Guía Cereza
Publicado hace 1 mes Categoría: Transexuales 224 Vistas
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El miedo se apoderó de Andrea como una ola fría que le recorrió la espalda. Miró el reloj barato en la mesita del motel y vio que era casi mediodía. Estaba en pleno corazón de Chapinero, un viernes, y al salir las calles estarían abarrotadas de gente: oficinistas apresurados, vendedores ambulantes, estudiantes llenando las aceras. El bullicio de Bogotá en su máxima expresión. Pero esta vez era diferente. Estaba sola, sin la compañía de Carlos, cuya presencia siempre le había dado el valor para enfrentar el mundo exterior. Esta era su primera salida transformada, y la idea de cruzar esas puertas sin él la llenaba de una angustia que le apretaba el pecho.

Se levantó de la cama con el cuerpo aún pesado, las piernas temblándole, no solo por el agotamiento del encuentro, sino por los nervios que empezaban a traicionarla. Se vistió con prisa, las manos torpes mientras buscaba su ropa en el piso, al lado del tubo de streptease, justo frente a la cama. Encontró el corsé entre el montón; lo tomó y lo ajustó a su cintura, atando los cordones con rapidez. Luego, recogió el brasier, se lo puso sobre el pecho, cubriéndose sin pensarlo. La tanga estaba ahí mismo; la deslizó por sus piernas, subiéndola de un tirón.

La camiseta estaba arrugada junto al resto; se la pasó por la cabeza, acomodándola sin fijarse en los detalles, tanto que se la puso al revés. Los leggings estaban cerca del tubo; se sentó en la cama para ponérselos, sintiendo el material pegándose a la piel. La chaqueta yacía al final de la pila; la levantó y se la echó encima. Los tacones estaban volcados al lado del jacuzzi; se los calzó con prisa, tambaleándose un instante al ponerse de pie.

Entre las sábanas, sus dedos encontraron el plug metálico, pero no se detuvo; lo guardó en una bolsa de plástico que encontró sobre una mesa. Recogió los accesorios que estaban en el piso y se los puso con movimientos nerviosos. Esa ropa, que antes le había dado poder, ahora le parecía una armadura no solo insuficiente sino demasiado reveladora de su debilidad. Se miró en uno de los espejos de la pared, ajustándose el cabello con dedos temblorosos, y respiró hondo, tratando de encontrar en su reflejo algo de la valentía que había sentido con Carlos la noche anterior. Pero el silencio del motel, roto solo por el zumbido lejano del transmilenio, le recordaba que estaba sola, expuesta, a punto de dar un paso que no podía deshacer.

Antes de salir, tocó su pecho y el vacío le hizo contener el aliento. No estaba la medalla en forma de corazón que Carlos le había dado la tarde anterior. Sintió un vértigo extraño, una punzada en el vientre que la lanzó al suelo. A cuatro patas, con la respiración entrecortada, rastreó el piso con manos temblorosas, sintiendo el polvo y la humedad impregnarse en su piel. La encontró junto a la reja, al lado del columpio, brillando como una reliquia caída de algún altar profano. La tomó con devoción y la abrochó tras su cuello, como si atara su cuerpo a una promesa silenciosa. Apretó la medallita entre los dedos, la frotó con las yemas y dejó que el dorado de las letras se le impregnara en la piel. «Cosita». Leyó en voz baja, como una oración secreta. Cerró los ojos y, con el fervor de quien se encomienda a dios, se llenó de un coraje casi sagrado antes de cruzar la puerta.

Al salir, el ascensor la recibió con el eco ardiente de la noche anterior. En sus paredes de espejo aún parecían vibrar los gemidos ahogados, el roce de sus cuerpos y la urgencia de aquellos besos que Carlos le estampó con hambre. Andrea pasó la lengua por sus labios, como si pudiera saborear aún el rastro de su boca, pero se obligó a recomponerse.

Al llegar a la recepción, el encargado la llamó con un leve gesto, una sonrisa cómplice en los labios. Sobre el mostrador, una tote bag de tela oscura la esperaba como un secreto a punto de revelarse. La tomó con curiosidad y sintió dentro el peso de un obsequio inesperado.

