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Era una mañana fresca de 2001, el reloj marcaba las ocho en punto. La Biblioteca Luis Ángel Arango era mi refugio favorito, un remanso de silencio en el que encontraba consuelo entre las páginas de libros ajenos. A mis dieciocho años, me gustaba perderme en los laberintos de anaqueles, sintiendo que cada tomo guardaba secretos que nadie más podía escuchar. Aquella mañana había pasado un rato en la sala de economía, en el segundo piso, con un libro voluminoso sobre política económica colombiana. Aunque aquella sala era tranquila, con sus mesas ordenadas y su atmósfera de estudio disciplinado, prefería la hemeroteca. Su techo alto, la amplitud del espacio y la luz generosa que se filtraba por los ventanales le conferían una majestuosidad distinta, más propicia para perderse entre páginas densas sin sentir la opresión del encierro. Allí, rodeado por los mismos señores de siempre, sumidos en sus periódicos y revistas como monjes modernos consagrados a la tinta y el papel, me entregué a la lectura, ajeno al bullicio lejano de la ciudad.
Necesitaba un respiro. Entregué el libro al encargado y subí al último piso sin prisas, sin notar que alguien me seguía en silencio. La mañana era de un frío nítido, pero el sol se colaba entre los edificios con un resplandor dorado. Al llegar al balcón, saqué un cigarrillo y lo encendí con calma. La primera bocanada fue larga y espesa, el humo serpenteó en el aire antes de desaparecer. Me apoyé en la baranda de hierro frío, sintiendo en la piel el escalofrío del viento. Cerré los ojos un instante, disfrutando la mezcla de nicotina y aire limpio. Todo se sentía tranquilo, casi perfecto.
Fue entonces cuando él apareció a mi lado. Más bien bajito, canoso, calvo y de lentes, un señor normal. Llevaba un saco de paño algo viejo pero limpio. Lo había visto antes, en la hemeroteca, moviéndose entre las mesas con una quietud calculada, hojeando revistas con desinterés fingido. En sus manos sostenía un vaso de café humeante, recién comprado en la cafetería del piso. No dijo nada. Solo se quedó allí, como si el balcón le perteneciera y yo fuera el intruso. Su presencia era densa, como la de aquellos que saben cómo llenar un espacio sin esfuerzo, como si siempre hubieran estado allí, observando sin ser vistos.
Sin buscarlo, empezamos a hablar. Las palabras fluyeron sin tensión: el frío bogotano que calaba los huesos, la ciudad caótica, la incertidumbre del país. Hablaba con una cadencia pausada, medida, como quien sabe que cada palabra tiene peso. Mientras tanto, el humo de mi cigarrillo se mezclaba con el vapor de su café, y por un instante parecimos dos figuras suspendidas en un cuadro de luz y penumbra.
El tiempo pasó rápido, como ocurre cuando uno se sumerge en conversaciones sin importancia aparente. Apagué el cigarrillo contra la baranda y decidí regresar al interior. Él siguió mis pasos, el vaso de café vacío en una mano, la otra hundida en el bolsillo de su saco. Sentía su sombra detrás de mí, acompasada con mis movimientos, como un eco sutil. Caminé directo al baño. El aire adentro era distinto, impregnado de desinfectante y humedad, con esa luz blanca y despiadada de los tubos fluorescentes.
Abrí el grifo del lavamanos y dejé correr el agua fría sobre mis manos. La miré descender por el desagüe mientras el eco de nuestra charla aún flotaba en mi mente. Detrás de mí, la puerta se abrió con un leve chirrido. Él entró con esa misma expresión impenetrable y me dedicó una sonrisa apenas insinuada. Pensé que era una simple coincidencia.
Me aparté del lavamanos cuando lo vi colocarse frente a un urinal con la naturalidad de quien está en su territorio. Sin dudarlo, me encerré en un cubículo. Siempre lo hacía. Los baños públicos me incomodaban, me hacían sentir expuesto. Además, mi verga era pequeña y, aunque nadie pareciera notarlo, la posibilidad de ser observado me aterraba. Bajé la tapa del sanitario y me senté, sin prisas. Desde allí, el sonido de su orina cayendo con fuerza contra la cerámica llenó el silencio. Me quedé quieto, escuchando.
Hubo un instante de pausa, luego el tintineo de su cinturón, el roce de la cremallera subiendo, su respiración acompasada. Un silencio denso, como el de una iglesia antes del sermón. Finalmente, salí del cubículo y me acerqué de nuevo al lavamanos. Él estaba allí, lavándose las manos con calma. Cuando me ubiqué en el lavabo de al lado, giró ligeramente la cabeza y preguntó, con un tono curioso pero medido:
—¿Por qué entraste al cubículo si solo ibas a orinar?
Me quedé un segundo en silencio, sorprendido por la pregunta. Luego improvisé una respuesta vaga sobre comodidad y costumbre. Él sonrió, secándose las manos con parsimonia.
—Es raro —dijo, con un destello de picardía en los ojos—. O pena —añadió, dejando que la frase flotara entre nosotros—. O quizás nunca has visto una verga en un baño, aunque sea por accidente.
La sangre me subió al rostro, un ardor rápido que intenté disimular. Tartamudeé una negación apresurada y salí de allí con el corazón latiendo fuerte. Caminamos juntos hasta la hemeroteca, pero las palabras ya no fluían. Algo en la atmósfera había cambiado, un aire eléctrico que no podía ignorar. Me senté frente a mi libro, pero las letras se mezclaban ante mis ojos. La incomodidad me ganó.
