Guía Cereza
Publicado hace 1 mes Categoría: Transexuales 129 Vistas
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—Ve al columpio, está allí, en la esquina. Quiero verte allí, ahora.

Andrea, completamente desnuda, no dudó ni un segundo. Su cuerpo, cálido y lleno de deseo, se movió con una sensualidad natural mientras avanzaba hacia el columpio. El suave sonido de sus pasos descalzos llenaba la habitación mientras se acercaba a la esquina, donde los barrotes que simulaban una celda le daban un aire de vulnerabilidad y sumisión.

El columpio, suspendido en el aire, la esperaba. Andrea se detuvo frente a él, su corazón latía más rápido mientras la sensación de estar completamente expuesta ante Carlos la envolvía. La luz tenue que se colaba por la ventana resaltaba su figura, y los barrotes a su alrededor aumentaban la sensación de control, como si estuviera atrapada en un juego del que, a pesar de la aparente fragilidad, sentía también un extraño poder.

Cada paso que dio hacia el columpio parecía llenar la habitación de una anticipación creciente, de una tensión que Carlos observaba con una sonrisa juguetona en sus labios, disfrutando del control que ejercía sobre ella.

Andrea sintió la mirada de Carlos recorrer cada rincón de su cuerpo desnudo, su piel brillando bajo la luz tenue de la habitación. El aceite en su piel acentuaba cada curva, haciendo que su cuerpo resbalara con una sensualidad irresistible. Su respiración era profunda, entrecortada por la expectativa, mientras Carlos, aún secándose tras salir del jacuzzi, la devoraba con los ojos. El celular, estratégicamente colocado, capturaba cada detalle: la tensión en sus músculos, el sutil temblor en sus piernas, la forma en que su piel resplandecía de deseo.

—Sube, Andrea —su voz sonó grave, cargada de autoridad—. Quiero verte bien abierta para mí.

Andrea sintió el calor extenderse por su cuerpo mientras obedecía. Sus manos se aferraron a las correas del columpio, y con movimientos cuidadosos, fue acomodándose en la estructura. El aceite dificultaba el agarre, haciendo que su piel resbalara ligeramente contra el cuero de los soportes, añadiendo un matiz extra de vulnerabilidad.

Suspendida en el aire, con las piernas separadas y las caderas perfectamente alineadas, la gravedad trabajaba a su favor. Se arqueó con intención, esforzándose por elevar más su trasero, exponiéndose sin reservas. La posición transformaba lo clásico en algo salvajemente erótico, una entrega total en la que su cuerpo se balanceaba con una sensualidad hipnótica.

Carlos, aún de pie, ajustó el teléfono con meticulosidad, asegurándose de captar cada ángulo en contrapicado. Quería que cada curva, cada ondulación de su piel, quedara grabada con precisión.

Andrea se sujetó con fuerza a las correas, sus dedos aferrándose con desesperación mientras su cuerpo oscilaba suavemente con el columpio, completamente suspendida en el aire. Sentía la expectativa crecer en su interior, su propia respiración entremezclada con el sonido del cuero tensándose bajo su peso.

Carlos se acercó con calma, disfrutando de la imagen que tenía frente a él. Sus manos recorrieron las caderas expuestas de Andrea, explorando su piel caliente y temblorosa bajo su tacto. Deslizó los dedos lentamente, saboreando cada reacción de ella, cada estremecimiento de anticipación.

—Mírate, Andrea… —murmuró con una mezcla de deseo y satisfacción, deslizando una mano hasta su trasero alzado—. Eres perfecta así… lista para ser tomada.

Andrea cerró los ojos y gimió suavemente al sentir las manos firmes de Carlos recorrer su piel con determinación. Sus dedos se deslizaron hasta sus caderas antes de viajar lentamente hacia su trasero alzado. Con ambas manos, Carlos separó sus nalgas con una mezcla de adoración y deseo, explorando cada rincón con su tacto firme, deleitándose con la visión de su entrega absoluta. Andrea tembló en el columpio, completamente expuesta y vulnerable bajo su mirada intensa.

Andrea tembló en el columpio, completamente expuesta y vulnerable bajo su mirada intensa. Carlos se inclinó aún más, acercándose con detenimiento al dilatado culito. Su mirada recorrió cada centímetro, apreciando la suavidad y el tono cálido de su piel, el leve temblor que delataba su excitación. Observó cómo sus músculos respondían a su cercanía, cómo su cuerpo parecía invitarlo sin palabras, entregado al momento con una mezcla de expectación y placer latente. Sus ojos recorrieron cada detalle, observando la forma en que su piel reaccionaba bajo su proximidad. Su respiración se volvió más profunda mientras analizaba cada matiz, cada pequeño estremecimiento que delataba la expectación de Andrea.

