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No sé por dónde empezar, supongo que por el aula de la UBA, esa cueva de cemento en la Facultad de Ciencias Sociales donde las voces rebotan como pelotas de ping-pong y el aire huele a café rancio y apuntes fotocopiados. Fue ahí, entre el murmullo de un congreso sobre no sé qué —finanzas públicas, algo aburrido que nunca me interesó—, donde la vi. Andrea. Colombiana, alta como un farol de Recoleta, 1,80 de curvas que no pedían permiso para existir, piel canela que parecía absorber la luz mortecina del aula, caderona como un desafío a la geometría de las sillas, senos pequeños que las hormonas habían moldeado con timidez, ojos cafés que te miraban como si ya supieran todo lo que ibas a decir. Pelo largo, negro, cayendo en cascada sobre sus hombros, un río que invitaba a ahogarse.
Yo, Mariano, 45 años, traje gris gastado, cinismo en las comisuras de la boca, estaba ahí por compromiso, un favor a un colega que me debía una birra. No esperaba nada, solo matar el tiempo en Villa Urquiza después, en mi departamento austero donde las paredes guardan más silencios que recuerdos. Pero ella irrumpió. Habló en una ponencia, algo sobre políticas fiscales y deuda pública en América Latina, y su voz tenía un ritmo que no era académico, era un tambor que te golpeaba el pecho. Me miró desde el estrado, o eso quiero creer, y algo se torció dentro de mí, como si un tornillo viejo hubiera saltado de su lugar.
Después, en el pasillo, el destino o el azar —nunca sé cuál de los dos juega más sucio— nos puso frente a frente. Un colega, de esos que siempre hablan de más, me llamó por mi nombre mientras pasaba: “Mariano, ¿te venís al bar después?”. Ella, que estaba ahí, giró la cabeza, curiosa. “¿Entonces tú eres de acá?”, me preguntó, con esa cadencia colombiana que hace sonar las palabras como si tuvieran sabor, un acento dulce, sin el "vos" que yo esperaba. “De Villa Urquiza”, respondí, seco, analítico, como si el barrio fuera una ecuación que yo había resuelto hace años. Ella sonrió, una chispa de picardía en los ojos, y dijo: “Qué serio estás, Mariano. Vamos a tomar algo, a ver si te quito esa cara de filósofo perdido”. No sé cómo terminé diciendo que sí.
San Telmo, el primer roceEl bar en San Telmo olía a tango viejo y madera húmeda. La llevé ahí porque era cerca, porque no quería pensar demasiado, porque el cinismo no me dejaba admitir que ya estaba atrapado. Andrea entró como si el lugar le perteneciera, falda corta trepándole las piernas, labios rojos como un grito, tacos negros que marcaban el suelo con un taconeo insolente. Pedimos vino, un Malbec que sabía a tierra y a promesas rotas. Hablamos poco, o quizás mucho, no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es su risa, despreocupada, cortando el aire como un cuchillo caliente, y sus ojos cafés clavados en los míos, desnudándome sin tocarme.
Bailamos. No sé quién lo propuso, pero de pronto estábamos en el centro del bar, entre mesas desordenadas y miradas curiosas. Su cuerpo pegado al mío, caderas anchas rozándome con una precisión que no era casual, su aliento con olor a vino colándose en mi boca. Mis manos, torpes al principio, encontraron su cintura, bajaron un poco, sintieron la curva de sus glúteos bajo la falda. Ella apretó más, sus tacos negros contra mis zapatos gastados, y me susurró al oído: “Me encanta que me besen, Mariano. ¿Sabes besar?”. No respondí con palabras. La tomé del cuello, suave pero firme, y la besé ahí mismo, lengua contra lengua, un duelo húmedo y caliente que sabía a Malbec y a sudor. Sus labios cedían, sumisos, pero sus ojos me decían que ella seguía mandando.