Tomé mis cosas y me fui, sin mirar atrás. Pero la sensación de su presencia siguió conmigo durante días. Su pregunta, su sonrisa ladeada, el sonido de su orina cortando el silencio, todo volvía una y otra vez, como una melodía inquietante. Dejé de ir a la Biblioteca Luis Ángel Arango por un tiempo. No quería encontrarlo de nuevo. O quizás lo que no quería era encontrarme a mí mismo en esa incomodidad que no sabía cómo nombrar.
La duda y los nervios me acompañaron por días, hasta que casi lo olvidé. Un lunes, regresé a la biblioteca, cayendo en la rutina otra vez. Pedí un libro de Marco Palacios en el mostrador; era aburrido, pero lo necesitaba para un trabajo. Caminé hacia la sala de economía, entre estanterías y mesas, y ahí estaba él. Sentado con un periódico, me saludó con una sonrisa, como si fuéramos amigos. Ese gesto trajo de vuelta todo lo que había sentido antes.
Pasaron un par de horas. Yo estaba estudiando, hundido en las páginas del libro de Marco Palacios, tratando de avanzar en ese trabajo que no me entusiasmaba. Pero algo me sacaba del enfoque: nuestras miradas se cruzaban cada rato. Él, desde su mesa con el periódico, levantaba la vista, y yo, sin querer, hacía lo mismo. No era constante, solo pequeños instantes, como si el aire entre las estanterías se cargara por un segundo antes de volver a la calma. Me sentía raro, atrapado entre concentrarme y esa sensación que no sabía nombrar.
De pronto, se levantó de su mesa y caminó hacia la mía. En voz baja, como exige una biblioteca, me invitó a tomar un café en la cafetería del último piso. Lo dijo casual, como si fuera algo que ya hubiéramos hecho antes, y de cierta manera así era: recordé esa mañana en el balcón, cuando subí a fumar y él me siguió con su café. Yo estaba con el libro abierto, medio perdido en las líneas, y su voz me sacó de golpe. Las miradas de esas dos horas ahora tenían un motivo, y aunque dudé un segundo, algo en su tono me hizo asentir.
Subimos a la cafetería del último piso y, como si fuéramos amigos, bebimos el café. La biblioteca estaba particularmente sola esa mañana, con pocos pasos resonando entre las mesas y un silencio más profundo de lo usual. Al terminar, mientras bajábamos de regreso a la sala, él mencionó que iba al baño. Sin pensarlo mucho, lo seguí, como si el hábito de esos encuentros fugaces ya se hubiera instalado entre nosotros.
Entramos al baño y, mientras estábamos ahí, me dijo con voz calma que me ayudaría a superar mis penas. Se alejó un poco del urinal y empezó a orinar. No pude evitar verlo: su verga era grande, gruesa incluso estando flácida, y el chorro de orina amarilla salía con fuerza, golpeando la cerámica con un sonido que retumbaba en el silencio. Fueron solo segundos, pero se estiraron como si el tiempo se detuviera. Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de vergüenza ajena y fascinación que no podía explicar. El corazón me latía rápido, las manos se me enfriaron, y un calor subía por mi cuello, sonrojándome otra vez. Era como si el aire se volviera pesado, cargado de algo que no sabía nombrar, mientras el eco de sus palabras y ese momento se clavaban en mí.
Cuando terminó, me miró y preguntó si me gustaba, si eso ayudaba a no tener pena en los baños. Tímido, con la voz apenas saliendo, le dije que sí. Estaba fascinado, y se me notaba en los ojos abiertos, en el calor que me subía a la cara. Él asintió, como si lo esperara, y dijo que era mi turno. Me tomó del brazo con decisión, me llevó a un cubículo y cerró la puerta por si alguien entraba, aunque esa mañana no había nadie. Se paró detrás de mí, tan cerca que sentía su presencia como un peso, y me dijo que orinara. Moría de vergüenza. Con manos temblorosas, abrí mi cremallera, buscando mi diminuta verga entre los bóxers. Los nervios me traicionaron; apenas salían gotas, y el sudor me corría por la frente, frío contra mi piel caliente. Él sonrió, una mezcla de diversión y algo más, y dijo, tranquilo: "Deja verla".
Se apretó a mi lado en el cubículo, el espacio tan chico que nuestros hombros casi se tocaban. Con una sonrisa, me dijo que era preciosa, una verguita chiquita, como el clítoris de una chica. Esperaba sentir pena, pero no fue así; sus palabras me alagaron, me hicieron sentir algo distinto. Una chispa de excitación me recorrió, y mi pequeña verguita empezó a ponerse durita, respondiendo a lo que había dicho, mientras él seguía mirándome con esa calma que lo envolvía todo.
Estiró su mano y, con voz suave, me dijo: "¿Puedo?". Sus dedos rozaron apenas mi pequeño pene endurecido, un toque ligero que me hizo contener el aliento. Comenzó a masturbarme despacio, sujetándolo con delicadeza entre su anular e índice, dedos gruesos y varoniles que hacían que mi verga casi desapareciera en su agarre. Todo era suave, lento, y yo sentía el calor subiendo por mi cuerpo, una mezcla de nervios y algo nuevo que me tenía paralizado ahí, en ese cubículo estrecho.