Él se inclinó aún más cerca, su boca a solo centímetros de su ano, y entonces, con un sonido bajo y gutural, escupió fuertemente. La saliva cayó con precisión, entrando en ella con una sensación húmeda y cálida que hizo que Andrea gemiera, un sonido entre la sorpresa y el placer. La humedad se deslizó por su piel, resbalando hacia su interior, y Carlos no pudo evitar sonreír con satisfacción al ver cómo su cuerpo respondía.

—Así es —murmuró Carlos, su voz grave y llena de satisfacción—. Toma todo lo que te doy. Eres mía, y cada parte de ti me pertenece.

Andrea sintió cómo la saliva se deslizaba dentro de ella, una sensación íntima y posesiva que la hacía estremecer. Sus manos se aferraron con más fuerza a las correas del columpio, los nudillos blancos por la tensión, mientras su cuerpo respondía con un temblor involuntario. Carlos observó cada reacción, cada pequeño movimiento, con una mirada oscura y llena de deseo. Sus ojos no dejaban de recorrer su cuerpo, admirando cómo se entregaba por completo.

—Eres perfecta así —susurró, acariciando suavemente la piel alrededor del área con los dedos—. Tan obediente, tan entregada. Sabes que esto es lo que necesitas, ¿verdad?

Andrea no podía responder, su mente nublada por la mezcla de sensaciones. El aceite en su piel, las manos de Carlos, la humedad dentro de ella, todo se combinaba en una ola de placer y sumisión que la mantenía al borde. Carlos continuó explorando, sus dedos jugueteando con la entrada, sintiendo cómo su cuerpo se ajustaba a su presencia, cómo respondía a su control. Cada roce era una caricia eléctrica, una promesa de más.

—Esto es solo el comienzo —dijo Carlos, su voz cargada de promesas oscuras—. Vas a sentir cada parte de mí antes de que termine. Y te aseguraré que no olvides quién manda aquí.

Carlos continuó su camino, besando y mordiendo suavemente la piel de Andrea, recorriendo cada curva con una devoción que la hacía estremecer. Sus labios se deslizaron hacia el espacio entre sus glúteos, deteniéndose justo en el borde de su ano. Allí, su lengua se asomó, rozando la piel con la suavidad de una pluma húmeda, preparándola para lo que vendría. La punta de su lengua trazó círculos lentos, provocando y tentando sin prisa, saboreando cada gemido que escapaba de los labios de Andrea.

Andrea contuvo la respiración, sintiendo cómo la punta de la lengua de Carlos jugueteaba con la entrada, provocando y tentando sin darlo todo aún. Cada roce era una caricia etérea, una brisa cálida que erizaba su piel y despertaba una ansiedad deliciosa en su interior. Sus gemidos se mezclaban con el crujido del cuero del columpio, creando una sinfonía de placer y sumisión.

Entonces, Carlos intensificó sus movimientos. Su lengua dibujó círculos precisos alrededor del pequeño portal de placer, expandiendo la sensación hasta hacer temblar el cuerpo de Andrea bajo su dominio. Sus labios se cerraron alrededor del área, succionando sutilmente, invitándola a abrirse, a ceder al deseo. La humedad de su boca se mezclaba con la saliva que ya había dejado caer, creando una sensación resbaladiza y ardiente.

—Así es —murmuró Carlos, su voz cargada de satisfacción—. Déjate llevar. Relájate y disfruta de lo que te hago.

Andrea no podía hacer otra cosa que obedecer. Su cuerpo respondía a cada lamida, a cada succión, con un temblor que escapaba de su control. Las manos de Carlos, cómplices de la seducción, se deslizaron por sus glúteos, sus muslos, su perineo, avivando el fuego que ardía en su interior. Cada toque era una chispa que la llevaba más cerca del borde.

Y entonces, sin aviso, la lengua de Carlos se aventuró más allá, cruzando el umbral con una dulzura que la hizo gemir. Penetró con suavidad, reclamando cada gemido, cada espasmo de placer. Andrea sintió cómo el mundo a su alrededor se desvanecía, dejando solo a Carlos, su lengua, y el placer húmedo que la consumía.