Salimos a las calles empedradas, ella aferrada a mi brazo, trastabillando con los tacos y riendo como si el mundo fuera un chiste que solo ella entendía. En una plaza vacía, bajo un farol que parpadeaba como testigo cansado, nos detuvimos. La besé otra vez, más hondo, más hambriento. Mis manos subieron su falda, rozaron la piel canela de sus muslos, se perdieron en la suavidad de sus nalgas. Ella gimió, un sonido que me atravesó como un rayo. La empujé contra un banco, la falda ya arrugada en su cintura, y mis dedos encontraron el borde de su tanga. La bajé con un tirón, dejando su culo al aire, su pija diminuta, casi femenina, balanceándose bajo la luz tenue. Ella jadeó, “Mariano, aquí no”, pero sus piernas se abrieron más, invitándome. Me arrodillé detrás de ella, mi lengua lamiendo su culo, metiéndola entre sus nalgas, chupando con una urgencia que me sorprendía, mientras sus manos agarraban el banco y sus gemidos se mezclaban con el ruido lejano de un bandoneón. La devoré ahí, su sabor salado llenándome la boca, hasta que su cuerpo tembló y su pija pequeñita goteó un hilo de semen en el suelo, un clímax que ella no pudo contener. Me levanté, la besé con su propio sabor en mis labios, y supe que ya no había vuelta atrás. Meses después, caminando por esas mismas calles, intentaría recordar si el banco existió o si lo inventé para justificar el calor que aún me quema al pensarla.
Villa Urquiza, el altar de su pielUn mes. Eso tuvimos. Un mes de verano que empezó en primavera, con el congreso olvidado y Buenos Aires convertido en un laberinto de deseo. Andrea se hospedaba en Recoleta, en un departamento prestado que olía a jazmín y a lujo ajeno, pero prefería mi cama en Villa Urquiza, mi departamento de paredes desnudas donde el sol apenas entraba. “Tú eres mi hombre serio”, me decía, acariciándome el pecho con dedos que temblaban de ternura, “pero yo te voy a desarmar”.
Las noches eran un ritual. La ropa caía apenas cruzábamos la puerta, un reguero de tela que marcaba el camino al colchón. Su cuerpo, gordito, de carne cálida y viva, se ofrecía como un banquete. Yo la tomaba, dominante como ella quería, mis manos atándola con una sábana vieja, sus muñecas sumisas contra el respaldo de la cama. La besaba hasta que su boca se volvía un río, lengua explorando cada rincón, dientes rozándole los labios. Bajaba por su cuello, por sus senos pequeños, duros, lamía sus pezones hasta que ella arqueaba la espalda y gemía mi nombre con esa voz entrecortada que me volvía loco.
La penetraba en todas las poses que se nos ocurrían, como ella había pedido. De pie, contra la pared, mis manos agarrando sus caderas anchas mientras embestía, su falda arrugada en la cintura, sus tacos negros todavía puestos. Mi verga entraba dura, profunda, abriéndose paso en su culo apretado, cada embestida un golpe seco que hacía temblar sus nalgas. En la cama, ella debajo, piernas abiertas, suplicando con los ojos cafés que no parara; yo la cogía con fuerza, mis huevos chocando contra su culo, su pija pequeñita rozando mi panza mientras la llenaba. De lado, yo detrás, apretándola contra mí, sintiendo sus nalgas redondas chocar contra mi pelvis mientras la penetraba hasta el fondo, mi mano nalgueándola —no fuerte, solo lo justo para que su piel canela se tiñera de rosa— y ella suspirando, obediente, “Más, Mariano, por favor”. Y yo obedecía, porque en ese juego de dominación ella seguía siendo la reina.
