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El sol de las tres de la tarde abrasaba la piel de Andrés mientras caminaba por el sendero que serpenteaba desde Cabo San Juan, en el Parque Tayrona. A sus 25 años, este bogotano de 1.80 metros, trigueño y con un cuerpo gordito pero firme —80 kilos bien distribuidos, con un trasero prominente que llenaba sus shorts de lino—, había decidido escapar del caos de la capital. El aire salado se pegaba a su piel, y el sudor resbalaba por su frente, humedeciendo las cejas oscuras que enmarcaban unos ojos castaños llenos de curiosidad. Llevaba una mochila ligera con una botella de agua, una camiseta blanca empapada y la sensación de que este viaje era más que unas vacaciones: era una búsqueda.
No sabía a dónde lo llevaba el sendero, solo que quería explorar más allá de las playas abarrotadas. El murmullo de la selva —grillos, pájaros, el roce de las hojas— lo envolvía, y el calor húmedo hacía que su ropa se sintiera como una segunda piel. Tras unos diez minutos, el sendero se abrió a una playa pequeña, casi secreta, rodeada de palmeras y rocas que la protegían del mundo. Boca del Saco, aunque Andrés no lo sabía aún, era un rincón donde las reglas parecían desvanecerse.
La arena era fina, de un blanco cremoso que reflejaba el sol, y el mar turquesa lamía la orilla con una suavidad hipnótica. Pero lo que detuvo a Andrés en seco no fue el paisaje, sino las personas: unas pocas figuras dispersas, todas desnudas. Hombres y mujeres, algunos bronceados, otros pálidos, caminaban o descansaban sin ropa, como si fuera lo más natural del mundo. Andrés parpadeó, sintiendo un calor que no venía del sol. ¿Una playa nudista? Nadie le había mencionado esto en el hostal.
Se quedó parado, con la mochila colgando de un hombro, dudando si seguir o retroceder. Fue entonces cuando lo vio. A unos metros, emergiendo del sendero, apareció un hombre que parecía sacado de un sueño febril. Karel, un checo de 55 años, medía 1.90 metros y tenía una presencia que dominaba el espacio. Su cuerpo gordo pero sólido, cubierto de un vello grisáceo que recorría su pecho, abdomen y piernas, lo hacía parecer un oso en su hábitat natural. Su barba corta, salpicada de canas, enmarcaba una mandíbula fuerte, y sus ojos azules, profundos, tenían un brillo de aventura. Llevaba una camisa de lino desabotonada, unos bermudas flojos y sandalias gastadas. En su mano izquierda, un anillo de matrimonio relucía bajo el sol.
Karel venía solo, tras un almuerzo con su esposa y sus hijos adolescentes en el restaurante de Cabo San Juan. Había decidido caminar para despejarse, para escapar del bullicio familiar y del peso de su vida en Praga. No esperaba encontrar esta playa, mucho menos la visión de cuerpos desnudos bajo el sol caribeño. Sus ojos se encontraron con los de Andrés, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Ninguno habló. Andrés sintió un nudo en el estómago, una mezcla de vergüenza y curiosidad. Karel, con una ceja ligeramente alzada, parecía evaluarlo, pero también había un destello de sorpresa en su mirada.
Ambos miraron a su alrededor, confirmando lo evidente: todos estaban desnudos. Una pareja joven reía cerca del agua, sus cuerpos bronceados brillando con gotas de mar. Un hombre mayor, con la piel arrugada, descansaba bajo una palmera, indiferente al mundo. Andrés tragó saliva, sintiendo el calor subirle al rostro. Karel, con una calma que contrastaba con su imponente figura, dejó caer su mochila al suelo y se quitó la camisa, revelando un torso velludo y un abdomen redondeado pero firme. Andrés no pudo evitar mirarlo, fascinado por la confianza del hombre.
Sin cruzar palabra, Karel desabrochó sus bermudas, dejándolas caer junto a sus sandalias. Su cuerpo, ahora completamente expuesto, era una mezcla de fuerza y suavidad. Su piel, pálida pero enrojecida por el sol, contrastaba con el vello oscuro que cubría su pecho y bajaba en una línea hasta su entrepierna. Y allí, imposible de ignorar, estaba su verga: grande, blanco-rosada, colgando pesada entre sus muslos velludos. Andrés sintió un calor distinto, uno que subía desde su pecho y se instalaba en su bajo vientre.
Andrés, con las manos temblorosas, decidió seguirle el paso. No quería parecer fuera de lugar, aunque su corazón latía con fuerza. Se quitó la camiseta empapada, revelando su torso trigueño, con una capa de grasa que suavizaba sus músculos pero dejaba ver su fuerza. Sus pezones oscuros se endurecieron al contacto con la brisa. Luego, con un suspiro, bajó sus shorts y ropa interior, dejando su cuerpo al descubierto. Su culo, redondo y prominente, brillaba bajo el sol, y su propia verga, más modesta pero firme, reaccionó ligeramente al aire libre y a la mirada de Karel.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Había pena en la mirada de Andrés, pero también una chispa de complicidad. Karel, con una leve sonrisa, asintió casi imperceptiblemente, como diciendo: Estamos en esto juntos. Sin hablar, ambos caminaron hacia la orilla, manteniendo una distancia prudente pero sin perderse de vista. El sol quemaba, la arena se adhería a sus pies, y el olor salado del mar llenaba sus pulmones. Andrés sentía el calor en su piel, la vulnerabilidad de estar desnudo, pero también una libertad extraña, como si la playa los hubiera despojado de todo menos de sus deseos.
