Y entre la multitud, la mano de un desconocido se abre paso para tocarme las nalgas, para apretarlas como si temiera no poder volver a tocarlas jamás. Siento un corrientazo atravesandome el cuerpo. Es él, el desconocido me ha transferido con éxito su energía sexual. Siempre pensé que en una situación como esta me enfadaría, que le golpearía la cara al degenerado que se atreviera a usar mi cuerpo como su propiedad; pero, ¡oh sorpresa! Mi permanente disposición sexual se ha impuesto a la razón y heme aquí, rendida ante una mano caliente.
Siento el palpitar de mi vagina, pero su mano se separa de mis nalgas y me asusto, me aterra que se aleje, que pretenda solo un toque furtivo. Quiero más. Quiero que meta la mano entre mi pantalón, quiero que me penetre con los dedos mientros me esfuerzo por aparentar que estoy cansada y aburrida en el largo trayecto del transporte público, quiero esforzarme por no dar la vuelta y montarme en su verga caliente, quiero sentir su verga caliente.
Mi cuerpo, por voluntad propia, da un paso hacia atrás para encontrar la mano de vuelta. ¿No está? Pretendo estirar la columna para buscarla con las nalgas, “tal vez está más lejos”, pienso. ¿No está? Paso mi mano por mi falda ¿¡de verdad no está!? Empiezo a enfadarme. Me dispongo a regresar a mi postura llena de decepción y molestia, pero entonces la siento. No la mano, ¡la verga contra mis nalgas! La verga caliente objeto de mi deseo. Está atrapada entre los pantalones de un hombre que ahora me respira en la oreja izquierda. Mi vagina palpita. “Quiero liberarla” le digo sin pensar mientras siento el calor de su entrepierna en mi mano derecha. Se mueve. Él mete su lengua en mi oreja, se me escapa un pequeño gemido y mi mano aprieta su verga con tanto deseo que él no tiene más opción sino girarme y besarme. Me tiemblen las piernas. Estoy mojada. Tengo calor. No sé en qué parte de la ciudad estamos, le tomo la mano y le digo “llegamos”. Timbro. Nos bajamos. Follamos.