Guía Cereza
Publicado hace 1 mes Categoría: Transexuales 260 Vistas
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El centro comercial Andino vibraba con el murmullo de la gente: pasos apresurados resonaban en el suelo de mármol pulido, risas lejanas se entremezclaban con el rumor de las conversaciones, y el tintineo de las vitrinas resonaba como un eco metálico que rebotaba entre las paredes altas. El aire estaba cargado de una mezcla de olores: café recién hecho flotando desde alguna cafetería cercana, el aroma cítrico de un limpiavidrios que una empleada rociaba en un escaparate, y el leve rastro de sudor humano que se colaba entre la multitud. Andrea —o Andrés, en ese instante, con su ropa neutra ocultando las curvas que aún sentía vivas bajo la piel— avanzó entre el gentío, su paso firme disfrazando el leve temblor que persistía en sus manos desde la mañana. Cada roce accidental con un hombro ajeno, cada mirada fugaz que captaba de reojo, parecía amplificar la sensación de exposición que llevaba consigo, como si la noche anterior con Carlos hubiera dejado un rastro invisible que todos podían percibir.

La perfumería apareció al doblar una esquina, un rincón de cristal y luz que destellaba como un faro entre el caos del centro comercial. Las paredes transparentes reflejaban los destellos de los focos halógenos, y los frascos se alineaban en estanterías de vidrio como promesas brillantes, cada uno un pequeño universo de tentación. El aire dentro era más fresco, saturado con una sinfonía de aromas que se entrelazaban: notas florales dulces, cítricos agudos, y un trasfondo amaderado que se adhería al paladar. Sus ojos recorrieron las estanterías con una mezcla de curiosidad y anhelo, deteniéndose en uno que parecía llamarla desde lo alto: un frasco curvo, de cristal traslúcido con un matiz rosado que evocaba el rubor de una piel recién tocada bajo las manos de Carlos. Su base se alzaba en líneas suaves, sensuales, como las curvas de un cuerpo que invita al roce, rematada por un atomizador dorado que brillaba con un fulgor audaz, casi insolente, capturando la luz en destellos que parecían guiñarle un ojo. Una cinta negra de satén, anudada en un lazo ladeado, rodeaba su cuello como un collar travieso, un detalle que le recordaba la placa de "Cosita" que aún colgaba cálida contra su pecho. El nombre grabado en letras cursivas —Reb’l Fleur— parecía susurrar una provocación descarada, un desafío que resonaba con la mujer que había sido en el motel.

Andrea se acercó al mostrador, sus tacones resonando con un eco discreto pero firme contra el suelo, el sonido mezclándose con el zumbido suave de la música ambiental. La vendedora, una mujer de cabello recogido en un moño impecable y labios pintados de un rojo discreto, alzó la vista con una sonrisa cortés que no alcanzaba del todo sus ojos cansados.

—Quiero ese —dijo Andrea, señalándolo con un gesto seguro, su voz cortando el aire con una determinación que ocultaba el nerviosismo que aún le cosquilleaba en el estómago—. Reb’l Fleur.

La mujer lo bajó con cuidado, sosteniéndolo entre los dedos como si supiera el peso que llevaba, no solo físico, sino emocional. El frasco descansó frente a ella sobre el mostrador de cristal, su superficie capturando la luz en destellos rosados que danzaban como pequeños fuegos fatuos, el lazo negro oscilando ligeramente con el movimiento, casi como si respirara. La vendedora tomó una tira de papel blanco, roció el perfume con un gesto preciso, y se la tendió a Andrea. El aroma la golpeó al instante: un torbellino de vainilla cremosa, dulce y barata como un caramelo derretido, se entrelazaba con el jazmín floral, fresco y descarado, y un fondo almizclado que se asentaba en su piel como una caricia profunda. Le erizó los vellos de los brazos, evocando el ascensor del motel con su perfume empalagoso, la reja fría contra su espalda, el sudor cálido de Carlos mezclado con el suyo en una danza de carne y deseo. Era el aroma de una puta, su puta, destilado en un frasco que parecía hecho para ella: no sofisticado como los perfumes de alta gama que olían a dinero y distancia, sino crudo, sensual, un eco de la noche que aún latía en su cuerpo, en cada músculo adolorido y cada rincón de su memoria.

