

Cuando el vestido finalmente descendiera sobre mi piel, sabía que el ritual alcanzaría su clímax o al menos parte. Las vírgenes me entregarían todo, sus cuerpos y sus almas, en una ceremonia que nos conectaría a través del tiempo, en una danza infinita de placer y poder.

* * *

La druida del cabello rojo llevó el frasco a sus labios, aspirando profundamente, y sus ojos se cerraron mientras un suspiro de placer escapaba de su boca. Las otras vírgenes observaron en un silencio reverente, sus respiraciones se hacían cada vez más profundas y más rápidas, y pude ver cómo sus cuerpos reaccionaban, cómo sus pezones endurecían bajo la tela transparente, cómo el aire alrededor se volvía más denso con cada segundo que pasaba.

Las vírgenes se movieron lentamente hacia mí, formando un círculo, cada una de ellas emanando una energía casi hipnótica. Sus pechos subían y bajaban con cada inhalación, los velos apenas cubriendo la piel erizada, mientras una especie de ritual sin palabras comenzaba a tomar lugar entre nosotras. La druida de cabello rojo, aún sosteniendo el frasco con reverencia, abrió los ojos y su mirada se encontró con la mía. Había algo oscuro, algo profundo en sus ojos, como si quisiera transferirme toda la pasión y el secreto de lo que estaban haciendo.

Se acercó más, tanto que podía sentir su aliento tibio contra mi cuello. “Toma parte de esta esencia, Lilith,” susurró, su voz impregnada de algo prohibido, como si solo el hecho de decir esas palabras la llevara más cerca del éxtasis. La druida llevó el frasco a mis labios, y yo no pude evitar abrir la boca, permitiendo que el aroma de la esencia entrara en mí, primero como un suspiro y luego como una ola arrolladora de deseo. Podía sentir la intensidad llenando mi pecho, bajando por mi abdomen, encendiendo un fuego dentro de mi vientre que se extendía hasta lo más profundo de mi ser.

Mis manos temblaban mientras tomaba el frasco, su peso se sentía vivo, casi palpitante. Mis labios encontraron el borde y bebí, cerrando los ojos mientras la esencia del Ouroboros fluía dentro de mí. Era como si hubiera bebido fuego líquido, algo ancestral y arcano que me quemaba la garganta pero me llenaba de una energía cruda y abrumadora. Sentía cómo esa esencia cargada de deseo se deslizaba por mi ser, llenando cada rincón oscuro, provocando que mi cuerpo reaccionara al unísono con las otras vírgenes. Pude escuchar cómo sus gemidos, primero suaves y casi reprimidos, empezaban a elevarse, como si mis propias reacciones alimentaran sus sentidos.

Las vírgenes comenzaron a acercarse más, sus manos se movían hacia mi cuerpo, sus dedos rozando apenas mi piel desnuda, provocando oleadas de escalofríos que me hacían estremecer. No podía controlar el movimiento de mis caderas, que parecían querer buscar ese roce, esa fricción que prometía más placer. La druida se inclinó hacia mí, sus labios encontraron mi cuello, y dejó un rastro húmedo de besos mientras murmuraba palabras que no entendía, pero que llenaban el aire con una vibración eléctrica.

“Ahora,” dijo la druida, separándose apenas lo suficiente para que sus ojos, oscuros y profundos, se conectaran con los míos, “es el momento de recibir el verdadero poder del vestido.” Sentí cómo las manos de las vírgenes comenzaban a despojarme de la poca ropa que llevaba. Los velos que cubrían sus cuerpos comenzaron a rozar mi piel, y en ese instante supe que estaba entregándome por completo a algo que iba más allá de lo físico, algo que traspasaba los límites del deseo y se adentraba en el terreno de lo divino y lo profano.

Mis piernas temblaban mientras me desnudaban lentamente, el aire frío del templo acariciando mi piel en contraste con la calidez de sus cuerpos que me rodeaban. Una de ellas, de ojos verdes y cabello oscuro, llevó sus manos a mis caderas, deslizando sus dedos hasta encontrar mi entrepierna, y un gemido profundo se escapó de mis labios. Mi respiración se aceleraba, mis pezones se endurecían, y mis muslos parecían tener vida propia al moverse ligeramente hacia adelante, buscando el toque de esos dedos que apenas comenzaban a explorar.