No pasó mucho antes de que me corriera en su mano. Fueron segundos, tal vez, pero entre gemidos ahogados que apenas podía contener, todo se soltó. Sus dedos, gruesos y firmes, seguían ahí, sosteniendo mi pequeño pene mientras el placer me atravesaba, dejándome temblando en ese cubículo estrecho. El silencio de la biblioteca parecía amplificar cada sonido que intentaba reprimir, y por un instante, todo quedó suspendido entre nosotros.
Quedé temblando en el cubículo, con el eco de mis gemidos ahogados todavía resonando en mis oídos. Él retiró la mano despacio, mirándome con esa misma calma que no se alteraba. Mi respiración estaba entrecortada, el sudor seguía pegado a mi piel, y aunque el momento había pasado, una corriente de algo —no sabía si vergüenza, alivio o las dos cosas— me mantenía clavado ahí. Él se limpió la mano con un movimiento tranquilo, como si nada fuera extraordinario, y me miró otra vez, esperando a ver qué hacía yo.
Lo miré en silencio, todavía temblando, con el cuerpo pesado y la mente dando vueltas. No sabía qué decir, cómo reaccionar, y entonces él se inclinó y me besó. Fue un beso breve pero intenso, sus labios firmes contra los míos, un calor que contrastaba con el frío que aún sentía en las manos. Nos separamos, y sin decir nada, salimos del cubículo. Él caminó directo al lavamanos, abriendo el grifo con calma para lavarse las manos, quitándose mi semen de los dedos como si fuera un gesto cotidiano, mientras el agua corría y el sonido llenaba el espacio. Yo me quedé ahí, a un paso de él, sintiendo el pulso en las sienes, atrapado entre lo que acababa de pasar y la sensación de que todo era irreal.
Justo en ese momento, la puerta del baño se abrió de golpe. Un grupo de hombres entró, tres o cuatro, hablando entre sí con voces graves que rebotaban contra las baldosas. El silencio que había sido nuestro se rompió como vidrio, y yo me tensé, mirando al suelo, temiendo que notaran algo. Él, en cambio, soltó una risa baja, casi un susurro, y me miró de reojo. "Apenas", dijo, con ese tono ligero que hacía parecer todo una broma privada. Terminó de secarse las manos, sacudiéndolas un poco, y salió del baño con paso tranquilo. Yo lo seguí, como si una cuerda invisible me jalara tras él, con las piernas aún débiles y el eco de sus palabras en mi cabeza.
Ya afuera, en el pasillo del último piso, el aire parecía más fresco, pero no lograba calmar el calor que me subía por el cuello. Él se detuvo, girándose hacia mí, y me miró de arriba abajo con una sonrisa que no podía descifrar. "Me encantó tu cuerpo", dijo, directo, sin rodeos, como si hablara del clima. Me quedé mudo un segundo, procesando, y luego, con la voz temblando un poco, le confesé: "Es mi primera vez… de algo así". Las palabras salieron torpes, casi tímidas, pero eran ciertas. Él inclinó la cabeza, como si ya lo hubiera adivinado, y asintió despacio. "Se notaba", respondió, con un brillo en los ojos que no supe si era burla o ternura.
Caminamos unos pasos más, el ruido lejano de la biblioteca llenando el fondo, y entonces él habló otra vez. "Hagamos una cita", propuso, girándose para mirarme de frente. "Mañana. Saca tiempo para algo más calmado, sin prisas esta vez". Lo dijo con seguridad, como si ya estuviera decidido, y yo, todavía aturdido, solo pude asentir. La idea de verlo otra vez, de repetir algo de esto pero con más tiempo, me llenó de una mezcla de nervios y expectativa que no podía desenredar.
Al día siguiente, estaba ahí, esperándolo. Eran las 8 de la mañana, la hora exacta que habíamos quedado, y yo había llegado un poco antes, nervioso, paseando la mirada por la entrada de la biblioteca. El aire estaba fresco, como siempre en Bogotá a esa hora, y mis manos jugaban inquietas con el borde de mi chaqueta mientras el reloj avanzaba. Entonces lo vi aparecer, sin prisa, unos minutos después. Caminaba tranquilo, como si el tiempo no lo apurara, y cuando me vio, sonrió. Me saludó con un gesto cálido, una inclinación de cabeza que ya empezaba a sentir familiar.
"Buenos días", dijo, acercándose. "Pensé que no vendrías, pero aquí estás. Tu puntualidad me encanta". Su voz tenía un tono ligero, casi divertido, pero también algo más: como si mi presencia, mi decisión de estar ahí a tiempo, le dijera algo sobre mí. "Muestra seguridad", agregó, mirándome a los ojos un instante más de lo necesario, y esa palabra —seguridad— se quedó flotando. Yo, que me había pasado la noche dando vueltas en la cama, dudando si aparecer o no, sentí que él veía algo en mí que yo no estaba seguro de tener. Asentí, tímido, y le devolví una sonrisa pequeña, mientras el nu Ese día, por fin, se presentó. "Aureliano", dijo, con una risa suave que resonó en el aire frío, como si su nombre fuera un eco juguetón de García Márquez. Lo dijo mirándome fijo, su cabeza calva brillando bajo la luz tenue de la mañana, lo poco que le quedaba de pelo —unas hebras canosas— moviéndose apenas con la brisa. Esa calvicie le daba un aire duro, curtido, y sus ojos oscuros me atraparon mientras esperaba mi respuesta. "Andrés", contesté, mi voz saliendo baja, insegura, como si al pronunciar mi nombre me entregara un poco más a él. El frío de las 8 de la mañana en Bogotá cortaba la piel, y el vapor de mi aliento se mezclaba con el suyo, flotando entre nosotros como un secreto mientras nos mirábamos frente a la entrada de la biblioteca.
