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Entré en la habitación con el corazón acelerado, sabiendo que estaba a punto de entregarme por completo, mi alma temblando bajo el peso de una rendición largamente anhelada. La penumbra me envolvía como un canto de entrada, un himno susurrado por sombras que danzaban en las paredes, proyectando siluetas que parecían inclinarse en reverencia ante lo que estaba por suceder. El aire, denso con el aroma del incienso y el filo cortante del deseo, se arremolinaba a mi alrededor, anunciando su presencia como el tañer de una campana invisible que resonaba en mis huesos. Desnuda, salvo por el cabello negro que caía en cascada sobre mis hombros, los tacones altos que elevaban mi figura esbelta y la jaula de castidad que ceñía mi carne, caminaba hacia él, mi piel suave y depilada expuesta como un lienzo listo para ser consagrado. Él me esperaba, mi Amo, un hombre maduro de mirada penetrante y sonrisa oscura, su figura erguida como un altar pagano al que me acercaría en procesión, cada paso un voto de sumisión. Su camisa entreabierta dejaba entrever la firmeza de su pecho, velludo y sólido como la piedra de un templo, y su postura, serena pero imponente, hacía que mis rodillas temblaran, mi cuerpo delgado y esculpido cediendo al llamado del suelo que me urgía a postrarme.
Un candelabro titilaba en la esquina, su luz ámbar bañando la habitación en un resplandor que santificaba cada rincón de este santuario profano, las llamas danzando como lenguas de fuego que prometían purificación. El incienso se mezclaba con el almizcle de su piel, un perfume que me envolvía como una nube sagrada, y cada paso que daba hacia él resonaba en mi pecho como un tambor litúrgico, mis tacones marcando un ritmo ceremonial sobre el suelo frío. Mis caderas, suavemente curvadas, se balanceaban con una gracia casi ritual, la jaula de metal entre mis piernas un recordatorio constante de mi sumisión, su peso un símbolo de la voluntad que le había cedido.
Se acercó con pasos lentos, deliberados, su voz grave cortando el silencio como un saludo solemne, un murmullo ancestral que vibraba en el aire con la fuerza de un pacto antiguo. —¿El deseo está contigo? —preguntó, sus ojos clavados en los míos, profundos como pozos de obsidiana que reflejaban mi rendición, mi cabello negro enmarcando mi rostro mientras lo miraba con devoción. —Sì, y con tu espíritu —respondí en un susurro, mi voz temblorosa pero firme, mi cuerpo inclinándose hacia él como atraído por un mandato invisible, mis manos delicadas alzándose ligeramente como si ofreciera una ofrenda aún no pronunciada. El calor de su cercanía me envolvió como un manto invisible, y sentí cómo mi piel se erizaba bajo su mirada, la jaula apretando mi carne contenida mientras mis tacones me mantenían en una postura de ofrenda perpetua.
Me detuve frente a él, temblando, y dejé que mis manos cayeran a los costados, mis dedos finos rozando mis muslos desnudos. Su mirada me desnudó aún más allá de mi piel expuesta, atravesándome como una luz que revelaba cada rincón de mi alma, cada curva de mi cuerpo moldeado para su placer. Sentí el peso de mi propia fragilidad, una carga que me hundía en la devoción, y me arrodillé ante él, mi cabeza baja, el cabello cayendo como un velo sobre mi rostro, mis manos temblorosas descansando sobre mis muslos. —Confieso… —comencé, mi voz quebrada mientras el suelo frío besaba mis rodillas—, que he fallado en pensamientos, palabras y omisiones… es mi culpa, es mi gran culpa. Él se inclinó, su mano rozando mi mejilla con una caricia que era absolución y promesa, sus dedos fuertes enredándose en los mechones oscuros de mi cabello, levantando mi rostro para encontrar sus ojos. El roce de su piel contra la mía fue como el óleo de un gesto secreto, y mis labios, llenos y pintados, temblaron bajo su toque.
—Que tu arrepentimiento sea sincero —susurró, su aliento cálido rozándome, un soplo que avivaba el fuego que ardía en mi interior—. Pídeme que te libere. —Señor, ten piedad de mí —supliqué, mi voz apenas audible mientras mis manos subían por sus piernas, buscando su calor, mis uñas cuidadas rozando la tela de sus pantalones—. Ten piedad de esta carne que te desea. Él me miró con ojos oscuros y severos, y con un movimiento firme me giró hasta dejarme inclinada sobre sus rodillas, mi cuerpo esbelto expuesto, mis caderas elevadas como una ofrenda, la jaula colgando entre mis muslos como un relicario de mi sumisión. —Tu penitencia será tu purificación —dijo, su voz grave como un mandato profundo. Su mano descendió con fuerza sobre mis nalgas, una, dos, tres veces, cada golpe resonando en la penumbra como un eco de mi culpa, el ardor marcando mi piel suave y pálida. Un gemido escapó de mis labios, cargado de entrega y placer, y la palma de su mano dejó un sello ardiente, una marca de expiación que me hacía sentir más suya con cada impacto, el sonido de mis tacones rozando el suelo un contrapunto al ritmo de su castigo.
