Guía Cereza
Publicado hace 4 semanas Categoría: Gay 515 Vistas
Compartir en:

El cine Pussycat se alza como un espectro en un rincón olvidado del centro de Bogotá, su fachada de cemento agrietado coronada por un letrero desvaído que susurra "Pussycat" en letras rosadas, carcomidas por el tiempo. La puerta de metal gime al abrirse, un lamento que deja paso a un vestíbulo estrecho y sombrío donde afiches de películas para adultos de los 80 y 90 se aferran a las paredes: mujeres de cabello esponjado y hombres de mirada hambrienta, en rojos, amarillos y negros que sangran en la penumbra como heridas frescas. El aire está cargado de humedad y madera podrida, mezclado con un tabaco rancio y el olor acre del sexo: sudor salado, semen seco endurecido en grietas, un dejo almizclado de cuerpos que han rozado esas butacas y esa alfombra, un aroma que se pega a la piel y al fondo de la garganta. La sala principal es un santuario de sombras, las butacas de madera oscura con cojines deshilachados y manchados, algunas pegajosas al tacto con restos que nadie limpia, alineadas sobre una alfombra verde que cruje bajo los pies, salpicada de costras oscuras y húmedas que despiden un hedor leve pero penetrante. Las paredes grises tragan la luz de lámparas tenues, sus bombillas amarillentas titubeando como ojos exhaustos, mientras sombras largas danzan en un silencio roto por susurros y el eco de respiraciones agitadas. Al fondo, cabinas privadas con paredes delgadas despiden un tufo más denso a sexo y desinfectante barato, los televisores zumbando como insectos atrapados, y un sex shop brilla con una luz blanca fría, cortando la oscuridad como un bisturí sobre carne viva.

En la pantalla, una cinta porno de los 80 tiembla con grano áspero, un ritual extranjero doblado al español con colores saturados y música synth —notas electrónicas de sintetizadores que pulsan como un latido febril, un eco de discotecas baratas de neón—. Una mujer rubia, el cabello inflado como un halo decadente, se arrodilla en una habitación de cortinas rojas, sus labios rodeando al hombre bronceado de bigote con gemidos que resuenan: "¡Sí, más fuerte!". Él la toma contra una mesa, los cuerpos sudorosos en planos explícitos que se quiebran y repiten cuando la cinta salta, un bucle de deseo que llena la sala casi vacía, apenas veinte almas perdidas en un espacio para cien, sus respiraciones entrecortadas flotando en el aire viciado.

Detrás del mostrador, en una cabina de madera con vidrio rayado que exhala desinfectante, Javier, delgado pero con una panza que tensa su camisa polo azul, escruta un monitor en blanco y negro. Su cabello negro y lacio, brillante de gomina, refleja la luz tenue, y sus ojos oscuros, hundidos, recorren las imágenes granuladas, el olor a sexo del cine colándose en su nariz como un recordatorio constante. "Otra vez lo mismo. Qué fastidio", murmura, sus dedos tamborileando en un periódico ajado mientras el radio crepita con estática. En el monitor, dos figuras emergen en la fila central: Daniel, trigueño, de 1,78, con carne suave en la cintura y cabello negro largo despeinado, envuelto en una sudadera gris de universidad, jeans ajustados y zapatillas negras, y Carlos, calvo salvo por mechones canosos y ralos en los costados, un blanco plateado que destella bajo las lámparas. Carlos tiene piel morena y áspera, el rostro tallado por líneas profundas alrededor de la boca y los ojos, que arden con un cansancio voraz. Su cuerpo, pasado de peso, empuja una camisa de cuadros beige y marrón, arremangada hasta los codos, pero conserva una solidez de hombros anchos que se curvan con el peso del tiempo. Lleva pantalones oscuros holgados y mocasines negros gastados pero lustrados, una cadena de plata con crucifijo colgando entre el vello canoso de su pecho, expuesto por un botón suelto.