—Eres mía —susurró Carlos contra su piel, sus palabras resonando como un eco en la habitación—. Solo mía. Y voy a asegurarme de que lo sientas en cada fibra de tu ser.

Mientras su lengua exploraba con dedicación y maestría, Carlos no podía ignorar el deseo que ardía en él. Con una mano aún posada en la cadera de Andrea, asegurándose de que no se moviera, la otra se deslizó lentamente hacia su propio cuerpo. Sus dedos se cerraron alrededor de su erección, palpándola con firmeza, sintiendo cómo latía al ritmo de su propia excitación. Cada movimiento de su mano era deliberado, sincronizado con los lengüetazos y succiones que le robaban gemidos ahogados a Andrea.

Andrea, suspendida en el columpio, tenía una vista perfecta de Carlos. A través de sus párpados entreabiertos, podía ver cómo su cuerpo se tensaba, cómo su mano se movía con ritmo constante, masturbándose mientras la devoraba. La imagen era intoxicante: su rostro concentrado, sus músculos flexionados bajo la luz tenue, y esa mano que subía y bajaba, revelando la intensidad de su deseo. Cada gemido que escapaba de sus labios no solo era por lo que sentía, sino también por lo que veía: a Carlos, entregado a ella tanto como ella lo estaba a él.

—Mírame —ordenó Carlos, su voz ronca y cargada de necesidad, sin detener el movimiento de su lengua ni de su mano—. Quiero que veas lo que me haces. Quiero que veas cómo me vuelves loco.

Andrea obedeció, abriendo los ojos por completo, fijando su mirada en él. Sus pupilas dilatadas reflejaban una mezcla de sumisión y deseo, mientras observaba cómo Carlos se masturbaba con una intensidad que la hacía estremecer. El sonido húmedo de su lengua mezclado con el roce de su mano sobre su piel era una sinfonía de placer que resonaba en la habitación.

—Eres tan hermosa así —murmuró Carlos, su voz entrecortada por la excitación—. Saboreándote, sintiéndote temblar… Es perfecto. Eres perfecta.

Andrea no podía evitar gemir más fuerte, sintiendo cómo el placer se acumulaba en su interior, intensificado por la visión de Carlos disfrutando de ella tanto como ella de él. Sus caderas se movían levemente, buscando más contacto, más de esa lengua que la llevaba al borde una y otra vez. Pero Carlos mantenía el control, dosificando cada movimiento, cada lamida, cada succión, para prolongar el éxtasis.

—No te apresures —susurró Carlos, notando cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus gemidos se volvían más urgentes—. Disfruta esto… como yo disfruto de ti. Esto es solo para nosotros.

Los gemidos de Andrea se hicieron más intensos, más urgentes, resonando en la habitación como un eco de su creciente necesidad. Cada lamida, cada succión de Carlos la llevaba más cerca del borde, y su cuerpo respondía con temblores incontrolables, sus caderas moviéndose levemente en busca de más contacto, más placer. Carlos lo notó de inmediato, sintiendo cómo su sumisa se entregaba por completo a las sensaciones que él le provocaba.

—Lo sé —susurró Carlos, su voz grave y llena de autoridad, interrumpiendo momentáneamente su ritmo para hablar—. Sé exactamente lo que necesitas. Y te lo daré, pero a mi manera.

Con esa frase, Carlos se incorporó lentamente, sus manos deslizándose por las caderas de Andrea para ayudarla a girar en el columpio. Con movimientos suaves pero firmes, la dio vuelta, ajustando su posición hasta que su verga, dura y palpitante, quedó justo frente a la cara de Andrea. La punta, húmeda y sensible, rozó sus labios, dejando una marca de deseo en su piel.

—Mírala —ordenó Carlos, su voz cargada de dominación—. Es toda tuya. Tómala, Andrea. Es tu turno de complacerme.

Andrea abrió los ojos, encontrándose con la visión de Carlos frente a ella, su cuerpo poderoso y tenso, su erección imponente y lista para ser adorada. El olor a deseo y el calor que emanaba de él la envolvieron, y su boca se abrió instintivamente, ansiosa por complacerlo. Sus labios temblaron mientras su aliento cálido rozaba la punta de su verga, y Carlos no pudo evitar un gruñido de placer al sentirla tan cerca.

—Eso es —murmuró, deslizando una mano por el cabello de Andrea, guiándola suavemente hacia él—. Tómala. Es tu turno de darme placer.