Podía sentir la esencia del Ouroboros moviéndose en mi interior, como una corriente eléctrica que me conectaba con todas ellas, con sus deseos, sus fantasías y sus lujurias reprimidas. La druida se inclinó hacia mi oído, susurrando con un tono que no dejaba lugar a dudas, “Deja que el poder fluya, Lilith. Deja que el deseo te consuma.” Cerré los ojos y dejé escapar otro gemido cuando sentí que todas sus manos, al unísono, comenzaron a recorrer mi cuerpo, desde mis pechos hasta mis muslos, cada caricia cargada de intenciones que se volvían más y más lujuriosas.

El vestido, que yacía sobre un pedestal de piedra, parecía latir con vida propia. Podía ver cómo las velas a su alrededor proyectaban sombras danzantes sobre la tela, como si todo el poder que había sido vertido en él estuviera listo para ser liberado. La druida de cabellos rojos me tomó de la mano y me guió hacia el pedestal, su toque era firme, pero también suave, lleno de una fuerza que me hablaba de poder y de control absoluto. Sus dedos se entrelazaban con los míos mientras me acercaba al vestido, y podía sentir cómo cada célula de mi cuerpo anhelaba el contacto con esa prenda.

Cuando finalmente estuve frente al vestido, la druida se detuvo. El resto de las vírgenes formaron un círculo a nuestro alrededor, sus ojos llenos de anhelo y expectación. Lentamente, levanté el vestido y lo acerqué a mi piel desnuda. La textura era suave y al mismo tiempo pesada, como si estuviera hecho de la esencia de miles de deseos reprimidos. Lo deslicé sobre mi cabeza, sintiendo cómo la tela caía alrededor de mi cuerpo, acariciando cada curva, cada centímetro de piel, hasta cubrirme por completo.

El contacto del vestido con mi piel fue como una explosión de sensaciones. Era frío y caliente al mismo tiempo, como si la prenda tuviera vida propia, como si pudiera sentir cada uno de mis pensamientos y cada uno de mis deseos. Podía sentir cómo la tela se ajustaba a mí, abrazando mis senos, mis caderas, envolviéndome en una red de placer que me dejaba sin aliento. Las vírgenes comenzaron a murmurar en un idioma que no entendía, y sus palabras parecían hacer que la tela vibrara, que mi cuerpo vibrara con ella.

Una de las vírgenes se acercó y sus manos se deslizaron por mis costados, acariciando mi cintura, sus dedos dejando un rastro ardiente que se fusionaba con la sensación de la tela contra mi piel. Cerré los ojos y dejé que el placer me envolviera, mis labios se separaron en un jadeo mientras mis pezones se endurecían bajo el vestido, buscando más fricción, más contacto.

Sentía la energía acumulada de todas ellas sobre mí, sus miradas ardientes cargadas de deseo inquebrantable, mientras sus labios pronunciaban palabras que reverberaban por toda la habitación, invocando la energía de la diosa. Las voces se entrelazaban, como una melodía oscura y sensual que resonaba en mis oídos, y mis caderas se movían al compás, buscando el alivio que la prenda prometía.

Otra de la chicas se arrodilló frente a mí, con sus manos tomando mis caderas desnudas con firmeza. Sus ojos verdes me miraban con devoción antes de hundir su rostro entre mis muslos, dejando que su lengua buscara lo más íntimo de mí. No pude evitar gritar, un gemido gutural que se perdió entre el coro de las otras vírgenes. Sentía la presión húmeda de su lengua, el calor que irradiaba de su boca, y mis piernas se abrieron más, cediendo, ofreciendo todo de mí a ese placer desbordante.

“Lilith, déjate ir... deja que la diosa te guíe,” murmuró la druida desde mi espalda, sus manos acariciando mis tetas, pellizcando mis pezones con delicadeza y firmeza. Mis jadeos llenaban el aire, y el vestido parecía cobrar vida propia, moviéndose con cada respiración, con cada latido frenético de mi corazón. Cada caricia, cada beso, se sumaba al éxtasis colectivo que nos envolvía a todas.

Las otras vírgenes se acercaron, sus cuerpos desnudos rozando mi piel mientras sus labios y sus manos buscaban cada rincón de mi ser. Podía sentir la mezcla de sus fluidos, sus gemidos llenando mis oídos, y en medio de todo ese frenesí, el vestido parecía latir, vibrar contra mi piel, amplificando cada sensación, llevándome más y más alto, hasta un punto donde el placer se convertía en algo divino, en una conexión con algo más grande que todas nosotras.