Un cliente, un viejo de chaqueta raída, se acerca al mostrador, trayendo consigo un olor a sudor rancio. "Pague y entre, no pregunte nada", dice Javier, arrancando un tiquete con dedos ágiles a cambio de un billete arrugado. En el monitor, Daniel y Carlos ocupan butacas cercanas. Daniel, con una mochila de libros y audífonos enredados a sus pies, respira entrecortado, el pulso acelerado en sus sienes como un tambor sordo, el olor a sexo del cine mareándolo ligeramente. Había leído relatos eróticos en GuíaCereza, una revista clandestina que circulaba entre susurros en la universidad, llena de historias subidas de tono sobre encuentros furtivos en cines porno como el Pussycat: hombres desconocidos tocándose en la penumbra, vergas duras buscando bocas y culos en butacas desgastadas, semen derramado en alfombras sucias bajo la luz parpadeante de pantallas porno. Esas palabras lo habían perseguido durante meses, encendiendo una curiosidad oscura que lo devoraba por dentro, un hambre por lo prohibido que lo llevó al Pussycat esa noche tras clases, decidido a cruzar el umbral de sus fantasías, a sentir en carne propia lo que había imaginado bajo las sábanas, a entregarse a un extraño en un lugar donde las reglas no existen. Carlos, viudo desde hace tiempo, llega con un paso lento pero firme, una rodilla rígida en días húmedos, dejando una bolsa de plástico con pan y refresco junto a su asiento, el aire cargado de sexo avivando recuerdos de noches pasadas cuando su cuerpo respondía sin esfuerzo. Su piel huele a Varón Dandy y tabaco viejo, un aroma que se mezcla con el tufo del cine. Daniel lo mira, sus ojos oscuros atrapados en la figura sólida de Carlos, una necesidad temblorosa abriéndose paso como un río subterráneo. "Está oscuro aquí, ¿no?", susurra Daniel, la voz quebrada por el nerviosismo, un anzuelo lanzado al abismo con el corazón en la garganta, su mente gritando: "Quiero esto, lo necesito". Carlos lo observa, sus ojos brillando con un deseo que mezcla nostalgia y dominio, la juventud de Daniel avivando un fuego que creía apagado, una chispa que lo tienta a reclamar lo que el tiempo le robó sin pensar en precauciones. "Sí, pero se siente bien", responde Carlos, su voz grave deslizándose como terciopelo negro, inclinándose hasta que su mano velluda roza el brazo de Daniel, un toque que quema. Daniel se estremece, el espacio entre ellos colapsando, y sus labios se encuentran en un beso torpe, iniciado por la rendición temblorosa de Daniel y moldeado por la autoridad de Carlos, que lo atrae con una palma en la nuca, su aliento cálido rozándole la piel como una promesa oscura. "¿Así está bien?", jadea Daniel, el cuerpo vibrando de anticipación, y Carlos asiente, profundizando el contacto, lenguas entrelazadas en una danza húmeda que sabe a sudor y anhelo.

Unas filas atrás, Alberto, calvo y con mechones canosos, observa desde su butaca, las manos velludas cruzadas sobre el regazo, los dedos inquietos. El tabaco rancio y el olor a sexo del cine se aferran a su chaqueta, y sus ojos devoran las sombras adelante, su verga endureciéndose lentamente bajo los pantalones al ver a Daniel perderse en Carlos, sus labios fundiéndose en un beso que se torna febril, un espectáculo que despierta un calor olvidado en su entrepierna. "Yo también pude, hace años", susurra, el eco de una erección apretando contra la tela, un recordatorio cruel de lo que su cuerpo encorvado ya no reclama plenamente. La rubia en la pantalla gime, "¡Dame más!", el hombre bronceado tomándola con fuerza, pero Alberto no escucha; está atrapado en la fila central, en un anhelo que lo tensa y lo hiere.

