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La primera vez que la imaginé desnuda fue un accidente. O al menos, me lo repetí tantas veces que casi me lo creí.
Era imposible no notar a Carolina. Baja, con ese cuerpo de gimnasio donde todo estaba en su sitio: piernas firmes, trasero redondo, cintura estrecha, senos operados que desafiaban la gravedad. Su cabello liso, largo hasta la cintura, se movía como una extensión de su sensualidad, y su boca, grande y coqueta, parecía hecha para decir cosas indecentes. O para hacerlas.
No importaba cuánto lo negara, siempre hubo algo entre nosotros. Una electricidad que ninguno se atrevía a nombrar en voz alta. Bastaba con una mirada, con un roce casual, con la forma en que sus ojos saltones me escaneaban sin disimulo. No era una simple atracción, era una provocación.
Las reuniones familiares eran un suplicio. Cada comida, cada festejo, cada maldito domingo con mi esposa y su familia era una lucha interna. Carolina sabía lo que hacía. Un escote demasiado generoso, una carcajada que se alargaba mientras me miraba a los ojos, un beso en la mejilla que duraba un segundo más de lo necesario. Yo jugaba a la indiferencia, pero ella sabía. Sabía que mi mente había imaginado cada centímetro de su cuerpo, que había soñado con su boca, con el sonido que haría cuando la hiciera mía.
Y luego vino la convivencia.
Tres meses bajo el mismo techo, tres meses en los que la tensión se hizo insoportable. Mi esposa salía temprano a trabajar. Yo podía esperar un rato más antes de irme. Fue en ese espacio de tiempo donde todo se gestó.
Al principio fueron coincidencias. O eso quise creer. Yo salía de la habitación y ahí estaba ella, caminando por el pasillo, con una toalla ridículamente pequeña apenas cubriéndole el cuerpo. La piel aún húmeda, las gotas de agua resbalando por sus muslos. Su sonrisa cómplice.
—Buenos días —decía, con ese tono cargado de algo más.
La primera vez, me obligué a no mirarla demasiado. La segunda, fallé. Para la tercera, ya la esperaba.
Yo también comencé a buscar excusas. Salía de la habitación en toalla, "olvidaba" algo en la sala. Nos cruzábamos en el pasillo, los cuerpos cerca, las miradas sostenidas un poco más de lo permitido.
Los saludos se hicieron más íntimos. Una sonrisa que duraba demasiado. Un leve toque al pasar. La tensión se volvió un animal hambriento, creciendo entre nosotros, pidiendo más.
Hasta que una mañana, ya no hubo más pretextos.
Ella salió del baño, la toalla apretada contra su cuerpo. Yo estaba apoyado contra la pared, esperándola, sin disimularlo esta vez.
Se detuvo.
—Siempre nos encontramos aquí… —murmuró, con una sonrisa traviesa.
No respondí. En cambio, me acerqué.
Podía detenerme. Dar un paso atrás. Dejar que el deseo muriera sin consumarse.
Pero no lo hice.
Tomé su rostro entre mis manos y la besé. No hubo vacilación, no hubo duda. Su boca me recibió con hambre, su lengua se enredó con la mía en un juego feroz. Sus uñas se clavaron en mi espalda, su cuerpo se pegó al mío, y en ese instante supe que ya no había vuelta atrás.
—Ven —susurró, tomándome de la mano y llevándome a la habitación de huéspedes.
Cerró la puerta y dejó caer la toalla.
Su cuerpo era exactamente como lo había imaginado en mis fantasías. Pero la realidad era mucho mejor.
La tumbé en la cama, besándola con una necesidad desesperada. Mis manos recorrieron su piel caliente, mis labios encontraron sus senos, atrapando sus pezones en una caricia húmeda. Su respiración se volvió entrecortada, sus dedos tiraron de mi cabello.
—Te he deseado tanto… —murmuró, con los ojos cerrados.
Mi boca bajó por su abdomen hasta perderse entre sus piernas. La saboreé sin prisa, con la devoción de quien ha esperado demasiado. Su espalda se arqueó, sus gemidos fueron creciendo hasta convertirse en súplicas.
—Por favor…
Cuando finalmente la penetré, su cuerpo me recibió con un temblor. Nos movimos juntos, un ritmo lento al principio, explorándonos, aprendiendo el lenguaje del otro. Luego, la necesidad nos devoró.
La giré, hundiéndome en ella desde atrás, sujetando sus caderas con fuerza. Su cuerpo se arqueaba contra el mío, su voz era un murmullo entrecortado de placer.
—Más… —suplicó.
Mis dedos encontraron su clítoris, frotándolo con precisión. Su cuerpo se tensó, su respiración se quebró, y se corrió con un grito ahogado.
La sensación de su interior apretándome me llevó al borde. Con un último empuje, me derramé dentro de ella, sintiendo cómo se estremecía en espasmos finales.
El silencio que siguió estaba cargado de respiraciones entrecortadas, de sudor, de culpa. Pero cuando Carolina se giró y sonrió, supe que esto no había sido un error. Había sido inevitable.
—Sabía que pasaría tarde o temprano —susurró, dibujando círculos en mi pecho con la yema de los dedos.
Y lo peor es que yo también lo sabía. Desde el primer día.