Me observó un instante, con esa calma que ya me tenía envuelto, una calma que contrastaba con el nerviosismo que me recorría. "¿Estás seguro, como parece por tu puntualidad?", preguntó, inclinando esa cabeza calva hacia un lado, dejando que las palabras se asentaran como un reto silencioso. No esperó una respuesta clara; mi presencia ahí, mi silencio tembloroso, parecían confirmarle todo. "Vamos a mi casa", dijo, con una seguridad que no dejaba espacio a dudas. "Queda cerca". Y empezó a caminar, sin mirar atrás, su figura recia abriendo paso entre el aire fresco. Yo me quedé un segundo quieto, con el corazón latiéndome en el pecho como un tambor, pero algo me empujó a seguirlo, una mezcla de miedo y un deseo que me quemaba por dentro.
Salimos de la biblioteca y nos perdimos en las calles de La Candelaria. El barrio estaba despertando despacio, con el sonido lejano de una escoba barriendo un portal y el crujir de alguna ventana vieja. Las casas coloniales nos flanqueaban, sus paredes gastadas de rojo y ocre, sus balcones de madera oscura asomándose como sombras de otro tiempo. Él caminaba a mi lado, las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, el paso firme, la cabeza calva reflejando destellos del sol que empezaba a colarse entre los tejados. Lo poco que tenía de pelo canoso se agitaba apenas, y yo lo miraba de reojo, fascinado por su presencia. Hablaba con esa voz grave que me envolvía, dejando caer frases sueltas: el frío que se metía por los huesos, el aroma a café que salía de alguna cocina, la historia de una esquina que conocía como la palma de su mano. Era como si fuéramos viejos conocidos, compartiendo un paseo tranquilo, pero cada vez que su hombro rozaba el mío, un estremecimiento me subía por la espalda, un calor que se enredaba en mi pecho y bajaba más allá.
Yo iba callado, con el cuerpo tenso, sintiéndome como un cordero rumbo al matadero. El miedo me apretaba las entrañas, frío y afilado, pero al mismo tiempo había una corriente caliente que me recorría, un cosquilleo que se asentaba en mi entrepierna y me hacía apretar los puños dentro de los bolsillos. Lo miraba: su mandíbula marcada, la sombra de barba grisácea en su piel, la manera en que su calva parecía absorber la luz. Era magnético, un hombre que sabía exactamente lo que quería, y yo estaba atrapado en su paso, siguiéndolo con el pulso acelerado y el sudor humedeciéndome la nuca. Él tenía todo planeado, cada palabra, cada giro en esas calles empedradas; yo, en cambio, no sabía si quería huir o dejarme llevar del todo, perdido entre el terror y un deseo que me arrastraba como una ola imposible de detener.
Llegamos a su casa tras cruzar las calles de La Candelaria, y cuando abrió la puerta, el mundo se transformó. Era una casa colonial, pequeña pero con carácter, con un zaguán fresco y sombrío que se abría de pronto a un patio interior descubierto. El sol de la mañana caía a plomo desde el cielo despejado, bañando todo con una luz dorada que rebotaba en las baldosas rojas del suelo, desgastadas y llenas de historia. Alrededor, las plantas parecían explotar de vida: helechos colgantes se desbordaban de macetas de barro suspendidas en las esquinas, enredaderas trepaban por las paredes blancas como si quisieran escapar al cielo, y pequeñas flores rojas y amarillas salpicaban el verde, temblando con la brisa ligera. En el centro, una pila de piedra rugosa dejaba caer un chorrito de agua que cantaba suavemente, y el aire estaba cargado de olor a tierra húmeda, a hojas frescas, con un toque de madera vieja que venía de las puertas oscuras que rodeaban el patio. La luz del sol pintaba sombras largas y nítidas, calentando el espacio con un brillo casi cegador.
"Siéntete cómodo", dijo, girándose hacia mí con esa voz grave que me atrapaba como una red. Había una certeza en sus palabras, un calor que me rozaba la piel. "Vivo solo, nadie nos interrumpirá aquí… a diferencia del baño aquel". La sonrisa que soltó al decirlo trajo el recuerdo del cubículo, y un estremecimiento me subió por la espalda, seguido de un calor que se enredó en mi pecho y bajó más profundo. Se quitó la chaqueta con un movimiento pausado, dejándola caer sobre una silla de madera junto a la pila, y la camisa se le pegó un instante a los hombros anchos antes de que se volviera hacia mí otra vez. Yo me quedé en el filo del zaguán, mirando ese patio abierto, el sol derramándose como una cascada, sintiendo que cruzaba una línea invisible. El miedo era un nudo frío en mi estómago, pero el deseo lo aplastaba, me empujaba a dar un paso más, atraído por él, por ese espacio que prometía algo que apenas empezaba a imaginar.