Cerca de la entrada, Marta, bajita y redondeada, barre la alfombra con una escoba gastada. Su delantal verde cubre una blusa de flores, y una pañoleta azul recoge su cabello negro con hebras grises. El balde de agua jabonosa apesta, mezclado con el olor a sexo que flota desde las butacas, y ella frunce el ceño al ver las sombras moverse en la fila central, un destello de carne y susurros que la incomodan. "Cómo se meten en esto", murmura, apretando la escoba mientras trapea, rehuyendo la escena con los ojos bajos. La rubia en la pantalla chupa con jadeos teatrales, y Marta sacude la cabeza. "Qué escándalo, no entiendo", dice bajito, pensando en su hijo, un estudiante como Daniel, y en su esposo, que podría ser Carlos, perdido en el bar con sus propios demonios. "Mi hijo no, por favor. Y mi esposo, quién sabe", piensa, el temor acelerando su tarea, las manos temblando ligeramente sobre el mango de madera.

En la fila central, Daniel siente el sudor humedecer su sudadera, el pulso resonando en sus sienes como un tambor de guerra, el olor a sexo del cine llenándole los pulmones, denso y embriagador. Carlos, con una respiración pesada que se quiebra en un carraspeo, lo guía, sus manos velludas deslizándose por su cuello con una mezcla de rudeza y ternura. El beso se vuelve un abismo, lenguas explorando con urgencia, y Daniel piensa: "Esto es lo que leí en GuíaCereza, lo que soñé", su mente girando entre miedo y éxtasis mientras se desliza al suelo, arrodillándose entre las piernas de Carlos. La alfombra raspa sus rodillas, y con dedos temblorosos baja el zíper, liberando la verga de Carlos, grande y gruesa, una columna de carne morena con venas marcadas que palpitan bajo la piel, los huevos colgantes pesados y oscuros balanceándose ligeramente. Daniel la mira, hipnotizado por su tamaño, y sus labios la rodean, húmedos y torpes, saboreando la sal y un leve dejo a orina que pica en su lengua, un rastro amargo que lo excita aún más. Sube y baja, la lengua trazando cada vena, la punta goteando un líquido claro que lame con avidez, su pequeño pene, erecto y delicado bajo los jeans, presionando contra la tela, un contraste con la enormidad que llena su boca. Carlos suspira, una mano velluda enredándose en su cabello, guiándolo con presión suave mientras piensa: "Todavía puedo, todavía siento", su mente nadando en el placer de dominar esa juventud intacta. "Tranquilo, sigue así", murmura Carlos, su voz un ronroneo oscuro que vibra en el aire. La pantalla gime, pero Daniel se pierde en la textura, el calor de esa verga grande llenándole la boca, su deseo desatándose en cada movimiento, su culo virgen apretándose instintivamente bajo los jeans ante lo que vendrá.

Desde las últimas filas, Luis, con jeans gastados y una mochila en el regazo, escucha susurros cercanos que lo inquietan. El olor a sexo del cine, denso y pegajoso, lo envuelve, y él se inclina, las manos apretando la mochila, el pulso acelerado. "¿Qué está pasando ahí?", piensa, oyendo el roce húmedo, la respiración entrecortada, su verga endureciéndose contra su voluntad bajo los jeans, una erección que lo avergüenza y excita al imaginar lo que no ve del todo. La rubia gime en eco con algo vivo, y la confusión lo tensa, su mente luchando entre huir y mirar.

Javier mira el monitor: Daniel arrodillado, su cabeza oscilando sobre la verga de Carlos, los huevos colgantes rozando su barbilla. "Siempre lo mismo, qué aburrimiento", murmura, el olor a sexo del cine tan familiar que apenas lo nota, ignorando la película donde el hombre bronceado empuja a la rubia, sus cuerpos brillando de sudor. Alberto ve lo mismo, Daniel hundido entre las butacas, Carlos recostado, su camisa abierta dejando ver el vello canoso, su erección creciendo bajo la tela al ver la escena, un calor que lo traiciona. "Qué suerte tienen ellos", piensa, el pecho oprimido por la envidia, su verga dura un eco de días pasados. Marta trapea más rápido, evitando la fila, el sonido de la madera crujiendo bajo el peso de los cuerpos como un latigazo en su mente, el hedor a semen seco subiendo desde la alfombra. "Termino y me voy, esto no es mi problema", se dice, mientras la rubia grita, su mente saltando entre su hijo y su esposo, el trapeador temblando en sus manos.