Se detuvo, su mano descansando sobre mi piel enrojecida, y sus dedos acariciaron el lugar que había castigado, un bálsamo que transformaba el dolor en éxtasis. —Que mi misericordia te absuelva —susurró, su voz un murmullo que resonaba como una bendición—. Que este acto lave tus culpas y te prepare para mí. Sonrió, oscuro y magnánimo, y su mano guió la mía hacia su pecho, donde sentí el latido firme de su corazón bajo mis dedos delicados, mi piel contrastando con la rudeza de la suya. —Gloria a ti, mi pequeña Andrea —dijo, su tono resonando como un canto, elevado y reverberante, como si las paredes mismas cantaran su alabanza—. Por tu entrega, por tu temblor, por el fuego que arde en ti. Me alzó con suavidad, sus manos firmes bajo mis brazos, y el calor de su cuerpo me envolvió como una nube de incienso ascendiendo al cielo, mi respiración acelerándose en un canto de gratitud que no necesitaba palabras, el clic de mis tacones resonando mientras me ponía de pie.
Me llevó hasta una silla tallada en madera oscura, elevada como un trono de autoridad desde donde dictaría su voluntad. Se sentó, desabrochándose los pantalones para liberar su erección, gruesa y pulsante, extendiendo una mano para que me acercara, y su voz se alzó como un guía que desentraña secretos. —Escucha mis palabras —ordenó, sus dedos trazando mi cintura estrecha mientras me hacía sentarme a horcajadas sobre él, mi cuerpo desnudo enfrentándolo, la jaula rozando su piel mientras me posicionaba sobre su regazo—. Entrégate a mí con todo tu ser, con cada pensamiento, con cada deseo, con cada latido. Este es mi mandato. Guio mis caderas con firmeza, penetrándome lentamente desde abajo, su miembro deslizándose dentro de mí con una presión exquisita, mi cuerpo temblando mientras me llenaba por completo, mis muslos abiertos a ambos lados de él, mis tacones apoyados en el suelo. El calor de su piel traspasaba mi desnudez, y su aliento en mi cuello me envolvía como un murmullo íntimo, mis hombros delicados estremeciéndose bajo su roce. Cerré los ojos, gimiendo suavemente mientras me movía sobre él, mis manos aferradas a sus hombros, mis caderas subiendo y bajando en un ritmo que él controlaba con cada toque, su erección hundiéndose más profundo con cada movimiento, un placer intenso creciendo en mi interior.
Mis labios temblaron al responder, un eco devoto a su proclamación. —Sí… —susurré, inclinándome para besar su mandíbula, mi lengua rozando su piel áspera como un canto antes de la revelación, el sabor salado de su carne convirtiéndose en mi verso. Mis manos se aferraron a sus hombros, mis dedos finos buscando anclarse en su fuerza, y él rió suavemente, un sonido profundo que vibró contra mí. —Entrégate a mí con todo lo que eres —dijo, sus manos deslizándose por mi espalda, explorando cada curva de mi cuerpo como un artesano que moldea su obra—, con tu corazón, que late por mí; con tu alma, que se rinde a mi voluntad; con tu mente, que no conoce más verdad que mi deseo; y con tus fuerzas, que se agotan en mi nombre. Su voz era una plegaria de dominio, y mi cuerpo respondía como un eco devoto, un estremecimiento recorriéndome mientras sus manos bajaban, trazando la curva de mis caderas, guiándome para que me moviera más rápido, su miembro palpitando dentro de mí, llenándome con cada embestida que él dirigía desde abajo. Mis gemidos se intensificaron, mis pechos pequeños temblando con cada movimiento, y mis labios buscaron los suyos en una promesa silenciosa, él me recibió con un gruñido bajo, su boca reclamando la mía, su lengua explorando mi interior mientras nuestras pelvis se unían en un ritmo febril.