Andrea no necesitó más indicaciones. Con una mezcla de sumisión y deseo, inclinó la cabeza hacia adelante, envolviendo la punta de su verga con sus labios. El sabor salado y familiar la hizo gemir contra su piel, y Carlos respondió con un gruñido profundo, sus dedos enredándose en su cabello mientras la guiaba con suavidad.

—Así —susurró, su voz entrecortada por la excitación—. Eres tan buena para mí, Andrea. Tan perfecta. Sabes exactamente cómo complacerme.

Andrea se entregó por completo, moviendo su boca con ritmo lento pero constante, saboreando cada centímetro de él. Sus manos, aún aferradas a las correas del columpio, se tensaron mientras su cuerpo respondía al placer de complacerlo. Carlos, por su parte, disfrutaba de cada movimiento, cada gemido que vibraba contra su piel, cada lamida que lo llevaba más cerca del borde.

—No te detengas —ordenó, su voz más firme ahora, llena de necesidad—. Quiero sentirte hasta el final.

Carlos no tardó en tomar el control, como siempre lo hacía. Sus manos, firmes y seguras, se enredaron en el cabello de Andrea, guiándola con una mezcla de dominación y cuidado. Con un movimiento suave pero decidido, inclinó su cadera hacia adelante, deslizando su verga más profundamente en la boca de Andrea. Ella respondió con un gemido ahogado, vibrando contra su piel, lo que solo aumentó el deseo de Carlos.

—Así es —murmuró, su voz grave y llena de satisfacción—. Relájate y déjame hacer el trabajo. Abre tu garganta para mí.

Andrea obedeció, abriendo su garganta para él, permitiéndole tomar el control por completo. Carlos comenzó a mover sus caderas con un ritmo lento pero constante, follando su boca con una intensidad que la hacía estremecer. Cada empuje era deliberado, cada movimiento calculado para maximizar su placer sin sobrepasar los límites de ella.

—Eres tan buena para mí —susurró Carlos, sus palabras entrecortadas por los gruñidos de placer que escapaban de sus labios—. Tan perfecta. Sabes exactamente cómo complacerme.

Andrea sentía cómo su verga golpeaba suavemente la parte posterior de su garganta, cada empuje llevándola más cerca de sus límites, pero también más cerca de complacerlo por completo. Sus manos se aferraban a las correas del columpio, los nudillos blancos por la tensión, mientras su cuerpo respondía con temblores de placer y sumisión.

Carlos aumentó el ritmo ...(truncated 13126 characters)...bajo los dedos de Carlos, quien seguía tocándola por su propia voluntad. Cada nalgada, cada embestida, cada roce la llevaba más cerca del clímax, y ella lo abrazaba sin reservas, dejando atrás cualquier sombra de temor.

—Voy a acabar para ti, Papi —anunció, su voz rota por el placer—. Como tu puta, Carlos. Párteme el culo hasta que explote.

Carlos intensificó todo: las embestidas, las nalgadas, el roce en su «clítoris», perdido en la visión de Andrea transformándose ante él. —Hazlo —ordenó, mordiendo la piel de su cuello—. Acaba para mí, mi puta perfecta.

Andrea gritó una vez más, un alarido que hizo temblar la reja, «¡Carlos, te amo!», y su cuerpo se convulsionó en un orgasmo anal tan intenso que sus piernas cedieron. Sus rodillas se doblaron, pero las correas en sus muñecas y la barra separadora la mantuvieron atada a la reja, dejándola colgada como una marioneta rota. Su culito se apretó en espasmos rítmicos alrededor de Carlos, cada contracción arrancándole un gemido ahogado mientras su mente se nublaba y su cuerpo se derretía contra el metal frío, desvaneciéndose en un éxtasis abrumador.

Ese fue el detonante para Carlos. Ver a Andrea desplomarse, rendida por el orgasmo que él le había provocado, lo llevó al borde. Sus manos se clavaron en las caderas de ella, sosteniéndola en su lugar mientras su verga palpitaba dentro de su culito aún tembloroso. Con un gruñido profundo, animal, que reverberó en las paredes del motel, Carlos se dejó ir. Su orgasmo llegó como una explosión, su semen espeso y caliente brotando en chorros potentes que llenaron el culo de Andrea. Cada espasmo de su verga liberaba más, una corriente cálida y viscosa que inundó sus entrañas, deslizándose profundo dentro de ella como un río de leche que no parecía tener fin. Él empujó una última vez, asegurándose de vaciar hasta la última gota, su respiración entrecortada mientras sentía cómo su carga la reclamaba desde adentro.