Mis manos se aferraron a los cabellos de la virgen que me adoraba con su boca, mientras mis ojos se entrecerraban, viendo cómo el vestido brillaba a la luz vacilante de las velas. Las sombras parecían danzar a nuestro alrededor, los reflejos en la tela oscilaban con vida propia, como si la prenda se estuviera fusionando con mi ser, atando cada una de mis fibras a ese poder ancestral que las vírgenes habían imbuido en él.

“Este es solo el comienzo, Lilith,” susurró la druida mientras sus manos tomaban mi rostro, obligándome a mirarla. Sus ojos, oscuros y profundos, reflejaban el poder del deseo que se había desatado en mí. “Ahora eres parte de nosotras, y el vestido es tu conexión con la diosa. Deja que te consuma, deja que te llene, porque solo así podrás alcanzar el verdadero placer que buscas.”

Las palabras de la druida eran como un mandato divino, y mis caderas comenzaron a moverse instintivamente. Mis manos se deslizaron por mi propio cuerpo, buscando la liberación que la prenda parecía prometerme. Sentía la energía de todas ellas fluyendo hacia mí, el poder de sus deseos acumulados, y sabía que había cruzado un umbral, que ahora pertenecía a algo mucho más grande, más oscuro y más profundo de lo que jamás había imaginado. Y en ese momento, con las manos de las vírgenes sobre mi cuerpo, con el vestido envolviéndome, supe que el verdadero viaje apenas había comenzado.

* * *

Mis caderas comenzaron a moverse instintivamente, mis manos se deslizaron por mi propio cuerpo, buscando la liberación que la prenda parecía prometerme. Cada movimiento parecía intensificar la conexión, como si cada roce con el vestido me llevara un paso más cerca de una energía incontrolable. Sentía la energía de todas ellas fluyendo hacia mí, como un río desbordado, el poder de sus deseos acumulados se fusionaba con el mío, envolviéndonos en un lazo invisible e irrompible. Sus manos acariciaban mi piel, como si quisieran transmitir todos sus anhelos, y sabía que había cruzado un umbral, que ahora pertenecía a algo mucho más grande, más oscuro, y más profundo de lo que jamás había imaginado. Había algo sagrado en esa unión, algo que me atraía con una fuerza irrefrenable, que despertaba cada fibra de mi ser. Y en ese momento, con las manos de las vírgenes sobre mi cuerpo, con el vestido envolviéndome, sentí como si estuviera siendo absorbida por una dimensión completamente nueva, una donde el placer y la oscuridad se entrelazaban de una manera que nunca antes había experimentado. Supe que el verdadero viaje apenas había comenzado, que lo que sentía ahora no era más que un atisbo del abismo al que me dirigía, y que deseaba explorar con cada parte de mi alma.

Las vírgenes comenzaron a moverse más cerca, formando un círculo tan estrecho que sus cuerpos rozaban el mío, sus pieles cálidas contra el frío de la prenda. Cada roce era como una descarga eléctrica que enviaba oleadas de placer por todo mi ser. Sentía sus manos recorriendo mi cuerpo, primero con un toque suave, casi tímido, y luego cada vez más atrevido, hasta que sus dedos comenzaron a deslizarse bajo los bordes del vestido, buscando la piel desnuda que ocultaba.

Una de las vírgenes, con el cabello oscuro y rizado, se arrodilló frente a mí, sus manos acariciando mis muslos, sus labios rozando mi vientre. Pude sentir su respiración caliente y agitada mientras su lengua comenzaba a explorar mi piel, subiendo lentamente, hasta encontrar el borde del vestido y empujar la tela hacia arriba. Mis caderas respondieron automáticamente, moviéndose hacia ella, buscando más, queriendo más.

Otra de las vírgenes, con ojos verdes y brillantes, se colocó detrás de mí. Sus manos comenzaron a masajear mis hombros, deslizándose luego hacia abajo, hasta cubrir mis pechos. Sus dedos se cerraron alrededor de mis pezones, pellizcándolos suavemente al principio y luego con más firmeza, arrancándome un gemido profundo que resonó en la cámara. Mi cuerpo entero se estremeció, y sentí cómo el poder de todas ellas se concentraba en mí, alimentándome, llenándome de una energía que me hacía sentir más viva que nunca.