Andrea cerró los ojos por un instante, dejando que el olor la envolviera, que la transportara de vuelta a esos momentos en que había sido completamente de Carlos. Abrió los ojos y miró a la vendedora, que esperaba con una paciencia profesional.

—Lo llevo —dijo, su voz firme ahora, tendiendo el dinero con una sonrisa que dejaba traslucir su orgullo, un brillo en los labios que no venía del maquillaje, sino de la certeza de lo que ese frasco representaba. La vendedora envolvió el perfume en papel de seda con movimientos rápidos pero cuidadosos, el crujido del papel rompiendo el silencio entre ellas. Luego lo deslizó en una bolsa de papel elegante con el logo de la perfumería, y Andrea lo tomó con dedos ansiosos, sintiendo ya el peso del frasco como una extensión de sí misma.

De vuelta en casa, el sonido de la puerta al cerrarse tras ella fue un alivio, un corte limpio que la separaba del bullicio de afuera. El silencio de su apartamento la acogió, roto solo por el leve zumbido del refrigerador en la cocina y el eco distante de un carro que pasaba por la calle. Dejó la bolsa sobre la cama y destapó el perfume con dedos que temblaban, no de miedo ahora, sino de anticipación. El atomizador dorado soltó un rocío fino con un siseo suave, y el aroma llenó la habitación como una nube dulce y provocadora, pegándose a su piel como una memoria viva que se adhería a cada poro. Se sentó en la cama, abrió la maleta de sus secretos con un clic que resonó en el cuarto, y sacó el disfraz de Blancanieves. Lo desplegó sobre las sábanas con cuidado, sus manos deslizándose por el satén azul y la faldita roja, imaginándose con él puesto: la tela subiendo apenas lo suficiente para rozar sus muslos, el escote dejando entrever la curva sutil de sus senos pequeños, los tacones rojos resonando en el suelo mientras Carlos la observaría desde el sofá de su apartamento, el frasco de perfume descansando en la mesita, su lazo negro desatado como una invitación silenciosa.

Lo vio con claridad en su mente: ella bailando bajo su mirada intensa, el satén azul rozando su piel como una caricia mientras el perfume se alzaba en el aire como un velo invisible, él acercándose con pasos lentos para tomarla contra algún árbol imaginario de un bosque encantado, el vibrador zumbando entre sus muslos con un ronroneo constante hasta que su voz se quebrara gritando su nombre en un crescendo de placer. Sería su princesa sumisa, su Blancanieves audaz, envuelta en ese aroma que prometía noches de entrega y desafío, un perfume que no pedía permiso, que se imponía como ella lo había hecho en el motel, libre y descarada bajo los ojos de Carlos.

Finalmente roció el perfume en su cuello y muñecas, el cristal rosado brillando en su mano como un talismán, el atomizador dorado frío contra sus dedos, dejando una sensación helada que contrastaba con el calor que subía por su pecho. Guardó el disfraz con un cuidado casi reverente, doblándolo entre las sábanas de la maleta, y se miró al espejo de su habitación, los ojos encendidos con anticipación, las pupilas dilatadas reflejando una chispa de deseo que no se apagaba. El aroma la envolvía como una segunda piel, dulce y almizclado, un recordatorio de lo que había sido y lo que sería.

—Pronto, mi amor —susurró, la placa «Cosita» cálida contra su pecho, el metal rozando su piel como un ancla, el frasco en la mesita como un faro de lo que vendría, su lazo negro aún anudado pero prometiendo deshacerse bajo las manos de Carlos—. Pronto.

AndreaSissyCol

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