Después de ese momento en el patio, me guio hacia la sala. Era un espacio pequeño, acogedor, con paredes blancas y vigas de madera oscura que cruzaban el techo. Había un sofá viejo pero cómodo, tapizado en un verde gastado, y él se sentó a mi lado, tan cerca que sentía el calor de su cuerpo contra el mío. El sol del patio se colaba por una ventana alta, dibujando líneas de luz sobre el suelo de madera, y el aire seguía oliendo a tierra y a algo antiguo, como si la casa guardara secretos en cada rincón. Me miró con esa calma suya, y puso una mano en mi hombro, firme pero suave. "Tranquilo", murmuró, como si supiera que mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho. Su voz me envolvía, deshaciendo un poco el nudo de nervios que llevaba dentro.
Entonces me besó, y fue como si el mundo se detuviera. Sus labios eran cálidos, seguros, y se movían contra los míos con una intensidad que nadie me había dado antes. No era solo un beso; era un reclamo, una corriente que me recorría entero, haciéndome temblar. Sus manos empezaron a deslizarse por mi cuerpo, primero por mi espalda, bajando despacio, explorando cada curva con dedos que sabían lo que hacían. Las sentía fuertes, ásperas contra mi camiseta, y un calor me subía por la piel, mezclándose con el frío del miedo que aún no me soltaba. Yo, torpe y sin saber bien cómo responder, le acaricié también. Mis manos subieron por sus brazos, vacilantes, tocando la tela de su camisa, sintiendo los músculos debajo, y luego me atreví a rozar su pecho, inseguro pero atraído por él como si fuera un imán. Cada roce era eléctrico, y aunque no sabía lo que hacía, él no parecía juzgarme; solo seguía, guiándome con esa seguridad que me tenía atrapado.
Su "tranquilo" aún flotaba en el aire, calmando mis nervios mientras sus labios seguían devorando los míos, un beso profundo que me robaba el aliento. Sus manos, que habían trazado mi espalda, se volvieron más audaces. Deslizó los dedos bajo el borde de mi camiseta, rozando la piel de mi cintura, y con un movimiento lento pero firme, la levantó. Me besó el cuello mientras la tela subía, un contacto húmedo y caliente que me hizo temblar, y cuando la prenda cayó, sus labios encontraron mi clavícula. Los besos bajaban despacio, marcando un camino por mi pecho, su lengua rozándome apenas, encendiendo cada nervio con un calor que me hacía jadear.
Sus dedos fueron al botón de mis jeans, deshaciéndolo con destreza, y mientras el pantalón cedía, me besó el pecho, dejando un rastro de fuego que me arqueaba contra él. El denim cayó al suelo, y él no se detuvo. Sus manos tiraron de mis bóxers, quitándolos con esa calma que lo definía, y sus besos siguieron: por mi estómago, su aliento tibio rozando mi piel, bajando hasta el borde de mi pelvis. Me llenaba de besos, cada uno más intenso, más posesivo, como si quisiera comerse cada pedazo de mí. Estaba desnudo ante él, vulnerable, pero no había espacio para la vergüenza; su boca me cubría, me reclamaba, y el deseo me consumía.
Me quedé sentado en el sofá, desnudo, con el calor de sus besos todavía quemándome la piel. Él se puso de pie frente a mí, su figura llenando el espacio, y me miró con esa calma que me tenía atrapado. Mis manos, temblorosas pero decididas, subieron a su cinturón. Lo desabroché torpemente, el cuero crujiendo bajo mis dedos, y luego pasé al botón de su pantalón, soltándolo mientras él se quitaba la camisa con un movimiento lento. La prenda cayó, y ahí estaba su pecho: velludo, canoso, con mechones grisáceos que bajaban en una línea desordenada por su pancita hasta perderse en su ingle. Era un cuerpo vivido, real, y algo en esa rudeza me atrajo más.
Sus manos se posaron en mis hombros, firmes, cálidas, guiándome sin prisa. El pantalón se deslizó hasta el suelo, y quedó en un pantaloncillo blanco, de esos de señor, sencillo pero ajustado. Se marcaba su verga dura bajo la tela, una forma gruesa y prominente que me hizo tragar saliva. Me acerqué, casi sin pensarlo, y pasé mi cara por la tela, rozándola con la mejilla. Olía a él —un aroma fuerte, masculino, mezclado con el calor que desprendía su cuerpo—. Sentí su dureza contra mi piel, el calor atravesando el algodón, y un escalofrío me recorrió entero, mezclándose con el deseo que me empujaba a no parar.
Mis dedos, temblando de nervios y deseo, encontraron el borde de su pantaloncillo blanco. Lo miré a los ojos, buscando algo —permiso, seguridad, no sé qué—, y él me sostuvo la mirada con esa calma suya, un brillo oscuro que me animaba a seguir. Comencé a bajarlos lentamente, el elástico cediendo bajo mis manos, y entonces pasó: su verga saltó libre, como si hubiera estado esperando ese momento. La había visto antes, flácida, esa vez en el baño mientras orinaba, pero ahora era otra cosa. Dura, se alzaba como un monstruo, enorme, venosa, imponente como un misil listo para disparar. El glande rosado brillaba, húmedo bajo la luz, y las venas —azulosas, verdosas, anchas— recorrían su grosor como ríos en un mapa. Era gruesa, como una botella, y me dejó sin aliento. Sus huevos, grandes y cubiertos de vello canoso, colgaban pesados frente a mí, balanceándose apenas, completando esa imagen que me tenía hipnotizado.
