Guía Cereza
Publicado hace 1 semana Categoría: Hetero: General 341 Vistas
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No sé en qué momento empecé a buscar algo que ni yo mismo sabía definir. Solo sé que un día, como si lo hiciera en automático, descargué Tinder. La idea no era clara. ¿Conocer a alguien? ¿Hablar? ¿Sentir algo distinto a lo habitual? Tal vez todo eso junto. Quizá solo necesitaba un respiro. La verdad es que, aunque comparto la vida con una pareja desde hace muchos años, lo erótico se nos fue volviendo costumbre, casi silencio. Una sequía sin fecha de inicio.

Fue una mañana cualquiera cuando hice match con Karen.

Al principio no presté demasiada atención. Me saludó con un simple “hola” y yo respondí con el mismo desgano con el que uno mira un atardecer desde una ventana sin abrirla. Hablamos unos días, pero tuve que viajar y la conversación se enfrió. Ella insistió, con una constancia misteriosa. No entendía muy bien por qué lo hacía, pero me gustaba su presencia discreta y firme.

Al regresar del viaje, abrí de nuevo la aplicación. Ahí estaba su mensaje, quieto, esperándome. Le propuse cambiar a WhatsApp. “Será más fácil por ahí”, le dije. Y así fue. El 6 de enero volvimos a hablar con más constancia. Sus mensajes eran cálidos, casi familiares, y poco a poco nuestras palabras fueron deslizándose hacia un terreno más íntimo. El deseo empezó a insinuarse en frases casuales, en confesiones breves que se volvían llamas.

Le dije que hacía tiempo no sentía el cuerpo arder. Ella entendió sin más. Fue ella quien, sin pedírselo, me envió una fotografía desnuda. Su cuerpo tenía una geometría que me dejó sin aliento. La imagen me desarmó. Le pregunté si quería una mía, pero me dijo que no. No por rechazo, sino porque simplemente no le atraían esas fotos. Le bastaban las palabras.

La conversación subió de temperatura. Y fue entonces cuando propuse vernos.

—¿Cuándo? —me preguntó. —Mañana. A las seis de la mañana.

La cita quedó pactada. Esa noche apenas dormí. La ansiedad era una mezcla de miedo y deseo. A las 6:45 ya estaba en la estación donde acordamos vernos. Ella no llegaba. Ni siquiera respondía. Miraba la pantalla del celular con una ansiedad que rayaba en lo patético: el doble chulo de WhatsApp no aparecía.

Pensé lo peor. ¿Y si solo era un juego? ¿Y si detrás de esa foto, de esas palabras, no había nadie? Pero cuando ya estaba por irme, me escribió. Se había quedado dormida. Dudé, pero decidí esperar. Veinticinco minutos después, apareció.

Vestía con una simplicidad que la hacía aún más bella. Me miró, sonrió con timidez y me dio su brazo como si hubiéramos compartido muchas mañanas antes de esa. Le propuse ir a un hotel y aceptó. Su naturalidad me desarmó aún más.

En el hotel, después del trámite de las cédulas, subimos a la habitación. Yo pensaba que habría un preámbulo, palabras, risas, un café tal vez. Pero apenas cerró la puerta, ella comenzó a desnudarse. Lo hizo sin prisa, sin pudor, con la conciencia de quien se sabe deseada. Su cuerpo tenía una armonía que pocas veces había visto. Me apresuré a alcanzarla.

Lo que siguió no puede describirse sin traicionar lo que fue: un momento sin tiempo, sin moral, sin culpa. Yo no quería que se acabara. Cada gemido suyo era una certeza. Cada movimiento, una respuesta. Lo hice todo por hacerla sentir plena. Por un instante, el mundo dejó de existir.

Solo nos vimos esa vez. Seguimos hablando un tiempo, hasta que un día me escribió para decir que lo mejor era tomar caminos distintos. Lo entendí. Nunca la volví a buscar. Borré su número. No como castigo ni como gesto dramático, sino como acto de respeto.

Y sin embargo, todavía hoy —cuando alguna madrugada se hace demasiado silenciosa— vuelvo a ese recuerdo como quien acaricia un libro con las páginas marcadas por el fuego.

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