Me levantó entonces, sacándome de su regazo con un movimiento fluido, mi cuerpo aún vibrando por el placer, y me llevó hacia una cama cubierta con sábanas negras que absorbían la luz, un lecho donde el rito continuaría, mis pasos resonando con el taconeo agudo como una marcha hacia la consagración. Sobre una mesita junto a la cama, una copa de vino de metal brillaba tenuemente, y al lado, una bandeja con un pan oscuro, símbolos de una ofrenda que pronto sería compartida. Me arrodillé ante él una vez más, mi cuerpo esbelto ofrecido como el don que se entrega en veneración, la jaula brillando bajo la luz ámbar como un voto de obediencia. Él tomó la copa de vino entre sus manos, alzándola con reverencia, sus ojos posándose en mí como si yo fuera el líquido que consagraría. —Esta es la copa de mi deseo —murmuró, su voz resonando como una oración—. Acéptala y prepárate para mí. Me puse de pie, temblando, y él me guió hasta el borde de la cama, empujándome suavemente para que me acostara boca abajo, mis manos aferrando las sábanas negras mientras él se posicionaba detrás de mí. Sus manos firmes levantaron mis caderas, separando mis muslos con autoridad, y susurró contra mi oído: —Es justo y necesario que me alabes con todo tu ser. Su aliento era caliente, un incienso vivo que me envolvía, y yo gemí, mi voz quebrándose mientras sus dedos recorrían mi piel, acariciando mi entrada antes de penetrarme de nuevo. —Soy suya, suya, suya… —susurré, el eco de mi entrega llenando la habitación como humo ascendiendo al cielo.
Se inclinó sobre mí, su pecho presionando mi espalda, y entró en mí desde atrás con un movimiento lento y profundo, su erección deslizándose dentro de mi cuerpo con una intensidad que me hizo jadear, mis rodillas hundiéndose en el colchón, mis tacones colgando en el aire. —Este es mi cuerpo —dijo, su voz grave mientras empujaba dentro de mí—, entregado por ti. Cada embestida era un acto de posesión, su miembro grueso llenándome por completo, mis paredes internas apretándolo mientras él se movía con un ritmo deliberado, sus manos aferrando mis caderas para guiarme hacia él. Grité ahogada, mis uñas arañando las sábanas negras, el placer recorriendo mi cuerpo en oleadas mientras él me tomaba con la solemnidad de un guardián elevando su promesa, cada penetración un acto de consagración, cada jadeo suyo un murmullo en la penumbra que me llevaba al borde del éxtasis. El ritmo se intensificó, sus manos apretando mi cintura con fuerza, su pelvis chocando contra mis nalgas en un compás feroz, y ordenó: —Proclama mi dominio. —Anuncio tu deseo, Señor… —respondí entre jadeos, mi cuerpo estremeciéndose bajo su poder—, y proclamo tu venida hasta el fin de los tiempos. Él gruñó, acelerando sus embestidas, su miembro hinchándose dentro de mí antes de derramarse en un clímax caliente y abundante, su semen llenándome como el vino que desborda la copa, un sacrificio consumado que me marcaba como suya.
Me giró con suavidad, sentándome en el borde de la cama, mis tacones tocando el suelo de nuevo, mi cuerpo aún palpitando por el placer, y sus labios encontraron los míos en un beso profundo, su lengua danzando con la mía. —Guardián nuestro… —susurró contra mi piel, su voz ronca mientras acariciaba mi cabello—, que estás en mí, venerado sea tu nombre… —Y hágase tu voluntad… —respondí, perdida en la unión de nuestros cuerpos—, en mi carne como en tu reino. Tomó el pan de la bandeja, partió un trozo y lo llevó a mis labios, y lo recibí con reverencia, su sabor mezclándose con el de mi entrega. Luego se inclinó hacia mí, guiando mi cabeza hacia su regazo, su miembro aún firme y húmedo por nuestro acto anterior. —Recibe mi esencia —dijo, su voz resonando con autoridad mientras mis labios se cerraban alrededor de él, mi lengua deslizándose por su longitud, saboreando la mezcla de su clímax y mi devoción. Lo tomé profundamente, mis manos descansando en sus muslos, mi boca trabajando con fervor para complacerlo, el calor de su carne llenando mi garganta mientras él gemía suavemente, sus dedos enredándose en mi cabello para guiar mis movimientos. Bebió de la copa de vino, luego me la pasó, y el líquido cálido se deslizó por mi garganta, mezclándose con el sabor de él en mi boca, sellando nuestra comunión en un acto de entrega total. Me levantó con delicadeza, colocándome de rodillas una vez más frente a él sobre el suelo, mis tacones resonando al asentarse, sus manos descansando sobre mi cabeza como una bendición final. —Que mi amor te guarde —dijo, su tono grave y sereno—. Que mi deseo te dé la paz y te haga mía para siempre. —Así sea… —susurré, inclinándome para besar sus manos, mi cuerpo vibrando con la entrega total que me había exigido, el roce de sus dedos en mi cabello cerrando el rito con ternura y autoridad.
Se alejó lentamente, su figura imponente recortada contra la luz del candelabro, y me miró con esa sonrisa oscura que prometía eternidad. —Puedes ir en paz, pequeña mía —proclamó—. Ama con todo tu ser, como yo te he amado. Me quedé allí, de rodillas, el incienso flotando en el aire, el calor de su toque y su esencia aún dentro de mí como una marca sagrada, la jaula ceñida a mi carne como un voto eterno, mi corazón, mente, alma y fuerzas rendidos en un evangelio que llevaría conmigo para siempre.