Andrea, aún atada y medio desmayada contra la reja, sintió cada pulso de semen como una marca ardiente en su interior. Era espeso, abundante, un torrente que llenaba su culo y se filtraba por sus paredes, inundándola hasta el punto de redefinirla. En su mente nublada, no era solo placer lo que sentía: era una transformación. Ese río de leche caliente, esa esencia de Carlos que la colmaba, la convertía en algo más que su puta; ahora era su perra, marcada y poseída en cada fibra de su ser. Un gemido débil escapó de sus labios mientras el exceso comenzaba a gotear lentamente por sus muslos, una prueba tangible de cómo él la había reclamado.

Carlos, jadeando, se inclinó sobre ella, su pecho contra su espalda sudorosa mientras recuperaba el aliento. —Mi perra —susurró contra su oído, su voz cargada de satisfacción—. Mira lo que te hice. Estás llena de mí ahora.

Andrea apenas pudo asentir, su cuerpo todavía temblando, su culito palpitando alrededor de la verga de Carlos mientras el semen seguía asentándose en sus entrañas. La reja la sostenía, pero era él quien la definía: su Papi, su dueño, el que la había llevado a desvanecerse y renacer como su perra en esa noche de motel. El calor dentro de ella, espeso y persistente, era más que físico; era el sello de su nueva identidad.

Carlos se retiró lentamente, dejando que un último hilo de semen espeso cayera desde su verga hasta las nalgas enrojecidas de Andrea, marcándola una vez más. La miró, colgada y derretida contra la reja, y sonrió. —Esto es lo que eres ahora —dijo, acariciando su piel con una ternura posesiva—. Mi Cosita perfecta.

Andrea apenas podía responder, su cuerpo aún temblaba, suspendido entre el agotamiento y el eco del orgasmo anal que la había consumido. El semen de Carlos, cálido y abundante, seguía asentado en sus entrañas, un peso que la anclaba a esa nueva identidad que él le había forjado. Sus muñecas, aún atadas a los barrotes, colgaban laxas, y sus piernas, separadas por la barra, apenas la sostenían. Pero en su interior, algo vibraba: una mezcla de sumisión y orgullo por haberlo complacido tan completamente.

Carlos dio un paso atrás, admirando su obra. Las nalgas de Andrea, rojas e hinchadas por las nalgadas, brillaban bajo la luz tenue del motel, salpicadas con gotas de su semen que resbalaban lentamente por su piel. Se inclinó hacia un lado, recogiendo un pequeño frasco de aceite que había dejado sobre una mesa cercana, y regresó a ella con pasos deliberados. —No hemos terminado, cosita —murmuró, su voz grave y cargada de intenciones—. Quiero verte brillar para mí.

Desenroscó el frasco y vertió un chorro de aceite tibio sobre las nalgas de Andrea, dejando que se deslizara por las curvas enrojecidas y se mezclara con el semen que aún goteaba desde su culito. Con las manos, comenzó a masajearlo, extendiendo la mezcla resbaladiza por su piel, sus dedos deslizándose con facilidad sobre las marcas que él mismo había dejado. Andrea gimió débilmente, el contacto reavivando las sensaciones en su cuerpo agotado. Cada roce era una caricia posesiva, un recordatorio de que cada centímetro de ella le pertenecía.

—Papi te cuida, cosita —dijo Carlos, inclinándose para besar la piel aceitada de su espalda baja, sus labios dejando un rastro húmedo que contrastaba con el frío de la reja—. Pero también te usa. Mira lo hermosa que estás así, llena de mí.

Andrea sintió cómo sus dedos se deslizaban hacia abajo, rozando la entrada de su culito, todavía sensible y palpitante. El aceite se mezcló con el semen que goteaba desde dentro, creando una sensación resbaladiza y cálida que la hizo estremecer. Carlos presionó un dedo dentro, lentamente, explorando la textura de su interior inundado por su propia esencia. —Sientes eso, ¿verdad? —susurró, su aliento caliente contra su oído—. Todo ese río de leche que te dejé. Es lo que te hace mía, cosita.