Daniel se alza, y Carlos lo gira contra la butaca delantera, bajándole los jeans hasta medio muslo con un movimiento firme. Sus manos velludas recorren el culo expuesto, las nalgas firmes separándose bajo sus dedos, el orificio virgen de Daniel apretado y rosado, un nudo de carne que se resiste. No hay condón, y ambos lo saben: Daniel, perdido en el vértigo de las fantasías de GuíaCereza, piensa: "Que pase, lo quiero todo, que me marque", ignorando las consecuencias que alguna vez leyó en advertencias lejanas; Carlos, atrapado en su nostalgia, piensa: "Así es mejor, puro, como antes", el riesgo avivando su deseo como una droga. Carlos empuja, la punta gruesa de su verga rozando el borde con una presión que quema, el dolor inicial arqueando a Daniel, su culo apretado cediendo apenas al grosor. "Esto duele, pero lo quiero", piensa Daniel, el aliento atrapado en la garganta, mientras Carlos carraspea, ajustándose. "Muévete más rápido", susurra Carlos, su mente rugiendo: "Tan estrecho, tan mío", pero el espacio es estrecho, y cambian. Daniel se sube encima, de espaldas, apoyándose en los brazos de la butaca, su pequeño pene duro y goteante balanceándose entre sus piernas. Baja despacio, la verga grande de Carlos abriéndole el culo, el dolor afilado fundiéndose en un placer líquido mientras lo llena por completo, sus huevos colgantes rozando las nalgas de Daniel con cada embate. "No puedo creer que estoy haciendo esto", jadea Daniel, las rodillas temblando mientras sube y baja, la madera crujiendo en un ritmo roto, su mente gritando: "Es demasiado, pero no quiero parar". Carlos lo aferra por las caderas, sus dedos hundiéndose en la carne, empujando desde abajo, su barriga rozando la espalda de Daniel en oleadas calientes, la verga deslizándose profunda en ese culo virgen, pensando: "Esto es vida, esto es mío otra vez". La pantalla salta, la rubia sudorosa en un plano repetitivo, pero Daniel está ciego a ella; su mundo es este abismo, esta entrega que lo parte en dos.

Alberto observa, las manos velludas crispadas, su erección apretando dolorosamente contra los pantalones, cada movimiento un eco de lo que perdió. "Ahora solo miro", susurra, mientras el hombre bronceado embiste en la pantalla. Javier ve el monitor: Daniel cabalgando, la butaca temblando, su propia verga endureciéndose a medias bajo el mostrador, un reflejo que ignora con fastidio. "Mientras no armen lío, que hagan lo que quieran", piensa, el radio crepitando como un insecto moribundo. Marta oye la madera gemir, trapeando con furia, el sonido de la carne chocando y el olor a sexo perforando su calma. "Mi hijo no vendría aquí, ¿verdad?", se pregunta, temiendo por su esposo, tan parecido a Carlos, su corazón latiendo con pánico.

Luis escucha gemidos reales entre los de la película, su verga dura traicionándolo bajo los jeans. "No quiero saber más", murmura, imaginando a Daniel encima, el crujido llenándole los oídos, su mente dividida entre repulsión y un deseo que no admite. Daniel se agarra el pequeño pene, los dedos deslizándose rápidos, el placer creciendo en oleadas que lo sacuden desde el culo hasta la punta, su semen derramándose en chorros calientes sobre su ropa y la butaca, la leche blanca brillando en la penumbra, su cuerpo convulsionando en espasmos, las piernas temblando, un calor líquido que lo atraviesa como un relámpago. "Ya no aguanto más", susurra, exhausto, mientras Carlos empuja profundo, un gruñido escapando de su garganta, su leche caliente llenando el culo de Daniel en pulsos gruesos, los huevos colgantes apretándose mientras el semen lo inunda. Daniel siente cada chorro, el calor espeso expandiéndose dentro de él, una sensación de ser "preñado" que lo abruma: placer viscoso, una invasión cálida que lo pesa, un orgullo sucio mezclado con vulnerabilidad, su mente nadando entre "Lo hice, soy suyo" y "Esto me cambia". "Ya, terminé", dice Carlos, soltándolo, su respiración pesada llenando el aire, pensando: "Esto es todo, esto soy yo".