Sus manos seguían en mis hombros, firmes, cálidas, y yo estaba ahí, sentado, con esa bestia frente a mi cara. El calor que desprendía me llegaba en oleadas, y el olor —fuerte, crudo, suyo— me llenaba los pulmones. No podía apartar la vista, atrapado entre el miedo y una fascinación que me hacía querer tocar, explorar, perderme en él.
La agarré con las manos, y apenas si podía abarcarla. Con ambas, mis dedos se estiraban al máximo, pero aún quedaba afuera una parte de su longitud, imposible de contener. De grosor, era como mi propia mano cerrada, sin que el índice y el pulgar lograran tocarse alrededor de ella. Era pesada, cálida, y las venas se marcaban bajo mi piel, latiendo contra mis palmas. Comencé a masturbarla lentamente, deslizando las manos de arriba abajo, con cuidado, casi con reverencia. Sentía cómo crecía aún más bajo mi toque, hinchándose, endureciéndose, como si cada movimiento mío la despertara más. El glande rosado se tensaba, las venas se volvían más prominentes, y el calor que desprendía me quemaba los dedos, haciendo que mi respiración se acelerara mientras lo miraba, fascinado, perdido en esa enormidad que parecía no tener fin.
La excitación lo traicionó, y pronto un líquido preseminal empezó a humedecerla, lubricándola bajo mis manos. Estaba tan cerca, su calor y su olor llenándome, que era imposible no querer más. Me incliné, y la punta húmeda rozó mis labios, un contacto tibio y salado que me hizo temblar. Él gimió, un sonido grave que vibró en el aire, y eso me dio valor. Mi lengua salió, tímida al principio, recorriendo el glande, saboreando esa mezcla de dulzura y piel. Luego bajé, explorando el tronco, las venas gruesas pulsando contra mi lengua, hasta llegar a sus huevos. Los chupé, grandes y pesados, cubiertos de vello canoso, metiéndolos uno a uno en mi boca, sintiendo su textura rugosa mientras él se estremecía. Sus ojos estaban cerrados, perdido en el placer, y su cadera se movía apenas, un vaivén instintivo que me empujaba a seguir.
Decidí ir más allá. Abrí la boca y la metí un poco, sabiendo que no cabría toda. Era enorme, imposible de abarcar, pero hice lo que pude. La llené de saliva, mis labios estirándose alrededor de su grosor, el glande golpeando el fondo de mi garganta mientras intentaba respirarla. Él gemía más fuerte, sonidos roncos que resonaban en mi cabeza, y mis manos se aferraron a sus muslos, duros y velludos bajo mis dedos. Su mano derecha se plantó en su cadera, como si necesitara sostenerse, y la izquierda bajó a mi cabeza, enredándose en mi pelo, marcando el ritmo. Me guiaba, subiendo y bajando, un compás húmedo, salivoso, caliente. El sonido era puro sexo: el chapoteo de mi boca contra su verga, la saliva goteando por mi barbilla, el roce de mi lengua lamiendo cada vena, cada pliegue. Era intenso, desordenado; mi garganta se llenaba de él, mis jadeos se mezclaban con sus gemidos, y el calor de su piel contra la mía me consumía. Él empujaba más, no mucho, pero lo suficiente para que sintiera su poder, su necesidad, mientras yo me perdía en el acto, entregado a esa danza húmeda y feroz que nos unía.
Su cuerpo se estremeció, como si estuviera al borde de correrse, pero me detuvo. "No, aún no", dijo, con la voz áspera, cortada por el placer. Me tomó de la mano, sus dedos fuertes rodeando los míos, y así, desnudos los dos, cruzamos el patio hacia su habitación. El calor del sol me bañó la piel por un instante, una caricia tibia que me recorrió el cuerpo mientras pisaba las baldosas calientes, y me encantó esa sensación fugaz de libertad, de exposición, con las plantas alrededor como único testigo. Nadie más estaba ahí, no había puertas que cerrar, solo nosotros en esa casa silenciosa.
Llegamos a su habitación, un espacio sencillo pero cargado de intención. Me miró, con una seriedad que cortaba el aire, y preguntó: "¿Estás totalmente seguro? Esto ya no tiene retorno". Sus palabras eran un umbral, pero el deseo me había tragado entero, y asentí, sin voz, rendido. Me guio a su cama —doble, limpia, las sábanas lisas como si hubiera sabido que terminaríamos así—. Me puso sobre ella con suavidad, y me acosté boca abajo, el colchón firme bajo mi pecho. Él se quedó un momento quieto, y sentí su mirada. "Qué culo tan bonito", susurró, casi para sí, admirando mis nalgas redondas, apenas empinadas, expuestas ante él. Tomó unas almohadas del cabezal, las deslizó bajo mi vientre con cuidado, y quedé alzado, abierto, mi culo empinado en el aire, vulnerable y listo.
Se arrodilló detrás de mí, y sus manos comenzaron a recorrerme. Empezó por los pies, besándolos lento, subiendo por mis pantorrillas con labios cálidos que dejaban un rastro húmedo en mi piel. Sus dedos lo seguían, firmes pero delicados, trazando cada curva de mis piernas. Llegó a mi espalda, y sus besos se intensificaron, lamiendo cada vértebra, explorando la piel entre mis omóplatos mientras yo temblaba bajo su peso. Sus manos buscaron mis nalgas, abriéndolas con suavidad, y mi culito hervía tras sus caricias, un calor que me consumía. Sus dedos recorrían cada pliegue, lentos, precisos, como si quisiera aprenderme de memoria, y yo sentía su aliento tibio contra mi espalda, su cuerpo acercándose más, preparándome para lo que venía.