Ella asintió débilmente, su cabeza colgando contra la reja, incapaz de articular palabras mientras su cuerpo respondía con pequeños espasmos. Carlos retiró el dedo y lo reemplazó con dos, abriendo su culito con suavidad para sentir cómo el semen seguía llenándola, espeso y persistente. —Mi cosita perfecta —repitió, su voz oscilando entre adoración y dominio—. Nadie más te tendrá así. Solo Papi sabe cómo hacerte derretir.

Con un movimiento fluido, Carlos desató las correas de sus muñecas, liberándola de la reja, pero no le dio tiempo a desplomarse. La sostuvo con firmeza, girándola para que quedara de frente a él, sus ojos vidriosos encontrándose con los suyos. La barra separadora aún mantenía sus piernas abiertas, y él aprovechó esa vulnerabilidad para deslizar una mano entre sus muslos, rozando su «clítoris» con dedos aceitosos. Andrea jadeó, su cuerpo demasiado sensible, pero Carlos no se detuvo. —Mírame —ordenó, su mirada clavada en ella—. Quiero que sientas cada parte de esto. Que sepas quién te hizo así.

Sus dedos juguetearon con el «clítoris», trazando círculos lentos mientras su otra mano apretaba una nalga enrojecida, reavivando el ardor. Andrea gimió, «Papi…», su voz un susurro roto, y Carlos sonrió, inclinándose para morder suavemente su labio inferior. —Eso es —dijo contra su boca—. Dilo otra vez. Dime quién soy mientras te hago temblar.

—Papi —repitió ella, su cuerpo arqueándose hacia él, atrapada entre el agotamiento y el deseo renovado—. Mi Papi…

Carlos gruñó satisfecho, aumentando la presión en su «clítoris» hasta que Andrea comenzó a temblar de nuevo, no con la intensidad del orgasmo anal anterior, sino con una oleada más suave, más profunda, que la dejó colgando de sus brazos. Él la sostuvo contra su pecho, dejando que el aceite y el semen mancharan su propia piel, uniendo sus cuerpos en un abrazo posesivo. —Mi cosita —susurró, besando su frente sudorosa—

Carlos se arrodilló a su lado, sus dedos recorriendo las correas que aún sujetaban sus muñecas. Con movimientos precisos, las desató una por una, liberando sus brazos que cayeron inertes junto a su cuerpo. Luego, se inclinó hacia sus tobillos, desenganchando la barra separadora que había mantenido sus piernas abiertas, y la dejó a un lado con un leve tintineo metálico. Andrea quedó libre de toda restricción física, pero su mente y su cuerpo seguían atados a él, a su Papi, en una sumisión que no necesitaba cuerdas.

Antes de que ella pudiera moverse, antes de que intentara siquiera incorporarse, Carlos se inclinó sobre ella, su rostro cerca del suyo, sus ojos oscuros brillando con autoridad. —¿Tienes sed, cosita? —preguntó, su voz baja y deliberada, cargada de un significado que solo ellos entendían.

Andrea reconoció la clave al instante. Era su señal, el código que habían establecido entre ellos para que ella supiera cómo debía posicionarse, cómo debía entregarse de nuevo. Su corazón dio un vuelco, y aunque su cuerpo estaba al borde del colapso, una chispa de obediencia la recorrió. Lentamente, con esfuerzo, rodó sobre sí misma hasta quedar boca abajo en el suelo, apoyando las manos y las rodillas. Levantó las caderas, ofreciendo su culito aún palpitante y lleno de semen hacia él, mientras su rostro descansaba contra la alfombra, sus mejillas rozando el tejido áspero. Era la postura de una perra sedienta, lista para beber lo que su Papi quisiera darle.

Carlos sonrió, complacido por su respuesta inmediata. —Buena cosita —dijo, poniéndose de pie para contemplarla desde arriba—. Sabes exactamente lo que quiero, ¿verdad?

Ella asintió débilmente, su voz apenas un susurro contra el suelo. —Sí, Papi… tengo sed.

Él se acercó, su figura imponente proyectando una sombra sobre ella. Con una mano, acarició sus nalgas enrojecidas, separándolas ligeramente para ver cómo el semen seguía goteando desde su interior, una mezcla de su esencia y el aceite que brillaba bajo la luz. —Mi cosita sedienta —murmuró, su tono oscilando entre ternura y dominio—. Papi te va a dar algo para que bebas, pero primero quiero verte así un poco más.