Al abrirla, el terciopelo de una pequeña caja rozó sus dedos junto a un envoltorio de tela. Dentro, un disfraz de Blancanieves con su faldita breve y escote coqueto, acompañado de un vibrador reluciente. Andrea sintió un cosquilleo recorrerle la piel, una mezcla de timidez y anticipación.

Entre los objetos, una nota escrita con trazos apresurados:

«Me haces muy feliz, Cosita mía. TQM.»

Andrea sonrió, aún envuelta en el éxtasis de la noche anterior. Algo dentro de ella se templaba, una mezcla de poder y deseo que Carlos había despertado en el motel, donde se había dejado llevar, comportándose como él quería: libre, provocadora, una puta en sus ojos. Sostuvo la bolsa contra su pecho y, de repente, el miedo dejó de existir. Salió con paso firme, sus tacones resonando con determinación sobre el pavimento. La sonrisa amplia en su rostro dejaba traslucir su felicidad. En la esquina, alzó la mano y detuvo un taxi. Se inclinó tras el conductor y dijo, con voz resuelta: «Acá arribita, a Rosales». El taxi arrancó, y ella, todavía saboreando la promesa de Carlos, se puso sus lentes de sol y se dejó llevar.

El mediodía en Bogotá envolvía la ciudad en una luz clara y fría. El sol brillaba sin calentar demasiado, filtrado por una brisa suave que traía el aroma de eucaliptos y concreto húmedo. El taxi, un sedán viejo con el tapizado desgastado, avanzaba lentamente, atrapado en un trancón por la 72. El motor traqueteaba, y el aire fresco se colaba por la ventana entreabierta, rozando las piernas de Andrea bajo sus leggins. Sentada en el asiento trasero, la tela áspera le irritaba la piel, y la tensión comenzó a acumularse desde que subió al vehículo, opacando el placer que aún reverberaba en su cuerpo.

El taxista, un hombre de rostro anguloso y dedos manchados de nicotina, giró el retrovisor hacia ella. Sus ojos la atraparon de inmediato, cargados de un deseo descarnado que contrastaba con la euforia que Carlos le había dejado. Andrea sintió cómo la desnudaba sin permiso, cómo sus pupilas se detenían en el escote que dejaba entrever la curva de sus pequeños pechos, cómo bajaban por su cintura hasta imaginar el contorno de sus caderas bajo el pantalón ajustado. Le asqueaba esa mirada, esa invasión burda, tan distinta de la adoración calculada de Carlos. Y, sin embargo, una parte de ella —la que había jugado a ser vista en el motel— se regodeaba en el efecto que causaba, aunque el hombre tras el volante le repugnara.

El trancón los mantenía inmóviles, y él, confiado en la impunidad de su pequeño dominio, no se contuvo. Con una voz ronca que rasgaba el aire quieto del mediodía, le soltó palabras crudas, lujuria pura que se pegaba al ambiente como un eco sucio.

—Voy a abrirte ese culo tan rico con mi lengua hasta que esté bien mojado, y luego te voy a meter la verga tan profundo que vas a sentirme en la garganta mientras te hago gemir como puta —dijo, sus labios curvándose en una sonrisa torcida, los ojos fijos en ella como si ya la tuviera bajo su control.

Andrea apretó los labios, una furia helada subiéndole por el pecho, tan fría como el viento que soplaba afuera. Él no paró. Mientras tamborileaba el volante con una calma irritante, alargando el momento en el tráfico detenido, masculló otra vulgaridad entre dientes.

—Quisiera que me chupes la verga tan duro que me dejes babeando, y luego te voy a llenar la boca de leche hasta que te atragantes y sigas pidiendo más.

Las imágenes explícitas se colaron en su mente: su lengua, su miembro, su fantasía grotesca reclamándola. Eran palabras que, en otro contexto, con Carlos, habrían sido un juego, un eco de lo que ella misma había provocado. Pero aquí, en ese taxi destartalado, solo le provocaban náuseas. No le daría la satisfacción de una respuesta. No iba a rebajarse a discutir con alguien cuya audacia dependía de un volante y un espejo empañado.