La druida de cabello rojo se acercó a mí y me miró directamente a los ojos. En su mirada había algo más que deseo, algo más que lujuria; había una promesa, una conexión que me hizo sentir que estábamos compartiendo algo sagrado. Ella deslizó sus manos por mi espalda, acariciándola suavemente, y luego bajó hasta mis caderas, sus dedos hundiéndose en mi piel, sosteniéndome mientras me inclinaba hacia atrás, apoyándome contra el cuerpo de la virgen detrás de mí. La druida se arrodilló frente a mí y comenzó a besar mis muslos, sus labios se movían lentamente, rozando cada centímetro de piel, subiendo cada vez más alto, hasta que su lengua encontró mi centro, húmedo y palpitante.

Un gemido escapó de mis labios, mis manos se aferraron al cabello de la virgen detrás de mí, mientras mis caderas comenzaban a moverse al ritmo de la lengua de la druida. Las otras vírgenes se unieron, sus manos acariciaban mi cuerpo, sus labios encontraban mi cuello, mi espalda, cada parte de mí que estaba expuesta. Sentía como sus dedos se deslizaban hacia mi entrepierna, explorando, buscando, y mis gemidos se elevaron, llenando el templo con una sinfonía de placer compartido.

El aire se volvió más denso, cargado del aroma de nuestros cuerpos, del sudor y de la excitación que nos envolvía. Podía escuchar sus respiraciones, rápidas y entrecortadas, mezclándose con mis gemidos y los murmullos de las palabras que susurraban entre ellas. Sentía cómo sus cuerpos se apretaban contra el mío, cómo sus pechos desnudos se rozaban contra mi piel, cómo sus dedos se hundían en mi carne, dejándome sin aliento, sin escape, atrapada en el placer que nos unía a todas.

Una de ellas, con los labios húmedos y rojos, se inclinó sobre mí y me besó, su lengua entrando en mi boca con una urgencia desesperada, mientras sus manos se movían hacia mis pechos, acariciándolos, pellizcando mis pezones hasta que el dolor se mezclaba con el placer, haciendo que mi cuerpo se arqueara contra el de ella. Sus labios sabían a deseo, a lujuria, y cada vez que nuestras lenguas se encontraban, sentía cómo una corriente de electricidad recorría mi cuerpo, uniendo cada terminación nerviosa en una sola explosión de éxtasis.

Otra de las vírgenes se arrodilló a mi lado, sus manos acariciando mis muslos, sus dedos deslizándose hacia mi entrepierna, encontrando mi clítoris hinchado y palpitante. Ella comenzó a frotarlo suavemente, sus dedos moviéndose en círculos lentos, aumentando la presión poco a poco, llevándome al borde una y otra vez, sin dejarme caer, prolongando el placer hasta que mis gemidos se convirtieron en gritos. Sentía que el mundo desaparecía a mi alrededor, que no existía nada más que el placer que ellas me daban, que el calor de sus cuerpos y el poder del vestido que me envolvía.

Las vírgenes se movían al unísono, como si fueran una sola entidad, una sola energía dedicada a adorar mi cuerpo, a llevarme más allá de los límites del placer. Cada caricia, cada beso, cada gemido, era como una nota en una sinfonía de lujuria que resonaba dentro de mí, haciendo que cada fibra de mi ser se estremeciera. Podía sentir cómo la esencia del Ouroboros se fusionaba con la energía de ellas, cómo sus deseos se convertían en los míos, cómo sus gemidos se unían a los míos en un coro de placer interminable.

Las vírgenes se entregaron al éxtasis sin reservas, cada una buscando mi cuerpo con más pasión, como si se hubieran transformado en una sola energía, en una sola voluntad de deseo. Los dedos de una de ellas se deslizaron por mi cabello, envolviéndome, sosteniéndome, mientras otra se arrodillaba detrás de mí, sus labios rozando mis nalgas, sus besos descendiendo cada vez más, hasta que su lengua rozó la curva de mi espalda y bajó hasta encontrarse con mi piel más oculta y sensible. Su lengua exploraba, succionando, acariciando, llevándome más allá de lo conocido, y mi cuerpo reaccionó con una sacudida de puro placer.

* * *

No pasaron ni treinta segundos cuando mis gritos llenaron el templo, mis uñas se clavaron en la piel de las vírgenes, y sentí cómo mi cuerpo se sacudía, cómo cada fibra de mi ser se desmoronaba y se reconstruía al mismo tiempo. El placer era tan intenso que apenas podía respirar, y cuando finalmente la ola comenzó a ceder, caí sobre el suelo de piedra, temblando, con las vírgenes aún a mi alrededor, sus manos aún acariciándome, sus labios aún besándome suavemente.