Lentamente, sus manos fueron bajando, abriendo mis nalgas con una delicadeza que contrastaba con la firmeza de su agarre. El aire fresco que venía del patio descubierto entró por la puerta abierta y rozó mi culito caliente, un soplo que me hizo estremecer, intensificando el calor que ya me quemaba. Sus dedos comenzaron a recorrerlo, primero en círculos lentos, explorando cada borde, cada pliegue, con una paciencia que me tenía al borde de la locura. Sentía las yemas ásperas de sus manos, cálidas contra mi piel sensible, trazando líneas suaves alrededor de mi culo, como si quisiera aprenderme antes de ir más allá. Mi respiración se volvía pesada, entrecortada, y un gemido bajo se me escapó sin querer.
Entonces, posó sus labios ahí, y fue como si un relámpago me atravesara. Un beso fantástico, húmedo, cálido, que me hizo arquear la espalda y soltar un gemido más fuerte, incapaz de contenerme. Sus labios se pegaron a mi culito, suaves pero decididos, succionando apenas, y el calor de su boca contra mi piel era abrumador. Sentí el roce de su aliento, tibio y húmedo, mientras me besaba una y otra vez, cada contacto más intenso, más posesivo. Luego vino su lengua, y el mundo se deshizo. La sentí deslizarse, lenta al principio, lamiendo alrededor de mi culo con una ternura que pronto se volvió hambrienta. Era caliente, resbaladiza, y empujaba contra mí como si quisiera penetrarme con ella. Yo estaba demasiado apretado, tenso por los nervios y el placer, pero él no se rindió. Su lengua insistía, abriéndose paso poco a poco, rozando, explorando, mientras sus labios seguían succionando, dejando mi culito empapado, temblando bajo su boca. Cada lamida era un latigazo de placer, y mis manos se aferraban a las sábanas, mis gemidos llenando el aire.
Sus dedos volvieron, esta vez con intención. Uno primero, húmedo por su propia saliva, se deslizó dentro de mí, lento pero firme. Sentí cómo me abría, un estiramiento que dolía un poco pero se mezclaba con el calor de su lengua, que no paraba de lamer alrededor mientras su dedo avanzaba. Era grueso, áspero, y mi culito se apretaba contra él, resistiendo y cediendo al mismo tiempo. "Relájate", murmuró contra mi piel, su voz vibrando en mi carne, y yo intenté obedecer, aunque mi cuerpo temblaba entero. Luego vino un segundo dedo, uniéndose al primero, y el estiramiento se volvió más intenso. Los movía despacio, entrando y saliendo, curvándolos dentro de mí para rozar lugares que me hacían jadear, mientras su lengua seguía jugando, lamiendo entre sus propios dedos, empapándome más. El sonido era húmedo, sucio —la saliva, el roce de su boca, el deslizar de sus dedos—, y yo estaba perdido, gimiendo sin control, mi culito palpitando bajo su dominio, abierto y entregado a ese beso negro que me deshacía y a la penetración que me llevaba más allá de lo que podía soportar.
Dos dedos ya estaban dentro, moviéndose firmes, pero entonces llegó un tercero. Lo sentí deslizarse, grueso y áspero, uniéndose a los otros, y el estiramiento se volvió feroz. Los movía más rápido, más fuerte, abriéndome con una urgencia que me hacía jadear. "Tengo que prepararte", murmuró contra mi piel, su voz ronca vibrando en mí, "dilatarte para mi verga". Mi culito temblaba, resistiendo y cediendo, y las almohadas bajo mi vientre estaban empapadas de mi precum, mi pequeña verga —casi invisible comparada con la suya— goteando sin control mientras él me dominaba.
Se detuvo de pronto, y con manos firmes me acomodó al borde de la cama. Mi cuerpo temblaba, expuesto, y lo vi sacar una botella de aceite Johnson’s de un cajón. La abrió, y un chorro frío cayó en mis nalgas mientras me nalgueaba, el sonido seco resonando en la habitación. Sus manos esparcieron el aceite, resbaloso y tibio contra mi piel, y luego lo vertió en mi culito, ya húmedo y dilatado por sus dedos. Sentí el líquido correr, mezclándose con mi propia humedad, y luego él se untó un chorro en su enorme verga, esa bestia venosa que brillaba bajo la luz. Me puso en cuatro, mis rodillas al borde, y abrió mis nalgas con cuidado. "Voy a desvirgarte", dijo, y presionó.
El glande rozó mi culito, resbaloso por el aceite, y entró despacio. Fue un estiramiento lento, intenso, su grosor abriéndome como nunca antes. Gemí, un sonido crudo, mientras él avanzaba, centímetro a centímetro, con una paciencia que contrastaba con su tamaño. Dolía, pero el aceite ayudaba, y mi culito cedió, envolviéndolo. Cuando estuvo todo adentro, sus huevos canosos contra mi piel, me llenó por completo —de él, de su carne—, una plenitud que me hizo temblar. Se quedó quieto un instante, dejándome sentirlo, y luego empezó a moverse. Primero lento, entrando y saliendo, pero pronto aceleró, embistiendo con más fuerza. Mis manos se aferraron al cabecero, la madera crujiendo bajo mi agarre, y él se acomodó tras de mí, su cuerpo pegado al mío.