Se sentaron a pocos metros uno del otro, cerca de una roca cubierta de musgo. Andrés cruzó las piernas, intentando mantener la compostura, pero no podía evitar lanzar miradas furtivas a Karel. El checo, recostado contra la arena, dejaba que el sol bañara su cuerpo, su verga descansando sobre un muslo, reluciente por el sudor. Cada vez que sus ojos se cruzaban, había un destello, un acuerdo tácito que crecía con cada segundo.
El sol comenzó a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. La playa se vació lentamente; los otros nudistas regresaron por el sendero, dejando a Andrés y Karel casi solos. La temperatura bajó ligeramente, pero el aire seguía cargado de humedad. Andrés se levantó, caminando hacia el agua para refrescarse. Las olas lamían sus tobillos, frías contra su piel ardiente. Karel lo observó, y tras un momento, se puso de pie, acercándose con pasos pesados que hacían crujir la arena.
Estaban a un metro de distancia, el agua rozando sus pies. Andrés sintió el olor de Karel: una mezcla de sudor, protector solar y algo más primitivo, masculino. Karel, a su vez, percibió el aroma cálido de Andrés, un toque dulce bajo la sal del mar. Sus miradas se encontraron, y esta vez no había pena, solo deseo. Karel extendió una mano, rozando el brazo de Andrés. El contacto fue eléctrico, un chispazo que hizo que ambos contuvieran el aliento.
“You... okay?” murmuró Karel, su inglés torpe pero cargado de intención. Su voz era grave, resonando sobre el sonido de las olas.
Andrés asintió, incapaz de articular. “Yeah,” susurró, su propio inglés vacilante, aprendido en clases olvidadas. No necesitaban más palabras. Karel dio un paso más, y sus cuerpos se acercaron, el calor de sus pieles mezclándose. Andrés sintió el roce del vello de Karel contra su pecho, áspero pero excitante. Sus manos encontraron los hombros del otro, explorando con timidez al principio, luego con hambre.
El atardecer pintaba sus cuerpos de dorado. Karel inclinó la cabeza, y sus labios se encontraron en un beso lento, salado, con un dejo de cerveza y deseo. Las lenguas se enredaron, torpes pero ansiosas, mientras sus manos recorrían espaldas, caderas, muslos. Andrés gimió suavemente cuando Karel apretó su culo, sus dedos hundiéndose en la carne firme y húmeda por el sudor. La verga de Karel, ahora dura, rozaba el abdomen de Andrés, grande y caliente, su punta rosada brillando con una gota de humedad.
Se apartaron, jadeando, y Karel señaló una zona apartada, detrás de una roca grande donde la selva se encontraba con la playa. Sin hablar, caminaron allí, la arena pegándose a sus pies. La luz del crepúsculo se desvanecía, y la primera estrella apareció en el cielo. Andrés se arrodilló, atraído por la visión de la verga de Karel, que palpitaba frente a él. La tomó con una mano, pesada, cálida, su piel suave contrastando con las venas marcadas. Acercó los labios, oliendo la sal del mar y el almizcle de Karel. Su lengua rozó la punta, saboreando la mezcla de sudor y deseo, y Karel gruñó, sus manos enredándose en el cabello de Andrés.
La mamada fue lenta, deliberada. Andrés exploró cada centímetro, dejando que su lengua trazara círculos, que sus labios se cerraran alrededor de la carne. El sabor salado llenaba su boca, mezclado con el calor del momento. Karel, con los ojos entrecerrados, empujaba suavemente, guiando el ritmo. Andrés sentía la arena bajo sus rodillas, el aire fresco de la noche naciente, y el calor de su propia verga, dura y goteante.
Karel lo levantó, sus manos fuertes alzándolo como si no pesara. Lo giró, apoyándolo contra la roca, y se arrodilló detrás de él. Andrés tembló cuando sintió el aliento de Karel en su culo, seguido por un beso húmedo, íntimo. La lengua de Karel exploró su entrada, apretada y húmeda, arrancándole gemidos que se perdían en el rugido del mar. El beso negro fue profundo, voraz, dejando a Andrés temblando, su cuerpo rogando por más.
La noche había caído, pero la luna y las últimas luces del crepúsculo los iluminaban. Karel se puso de pie, su verga presionando contra el culo de Andrés. “You want?” susurró, su voz ronca.
“Yes,” jadeó Andrés, arqueando la espalda. Karel escupió en su mano, lubricando su verga y la entrada de Andrés. La penetración fue lenta al principio, el culo apretado resistiendo antes de ceder. Andrés gimió, el dolor mezclándose con el placer mientras Karel lo llenaba, su verga grande estirándolo. El ritmo creció, los cuerpos chocando con un sonido húmedo, la arena crujiendo bajo sus pies. Karel agarró las caderas de Andrés, sus dedos hundiéndose en la carne, mientras lo embestía con una mezcla de fuerza y cuidado.
El clímax llegó como una ola. Karel gruñó, su leche caliente llenando a Andrés, goteando por sus muslos. Andrés, tocándose, explotó en su propia mano, su cuerpo temblando contra la roca. Se quedaron allí, jadeando, sus cuerpos sudorosos pegados uno al otro, el olor del sexo mezclándose con el del mar.
Caminaron en silencio hacia las carpas de Cabo San Juan, la arena fría bajo sus pies. Frente a la entrada, se miraron. Karel rozó los labios de Andrés en un beso suave, prometedor. “Tomorrow?” susurró.
Andrés asintió, sonriendo. “Tomorrow.”
Esa noche, Andrés durmió en su hamaca, el culo aún sensible, lleno del calor de Karel, el sabor salado de su verga lingerando en su boca. Karel, en su carpa junto a su esposa dormida, sentía el olor del culo de Andrés en su barba, la humedad de su virginidad en su piel. Temía que ella lo notara, pero una sonrisa secreta cruzó su rostro. Colombia valía la pena.