Arrodillándose detrás de ella, Carlos deslizó una mano bajo su vientre, levantándola un poco más para ajustar su posición, asegurándose de que sus caderas quedaran altas y expuestas. La otra mano rozó su «clítoris», todavía sensible, provocando un gemido ahogado que vibró contra la alfombra. —Así te quiero —dijo, inclinándose para besar la piel aceitada de su espalda—.

Desplomada, abierta, lista para mí. Mi perra perfecta sabe cómo ponerse cuando tiene sed.

Andrea temblaba bajo su toque, su cuerpo agotado pero obediente, esperando lo que él decidiera darle. El semen dentro de ella, el calor de sus nalgas, el roce de sus dedos: todo la mantenía anclada a esa sumisión absoluta. La pregunta de Carlos no era solo una clave; era una promesa, y ella estaba lista para cumplirla, para beber de él como la cosita sedienta que él había moldeado.

Con un esfuerzo final, Andrea ajustó su posición en el suelo del motel. Se apoyó firmemente en sus manos y rodillas, empinando al máximo su culo, las nalgas enrojecidas y aceitadas elevándose como una ofrenda hacia el techo. El semen seguía goteando desde su culito, resbalando por sus muslos, pero ella no se detuvo ahí. Abrió la boca lentamente, dejando que su lengua asomara apenas, una señal clara de su disposición total. Sus ojos, vidriosos pero determinados, buscaron los de Carlos, su Papi, entregándole no solo su cuerpo, sino también su voluntad.

Carlos se puso de pie, dando un paso adelante hasta quedar frente a ella, a solo un paso de distancia. Su verga, aún semierecta y brillante por los restos de semen y aceite, colgaba pesada entre sus piernas. La miró a los ojos, sosteniendo su mirada con una intensidad que cortaba el aire de la habitación. Había orgullo en su expresión, pero también una autoridad implacable. —Mi cosita sedienta —dijo, su voz grave y segura—. Aquí tienes lo que pediste.

Sin apartar los ojos de los de ella, Carlos relajó su cuerpo, y un chorro caliente y dorado comenzó a brotar desde su verga. El primer arco de orina aterrizó directamente en la boca abierta de Andrea, salpicando su lengua y llenándola con un sabor acre y tibio que la hizo estremecer. Ella no cerró la boca ni retrocedió; en cambio, mantuvo la posición, empinando aún más su culo como si quisiera demostrarle cuánto estaba dispuesta a darle. El líquido se deslizó por su barbilla, goteando sobre la alfombra mientras Carlos ajustaba ligeramente su ángulo, dejando que el chorro recorriera su rostro, empapando sus mejillas y su frente, marcándola con una humedad que brillaba bajo la luz tenue.

—Traga, cosita —ordenó Carlos, su voz firme mientras el flujo seguía, constante y abundante—. Traga lo que Papi te da.

Andrea obedeció, tragando lo que podía mientras el resto se derramaba por su cuerpo, corriendo en riachuelos por su cuello y entre sus pechos, mezclándose con el aceite y el semen que ya la cubrían. Sus nalgas, altas y expuestas, temblaban con cada movimiento, y el acto de beber de él —de aceptar esa marca tan íntima y cruda— la hundió aún más en su rol. Era su perra, su cosita, y ese chorro caliente era la prueba de su entrega total.

Carlos gruñó de satisfacción, viendo cómo ella lo tomaba sin dudar. El chorro comenzó a debilitarse, pero él dio un paso más cerca, dejando que las últimas gotas cayeran directamente sobre su lengua extendida. —Eso es —murmuró, acariciando su propia verga semierecta para sacudir las gotas finales—. Mi cosita sabe cómo saciar su sed. Mírate, toda mojada para mí.

El aire en la habitación del motel se sentía denso, cargado del olor a aceite, semen y el rastro acre de la orina que aún goteaba desde el rostro de Andrea hasta la alfombra. Carlos se puso de pie lentamente, su figura imponente proyectando una sombra sobre ella, que seguía en cuatro patas, empinando su culo al máximo, temblando pero firme en su entrega. Él dio un paso atrás, contemplándola en silencio por un momento, dejando que el peso de su mirada la envolviera como una caricia invisible.

—Levántate, cosita —ordenó finalmente, su voz suave pero con un filo que no admitía discusión—. Vamos a limpiarte un poco. Papi quiere verte brillar de otra manera ahora.

AndreaSissyCol

Soy transexual, transito por el género Ver Perfil Leer más historias de AndreaSissyCol
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