Me despositaron en el suelo sobre una estrella de cinco puntas dibujada en el piso e hicieron calzar mis brazos y piernas con el dibujo. A esa altura estaban todas desnudas. Qué hermosa visión eran todas ellas con sus cuerpos apretados y joviales.

La druida de cabello rojo, en cuclillas, comenzó a moverse sobre mi cara, con su concha frotándose contra mis labios y mi lengua. Sentía cómo sus jugos se deslizaban por mi mentón, y mis manos se aferraban a las caderas de ella, buscando sostenerla mientras mi lengua se entregaba a su placer.

—¡Ah, sí, sigue! —gritó la chica del cabello rojoa, tirando de mi cabello, hundiéndose más contra mi rostro.

Los gemidos de la druida se intensificaban con cada movimiento, y podía sentir cómo su cuerpo temblaba, cómo se rendía a cada lamida, a cada succión. Sus manos se aferraban a mi cabello, tirando de él, y sus gemidos se transformaron en gritos de puro éxtasis.

—¡Dios, sí, así! ¡No te detengas! —sus gemidos eran como música, una melodía de placer que resonaba con fuerza en todo el templo.

A mi alrededor, las vírgenes se entregaban al placer participando de una manera sincronizada, sus gemidos se unían a los míos, a los de la druida, creando una sinfonía de sonidos que llenaba el templo.

Podía sentir cómo cada uno de mis dedos, de manos y pies, era reclamado por cada una de ellas, cómo sus cuerpos se movían al ritmo de nuestras respiraciones, cómo sus fluidos empapaban mis manos, cómo el aroma del sexo se volvía insoportablemente embriagador. Mis manos se movían con determinación, cada dedo era un instrumento que ellas usaban para su placer.

—¡Dios, no pares! ¡Más! —gimió la virgen de cabello dorado, su voz rompiéndose mientras movía su concha contra los dedos de mis pies que la penetraban hasta el tobillo.

—¡Así, sí, más fuerte! —exclamé, mis manos entregadas al placer de cada una.

A mi izquierda, una virgen de ojos cerrados se retorcía, su rostro expresando un placer desbordante mientras mis dedos se hundían una y otra vez en su concha húmeda. Su boca abierta dejaba escapar gemidos cada vez más intensos, y podía ver cómo las lágrimas de puro éxtasis caían por sus mejillas.

—¡Ah, sí, eso! ¡Me vuelves loca! —exclamaba, sus manos temblorosas aferrándose a mis brazos mientras sus caderas se movían frenéticamente.

A mi derecha, otra virgen de cabellos dorados me miraba con una mezcla de devoción y lujuria. Sus labios estaban entreabiertos, sus pupilas dilatadas mientras se movía rítmicamente contra mis dedos, haciendo que la presión de su interior creciera con cada empuje. Podía sentir cómo sus paredes vaginales se contraían alrededor de mis dedos, absorbiéndolos, pidiéndome más.

—¡Hazme tuya, hazme tuya ahora! —gimió con desesperación.

Sus gemidos eran como música, su mirada fija en la mía, buscando mi aprobación, buscando el clímax que estaba a punto de alcanzarla.

La virgen que estaba tendida, boca abajo, frente a mí seguía lamiendo mi concha, su lengua se movía con una precisión que me llevaba más allá de lo soportable. Sentía su lengua en mi clítoris, sus dedos en mi ano, y cada terminación nerviosa de mi cuerpo estaba al borde, latiendo con la necesidad de liberar toda la energía acumulada. Mis caderas se movían instintivamente, buscando más de su toque, y podía sentir cómo el placer se acumulaba, cómo cada fibra de mi ser gritaba por el clímax que estaba a punto de llegar.

—¡Sí, así, no te detengas! ¡Ahhh, más! —grité, sintiendo el borde del éxtasis acercarse más y más.

Mientras la druida de cabello rojo me montaba, mis pies también estaban ocupados. Las otras dos vírgenes se habían colocado estratégicamente, usando mis pies como si fueran miembros que ellas mismas penetraban enloquecidas.

—¡Ah, qué rico, más, más! —gimieron al unísono, sus voces entrecortadas por el placer.