Una noche, después de chuparle el culo —mi lengua hundida entre sus nalgas, lamiendo su entrada hasta dejarla mojada, sus muslos temblando alrededor de mi cara, su pequeñísima verga goteando contra las sábanas—, me pidió algo nuevo. “Atame otra vez”, dijo, “y hazme lo que quieras”. La até, manos y pies, un nudo flojo pero firme. Tomé un vaso de vino, lo incliné sobre su vientre, y dejé que el líquido corriera, una lluvia suave que ella recibió con un grito ahogado. “¿Te gusta?”, le pregunté, y ella, sumisa, asintió, mordiéndose el labio. Me desnudé, mi pito duro palpitando, y me puse sobre ella. “Abrí la boca”, le ordené, y ella obedeció. Me masturbé rápido, apuntando, y un chorro caliente de mi orina le cayó en la lengua, salpicándole los labios; ella tragó un poco, gimiendo, sus ojos grandes brillando de placer sumiso. Luego la desaté, la puse en cuatro, y la penetré salvajemente, mi verga entrando y saliendo de su culo empapado mientras mis manos apretaban sus caderas, nalgueándola hasta que sus gritos llenaron el cuarto como un tango roto.
Recoleta, el control que se pierdeElla quería que me perdiera en su mundo, en los bares de Recoleta donde el alcohol sabía a descontrol y los besos tenían filo. Yo resistía, analítico como siempre, pero caía igual. Una noche, un minivestido negro abrazándole las curvas, tacos altos que me hacían sudar solo de mirarlos, bailamos hasta que el calor nos quemó la piel. Sus manos bajaban por mi espalda, sus uñas clavándose lo justo para marcarme. En mi departamento, la tiré contra la pared, subí el vestido con dedos ansiosos, le arranqué la tanga como si fuera un estorbo. La besé, lengua profunda, mientras sus piernas se enroscaban en mi cintura. Mis pantalones cayeron, mi pija dura rozando su culo. La penetré ahí mismo, contra la pared, embestiendo con una desesperación que no reconocía en mí; mi verga la llenaba entera, su culo apretándome, sus tacos negros arañando el suelo mientras ella gritaba, “Sí, así, hazme tuya”. La cogí duro, mis manos levantándole las nalgas, mis dedos hundiéndose en su carne mientras su femenina pijita goteaba contra mi pierna y sus gemidos se volvían alaridos. Me corrí dentro, un chorro caliente inundándola, y ella tembló, su propio semen salpicándome el muslo, un charco en el suelo como prueba de nuestra locura.
Días después, en el aeropuerto, mientras la veía desaparecer tras el control de seguridad, entendería que esa noche en la pared había sido el pico de algo que ya sabía finito, un fuego que se consumía a sí mismo.
La jaula, o el acto de amor, y el final
Dos días sin vernos, un viaje mío al interior. “Te voy a extrañar”, le dije, y ella, con esos ojos que eran un abismo, me miró fijo y dijo: “Quiero que me hagas un acto de amor”. Sacó una jaula de castidad, pequeña, y la cerró alrededor de mi pija con un candado que sonó a promesa. “Cuando vuelvas, te libero”, dijo, guardándose la llave. Esos días fueron un infierno dulce: fotos suyas en WhatsApp, ella tocándose, textos que me hacían arder: “¿Sientes cómo te aprieta por mí?”. Volví, la besé con hambre, desnudo y enjaulado ante ella. Me ordenó acostarme, besó mi culo con una ternura que contrastaba con el dildo que luego deslizó dentro, lento, profundo, llenándome mientras yo temblaba; lo empujó hasta el fondo, mi cuerpo cediendo, un placer crudo subiéndome por la espalda. Sacó la jaula, mi pito libre al fin, duro como piedra. La tiré a la cama, le abrí las piernas y la penetré sin preámbulos, cogiéndola con una furia hambrienta, mi verga entrando y saliendo de su culo empapado, sus gritos resonando mientras me corría dentro de ella y ella se deshacía debajo, su semen salpicando las sábanas, mi leche goteándole entre las nalgas.
El mes se acabó. Andrea tomó su vuelo a Bogotá, y yo no la detuve. En el aeropuerto, un nudo en la garganta. En Villa Urquiza, los edificios grises seguían comiendo el cielo, pero el recuerdo de su piel canela, de sus gemidos, de su sumisión salvaje, quedó como un eco entre las paredes. Ella fue mi Maga, mi verano, mi tango. Y yo, analítico, cínico, sigo buscando en las calles empedradas un roce que ya no volverá.