Daniel, temblando, sube sus jeans con manos torpes, el culo aún sensible, el semen de Carlos goteando dentro de él, una humedad cálida que lo hace caminar incómodo, las piernas rígidas y el ano palpitando con cada paso, un recordatorio ardiente de lo que acaba de entregarse. Agarra su mochila, el rostro ardiendo de vergüenza y éxtasis, y se dirige a la salida sin mirar atrás, su andar torpe reflejando el peso del semen en su interior, el olor a sexo del cine siguiéndolo como una sombra mientras se pierde en la noche como un fantasma. Javier ve en el monitor: Carlos abrochando su camisa y tomando su bolsa, quedándose en la butaca, su verga ablandándose bajo los pantalones, el tufo a semen fresco mezclándose con el aire viciado. La rubia suda en la pantalla, un bucle inútil. Alberto queda inmóvil, las manos apretadas, su erección desvaneciéndose lentamente, atrapado en su vacío, el "¡Dame más!" resonando hueco en su mente, el olor a sexo del cine pesándole en el pecho. Marta recoge el balde, pensando en sus nietos, huyendo del recuerdo, el trapeador goteando en el suelo, el hedor a semen seco subiendo desde la alfombra como un reproche. Carlos carraspea, sentado, su mente vagando en un placer recuperado, la verga flácida descansando contra sus huevos, el calor del semen aún vivo en su memoria.

Luis se levanta, ajustándose los jeans, su erección desinflándose con alivio y culpa. "Mejor me voy, esto no es para mí", dice bajito, escapando al pasillo, los gemidos de la pantalla persiguiéndolo como un eco enfermo. La película sigue rodando, y cuando el plano final se desvanece —la rubia exhausta, el hombre bronceado jadeando—, los pocos presentes se levantan uno a uno. Alberto, con pasos pesados, sigue a Luis hacia la salida, su cuerpo aliviado pero vacío, el olor a sexo del cine pegado a su ropa. Marta termina su turno y se va, el balde traqueteando, el hedor a desinfectante y semen luchando en su nariz. Javier apaga el monitor, cerrando la cabina, el zumbido del radio silenciándose, el aire viciado envolviéndolo mientras guarda las llaves. Carlos, el último, recoge su bolsa y camina lento hacia la calle, el crucifijo balanceándose en su pecho, el eco del semen de Daniel aún húmedo en su mente, el olor a sexo del cine como un trofeo invisible. La sala queda vacía, las butacas mudas tras el temblor de la fila central. La alfombra guarda huellas de rodillas y semen que el mañana ignorará, el aire denso de humedad, madera vieja y tabaco mezclándose con el desinfectante olvidado. El vestíbulo está desierto, los afiches temblando bajo una bombilla moribunda. El Pussycat espera, su pantalla parpadeante y su aliento decadente ansiosos por más sombras en su penumbra eterna.

AndreaSissyCol

Soy transexual, transito por el género Ver Perfil Leer más historias de AndreaSissyCol
Publica tu Experiencia

🍒 Pregunta Cereza

¿Por qué crees que más personas jóvenes se identifican hoy como bisexuales? Un reciente estudio revela que 1 de cada 4 jóvenes entre 18 y 24 años se identifica como bisexual.



Nuestros Productos

Panty Linda

CEREZA LINGERIE $ 44,900

Body

MAPALE $ 81,900