Cada una se apretaba contra mis pies lubricados con ceras y aceites, sus conchas se deslizaban sobre ellos mientras movían sus caderas hacia adelante y atrás. Podía sentir cómo el calor de sus cuerpos se transmitía a mis pies, cómo sus jugos los cubrían, convirtiéndolos en objetos de placer.

—¡Sí, así! ¡No pares, sigue! —una de ellas gritó, su voz ronca mientras se inclinaba hacia adelante, sus manos apoyadas sobre el suelo para mantener el equilibrio.

La sexta virgen, la que se encontraba boca abajo en el suelo, había encontrado su lugar entre mis piernas. Su lengua se sumergía en mi concha con una devoción total, sus labios rodeaban mi clítoris y lo succionaban con una suavidad que se convertía en firmeza justo en el momento adecuado.

—¡Dios, sí! ¡Así, no te detengas! —gemí, mi espalda arqueándose mientras mi cuerpo se rendía al placer.

Sus dedos no se quedaban quietos, y los sentía, alternadamente, explorar mi culo, entrando y saliendo mientras sus gemidos vibraban contra mi piel. Mis piernas estaban extendidas, abiertas, y ella las sujetaba con fuerza, manteniéndome completamente vulnerable, completamente expuesta a su placer.

—¡Ah, me vengo, me vengo!—exclamé, mientras mi cuerpo se tensaba, cada fibra de mi ser vibrando en la cúspide de ese placer incontrolable. Sentía que el calor me recorría desde la punta de los pies hasta el último rincón de mi piel, ardiente, como un río de lava que brotaba de mi interior, expandiéndose por cada poro. Mis dedos se clavaron en la cama, buscando un ancla en la tormenta de sensaciones que me atravesaban como un relámpago salvaje.

La lengua que me devoraba entre las piernas movía sus giros de manera incansable, como si conociera cada recoveco secreto de mi cuerpo mejor que yo misma. Gemí, jadeé, mi respiración se volvió errática, como si no pudiera contenerme más. El aire se llenaba de los sonidos del placer, el golpeteo rítmico de la piel, el chapoteo húmedo de mi sexo en pleno éxtasis, mis jadeos entrecortados, mis susurros de desesperación.

—¡Más, más, no pares!—grité, sintiendo que el clímax se avecinaba, esa ola intensa que amenazaba con arrastrarme y partirme en mil pedazos. Mis muslos temblaban, mis caderas empujaban hacia adelante buscando más contacto, más fricción, más de esa lengua que parecía querer devorarme viva. El sudor goteaba de mi piel, el aroma dulce y salado del sexo llenaba la habitación, intensificando el calor sofocante que me envolvía.

El vértigo me atrapó en su caída libre y con un grito agudo y profundo a la vez, sentí el estallido que comenzó en mi vientre y se extendió por todo mi cuerpo. Mis piernas se tensaron, mis manos buscaron desesperadas algo a lo que aferrarse, pero solo encontraron la suavidad de las sábanas, empapadas en mi propia humedad. Mi espalda se arqueó en un espasmo final de placer absoluto, mientras mi mente se disolvía en el vacío, en el puro goce que me inundaba, robándome cualquier rastro de cordura.

La explosión de sensaciones me dejó flotando, en ese dulce letargo que sigue al clímax, mientras mis ojos aún brillaban con la intensidad de lo vivido, mi piel enrojecida y mis labios entreabiertos, aún temblando, como si mi cuerpo no pudiera desprenderse del todo de la energía que lo había sacudido momentos antes.

Y entonces, con sus manos aún sobre mi piel, sus miradas llenas de un brillo calenturiento que no se apagaba, supe que el vestido había creado un vínculo eterno entre nosotras. Podía sentir sus energías fluyendo a través de mí, en una corriente que se intensificaba con cada latido de mi corazón. Sus labios buscaron los míos nuevamente, en besos lentos y cargados de promesas, y con cada toque, con cada susurro, entendí que la lujuria que nos envolvía era un círculo sin fin, un ciclo que se repetiría, que siempre nos llevaría de regreso a este lugar, a este momento. El vestido palpitaba, su energía era casi tangible, como un segundo corazón que latía al ritmo de nuestro deseo. Nos pertenecíamos ahora, todas unidas en un lazo que iba más allá del placer físico; estábamos ligadas por el poder de la diosa, por la esencia del Ouroboros, y sabía que mientras ese vestido existiera, mientras nuestras ansias se encendieran, siempre encontraríamos la manera de volver a este éxtasis compartido, este abismo de lujuria y devoción.