Cuando el tráfico finalmente cedió y el taxi se acercó a su destino, Andrea sacó el dinero del bolsillo de la chaqueta con movimientos precisos y se lo entregó sin mirarlo, ansiosa por escapar. Abrió la puerta con un gesto sereno, y el aire fresco del mediodía le rozó la piel como una caricia liberadora. Bajó con elegancia deliberada, el tacón de sus zapatos golpeando la acera con un eco firme mientras se alisaba la chaqueta de jean. La tela de charol se ajustaba a sus caderas, y ella sabía que él seguía mirándola, que sus ojos se clavaban en su culo como si pudiera reclamarla. Pero no giró la cabeza. Caminó hacia la entrada del edificio con la frente en alto, sin apurar el paso, dejando que sus pasos resonaran como un desafío silencioso. Las palabras del taxista se desvanecieron tras ella, un murmullo vulgar tragado por la brisa bogotana.

La brisa chapineruna jugueteaba con su cabellera suelta mientras cruzaba la puerta de vidrio del edificio. En el lobby, Ernesto, el portero, levantó la vista desde su escritorio, sus cejas frunciéndose ligeramente como si intentara ubicarla.

—Buenos días, Ernesto —dijo ella con una sonrisa breve y casual, igual que lo ha hecho siendo Andrés durante tantos años.

No esperó respuesta. Siguió adelante con paso firme, directo al lector biométrico junto a los ascensores. Ernesto abrió la boca, tal vez para detenerla, pero no tuvo tiempo. Andrea acercó su rostro al dispositivo, y el círculo azul de luz escaneó su pupila con un pitido suave. La pantalla parpadeó en verde, y las puertas metálicas del ascensor se abrieron con un susurro mecánico. Él se quedó atrás, inmóvil, atrapado entre el protocolo y la certeza de que el sistema no mentía. Si la máquina la dejaba pasar, no era su lugar cuestionarla.

Dentro del ascensor, Andrea presionó el botón del piso 13. Las puertas se cerraron, y el leve zumbido del mecanismo llenó el espacio mientras el cubículo ascendía. Ella se miró en el reflejo del acero pulido, ajustándose los lentes de sol sobre la cabeza con un gesto rápido. El ascensor se detuvo con un pequeño temblor, y las puertas se abrieron al pasillo del piso 13, silencioso y tenuemente iluminado por la luz que se colaba desde una ventana al fondo.

Sacó las llaves del bolsillo de su chaqueta mientras avanzaba hacia su apartamento. La puerta, una hoja gris con el número 1304 en relieve, cedió al giro de la cerradura con un clic satisfactorio. Entró, y el aroma familiar de su espacio —una mezcla de madera pulida y el leve perfume de jazmín de una vela apagada— la envolvió. Cerró la puerta tras de sí con un movimiento suave, dejando afuera el eco del taxista, el trancón y el mundo entero. Por fin, estaba en casa.

Sabía que sus padres no estaban, pues viajaron a Madrid por unos días. La ausencia le brindaba una sensación de libertad ansiada, un respiro entre las paredes que tantas veces la vieron dudar.

No le importó ser vista por Ernesto ni por alguna vecina chismosa; al contrario, en cierto modo, disfrutaba la transgresión silenciosa. Sentía el roce de la jaula contra la piel con una mezcla de nerviosismo y placer, como si cada paso que daba reafirmara su existencia.

El eco de sus tacones resonó en el suelo pulido del pasillo, cada sonido marcando una declaración sutil pero firme. Al llegar a su habitación, se dejó caer de espaldas sobre la cama, exhalando felicidad. Se desnudó sin prisa, revisó meticulosamente el regalo de Carlos: ese disfraz erótico de su princesa favorita, hecho de satén azul con mangas abullonadas, detalles en encaje y una faldita roja que apenas si cubría lo necesario. El escote, adornado con un lazo provocativo, realzaría su feminidad. Junto a él, un vibrador de silicona aterciopelada en un rojo intenso, brillante bajo la luz, prometía noches de placer inconfesable. Luego, guardó todo en una maleta con clave dentro del clóset.

Eliminó los rastros de maquillaje frente al espejo, borrando a Andrea hasta que quedó Andrés. Se vistió con ropa neutra y salió, caminando ligero, rumbo al centro comercial.

AndreaSissyCol

Soy transexual, transito por el género Ver Perfil Leer más historias de AndreaSissyCol
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