Su mano derecha buscó mi pequeña verga, agarrándola con dedos resbalosos, masturbándome al ritmo de sus embestidas. Su boca encontró mi cuello, besándolo, mordiéndolo, su aliento caliente contra mi piel. La otra mano fue a mis pezones, pellizcándolos, retorciéndolos, y el placer me atravesó como un rayo. Me vine rápido, un chorro débil pero intenso, gimiendo sin control mientras mi cuerpo se sacudía. Él no paró; siguió empujando, más duro, más rápido, y entonces lo sentí. Se estremeció, un gruñido profundo escapando de su garganta, y me llenó con un río de su leche. Caliente, espesa, inundándome por dentro, mientras sus manos me sujetaban y su verga palpitaba, marcándome con cada gota.
Después de corrernos, nuestros cuerpos se rindieron al cansancio. Me quedé ahí, temblando aún, con su calor dentro de mí, y él se dejó caer a mi lado en la cama, su respiración pesada mezclándose con la mía. Nos envolvimos en las sábanas revueltas, sudados, exhaustos, y sin darnos cuenta, nos dormimos. Fue un sueño profundo, sin sueños que recordar, solo el peso de lo que había pasado asentándose en mí. Un par de horas después, me despertó el aroma de café. Abrí los ojos y lo vi, desnudo todavía, con una taza en la mano, la luz del mediodía entrando por la ventana y pintando su piel. Me senté, también desnudo, y tomé el café que me ofrecía, mis manos rozando las suyas.
Salimos al patio, las baldosas tibias bajo nuestros pies descalzos, y nos sentamos bajo el sol de mediodía. El cielo estaba claro, el calor suave acariciándonos la piel, y las plantas alrededor parecían más verdes, más vivas, mientras tomábamos el café en silencio. Era un momento tranquilo, casi irreal después de todo, como si el mundo se hubiera detenido para nosotros. Luego, sin prisa, nos vestimos. Recogí mi ropa del suelo de la sala, él se puso su camisa y pantalón, y salimos de la casa, caminando de nuevo por las calles de La Candelaria. Antes de llegar a la biblioteca, paramos al lado de La Puerta Falsa. Almorzamos ajiaco, el vapor subiendo de los platos, el sabor espeso y caliente llenándonos después de esa mañana intensa. Hablamos poco, solo lo suficiente, como si las palabras no hicieran falta.
Llegamos a la puerta de la biblioteca, y ahí nos detuvimos. El sol ya bajaba un poco, tiñendo las fachadas de un dorado suave. Me miró, con esa calma suya que ya conocía, y sonrió leve. "Nos vemos", dijo, simple, sin promesas ni apuros. Yo asentí, todavía sintiendo el eco de él en mi cuerpo, y nos despedimos con un apretón de manos que duró un segundo más de lo normal. Luego él se alejó, perdiéndose entre la gente, y yo me quedé ahí, mirando la entrada, sabiendo que algo en mí había cambiado para siempre.
Después de corrernos, descansamos, nuestros cuerpos exhaustos cayendo juntos en la cama, y dormimos un rato, envueltos en el silencio de esa casa colonial. Me despertó con un café un par de horas después, los dos aún desnudos, y lo tomamos en el patio bajo el sol de mediodía, la luz calentándonos la piel mientras las plantas nos rodeaban. Luego nos vestimos y caminamos hasta la biblioteca, pero antes almorzamos ajiaco al lado de La Puerta Falsa, el sabor cálido sellando esa mañana. En la puerta de la biblioteca nos despedimos con un apretón de manos que dijo más que palabras, y él se alejó, dejándome con una marca que no se borraría.
Aureliano fue mi primer hombre, mi primer amor. Me desvirgó no solo el cuerpo, sino el alma, abriéndome a un mundo que no conocía. Con él aprendí mucho: a tocar, a sentir, a amar de una manera que no sabía que podía. Lo que empezó en ese baño, en ese balcón, se convirtió en una relación que duró varios años. Fueron días de encuentros entre libros y cafés, de cigarrillos compartidos y noches que se alargaban en su casa, su cuerpo enseñándome el mío. Pero la vida siguió su curso. Tuve que irme a Londres a estudiar mi maestría, un adiós que dolió más de lo que esperaba. Él se quedó, y con el tiempo tuvo nuevas relaciones, nuevos chicos que llenaron los espacios que yo dejé.
Han pasado más de veinte años desde entonces. Hoy, en 2025, sigo yendo a la Luis Ángel. A veces pido un libro, a veces solo me siento en la hemeroteca, rodeado del crujir de los periódicos y el murmullo de siempre. Miro a los hombres que pasan, buscando en sus ojos un destello de los de mi amante, esa mirada oscura que me atrapó. Me pregunto quiénes son, qué historias llevan. Imagino chicos como yo fui, descubriendo el amor y el sexo entre las estanterías, los cafés de la cafetería, los cigarrillos matutinos que ya no se fuman ahí. Aureliano sigue conmigo, en cada rincón de esa biblioteca, en cada recuerdo que se cuela entre las páginas, un eco de mi primer todo que no se apaga.