Las vírgenes, a los pocos segundos,también alcanzaron su liberación, sus cuerpos se estremecían, sus voces se unían en una sinfonía de placer, mientras el aire se llenaba del aroma de nuestros fluidos y del sudor. Y así, entre gemidos y gritos, caímos juntas, agotadas, nuestros cuerpos entrelazados, nuestras pieles brillando bajo la luz temblorosa de las velas. Sentía sus respiraciones mezclándose con la mía, sus cuerpos aún pegados al mío, la calidez de sus pieles dándome consuelo.

Miranda, la primera virgen, con el cabello oscuro cayendo en suaves rizos sobre sus hombros, fue la primera en sucumbir al placer. Su cuerpo se arqueó, los músculos de su abdomen tensándose mientras sus manos se aferraban desesperadamente a una de mis tetas. Su voz se elevó en un gemido prolongado y quebrado, como si cada nota vibrara con la necesidad acumulada de su alma. Sus piernas temblaban mientras mis dedos se hundían en su carne, su orgasmo creciendo en oleadas que parecían no tener fin. La humedad entre sus muslos aumentó, derramándose sobre mis dedos y mi mano entera que la exploraban sin descanso, sintiendo cada contracción de su interior, cada latido de su lujuria derramándose por completo.

–¡Sí, por Dios! ¡Ahhhhhhhhhhhh! ¡No pares, por favor, no pares!– sus uñas se hundían en mi pezón, y con cada latido de su clítoris, la humedad se derramaba en mis dedos, sus muslos temblaban sin control.

Alba, la segunda virgen, tenía la piel dorada y el cuerpo firme como si estuviera hecho para el pecado. Sus gemidos eran más contenidos al principio, como si intentara luchar contra el placer, pero pronto se dejó llevar. Su pecho subía y bajaba rápidamente, sus pezones endurecidos rozaban mi piel mientras sus caderas se movían desesperadamente buscando el roce perfecto. Mis labios encontraron los suyos y el beso fue un grito sofocado de placer. Su clímax llegó de forma explosiva, su espalda arqueándose, su boca separándose de la mía para liberar un grito ronco. La sentí desmoronarse sobre mí, con su piel brillante de sudor, su mirada perdida en el éxtasis mientras sus dedos aún se aferraban a mis caderas.

–¡Dios, sí! ¡Así, justo ahí! ¡Sigue, no te detengas!– Su clítoris palpitaba mientras los dedos de mi otra mano la llenaban, y ella, completamente desbordada, se desmoronó entre jadeos y temblores.

Valeria, la tercera virgen, de ojos verdes como esmeraldas y cabello rojizo, gimió suavemente cuando mi pie se hundió hasta mi enpeine más profundamente en ella. La sentí apretarse alrededor de mí, sus caderas empujando hacia adelante, su boca entreabierta buscando el aire mientras su cuerpo se agitaba. Sus muslos se cerraron alrededor de mi pie mientras un suspiro largo y tembloroso escapaba de sus labios. Sus pechos temblaban con cada respiración y sus pezones endurecidos parecían arder contra mi piel. Cuando su orgasmo finalmente la alcanzó, fue como una flor abriéndose de golpe, cada pétalo expandiéndose, cada parte de su ser derramándose en la liberación más absoluta. Su grito fue un eco profundo que resonó en mis entrañas, su cuerpo temblando mientras sentía cómo el placer se apoderaba de ella.

–¡Oh Dios, ohhhhhhhhhh, sí! ¡Más! ¡Sigue!– Su cuerpo temblaba violentamente mientras su orgasmo la sacudía desde lo más profundo. Mi pie y sus dedos seguían moviéndose en su interior, sintiendo cómo cada contracción me envolvía.

Sofía, la cuarta virgen, tenía una dulzura que se desmoronaba en su lujuria desenfrenada. Sus manos estaban aferradas a mi otra pierna, sus uñas hundiéndose en mi piel mientras su respiración se volvía jadeante y entrecortada. Sus ojos se cerraron mientras su boca se abrió en una expresión de puro éxtasis. Su orgasmo la atravesó como un rayo, su cuerpo se sacudió violentamente, sus piernas intentando cerrarse, atrapándo mi pie hasta el talón dentro de su concha mientras su interior palpitaba, apretándose y soltándose sin cesar. Sentí cómo se rendía completamente al momento, dejando que su esencia se derramara en un torrente caliente y desesperado, sus gemidos agudos resonaban mientras se aferraba a mí como si fuera su único ancla.

–¡Oh, sí! ¡Dios, más, más! ¡No pares!– Sentí su interior apretarse rítmicamente contra mi pie, mientras sus fluidos corrían por mis dedos hasta mas allá del tobillo.

Clara, la quinta virgen, de piel clara y cabello rubio, era la más vocal de todas. Su placer se expresó en un crescendo de gemidos que se convirtieron en gritos. Su cabeza cayó hacia atrás, su cabello dorado cayendo como una cascada mientras sus ojos se cerraban con fuerza. Sentí su cuerpo tensarse contra el mío, sus pezones rozando mis labios vaginales, creando fricción entre nosotras que la empujaba más cerca del límite. Cuando el orgasmo la alcanzó, su grito fue casi un alarido, su cuerpo se sacudió incontrolablemente, y sentí su humedad derramarse mientras sus caderas se movían espasmódicamente. La calidez de su orgasmo se extendió entre nosotras, sus jadeos resonaban mientras sus labios buscaban los vaginales mpios, hambrientos de más, incluso en medio de su liberación.

–¡Sí, sí, así! ¡Ohhhhhhhhhhhhh, Dios, me muero!– Sus piernas temblaban incontrolablemente, y su humedad se derramaba entre nosotras, mientras su boca buscaba la mía, hambrienta de más. Su grito fue un eco ensordecedor, mezclado con jadeos agudos.

Isabella, la druida del cabello rojo, la sexta y última virgen, era la más reservada, pero cuando el placer finalmente la consumió, fue como un incendio incontrolable. Su piel, normalmente fría al tacto, se volvió ardiente, y sus manos me tiraron hacia ella con una fuerza inesperada. Sus gemidos comenzaron suaves, pero pronto se convirtieron en un rugido de placer que resonó en la habitación. Su cuerpo se apretó contra el mío, cada músculo de su abdomen tensándose, sus caderas empujando hacia mí, buscando más fricción, más contacto. Su clímax fue intenso, su espalda arqueándose mientras su cabeza se echaba hacia atrás, su boca abierta en un grito mudo, y su cuerpo se estremecía en una serie interminable de convulsiones de placer. Sentí sus contracciones profundas mientras mis dedos la llenaban, como si todo su ser se estuviera derramando en esas últimas oleadas de éxtasis.

–¡Sí, ahí, más profundo! ¡Oh, no pares!– Sus músculos se tensaron, sus contracciones profundas abrazaron mis dedos mientras ella se arqueaba, cada embestida de placer la llevaba más allá del límite. Sus gritos llenaron el espacio mientras su cuerpo convulsionaba en una serie interminable de oleadas.

Y así, entre gemidos y gritos, caímos juntas, agotadas, nuestros cuerpos entrelazados, envueltas en el aroma de sudor y fluidos, con los gritos aún resonando en el aire.

Sentía sus respiraciones mezclándose con la mía, sus cuerpos aún pegados al mío, la calidez de sus pieles dándome consuelo.

Sentí cómo la energía se calmaba, como las olas de un mar después de la tormenta. Pero en los ojos de las vírgenes, en sus cuerpos entrelazados con el mío, percibí el anhelo que aún permanecía, el fuego que nunca se extinguía. Me rodearon, susurraron promesas de más, sus labios suaves rozando mi piel mientras sus manos acariciaban cada rincón de mi ser. La calma era solo momentánea, un respiro antes de la próxima tormenta de placer que sabíamos, vendría. Porque en el santuario de las vírgenes, en la piel del vestido, no había límites. Habíamos explorado las profundidades del deseo, pero aún quedaban abismos por conocer.

El vestido era nuestra conexión, nuestra llave para desatar ese abismo. En el centro del templo, con las velas que aún parpadeaban, supe que nunca volveríamos a ser las mismas, que el placer que habíamos compartido nos había transformado. Las vírgenes se recostaron a mi lado, sus cuerpos formando un círculo perfecto, y cerré los ojos, dejándome llevar por la paz momentánea, sabiendo que era solo una pausa, que el deseo volvería a arder con la misma intensidad, y que cada vez que lo hiciera, estaríamos allí, listas para entregarnos de nuevo, para sumergirnos aún más profundamente en este mar de lujuria y devoción que habíamos creado juntas.

gardc-vanC

Soy mujer bisexual

visitas: 17
Categoria: Fantasías
Fecha de Publicación: 2024-10-22 11:10:05
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