Nunca imaginé que el deseo pudiera nacer del sonido. Que lo invisible encendiera tanto más que lo evidente. Pero así fue. Tenía catorce años casi quince cuando comencé a escuchar.
La habitación de mi prima (16 años) estaba justo al lado de la mía. Las paredes eran delgadas, como hechas de papel, y muchas noches, casi sin quererlo, me despertaban sus susurros, jadeos y de esa habitación se escuchaba una dificultad para respirar, pero intentando guardar silencio que se volvía imposible de ignorar.
Al principio, me sentía incómoda. Era como invadir algo sagrado, un rito privado entre ella y su novio. Pero poco a poco, sin saber cómo ni cuándo, la incomodidad se transformó en otra cosa. En un cosquilleo sutil. Una inquietud entre mis piernas. Una tensión que no se cómo explicarles, pero que buscaba liberar.
No veía nada. Solo escuchaba. Y sin embargo, lo sentía todo.
Los murmullos, las risas ahogadas, el gemido que mi prima no podía o no quería contener… todo eso se volvió parte de un lenguaje nuevo para mí. Cada noche que ellos se perdían en su mundo, yo me sumergía en el mío. Uno en el que mi mano, tímida al principio, comenzó a explorar como si buscara una respuesta. Y vaya si la encontró.
Desde entonces, el deseo dejó de ser un misterio. Descubrí que mirar no era necesario para excitarme; que el sonido, la insinuación, lo no dicho, podían ser aún más poderosos. Que había algo deliciosamente íntimo en ser testigo silenciosa del deseo ajeno. Una adictiva mezcla de inocencia y atrevimiento, como si mi alma espiara entre cortinas invisibles.
Una tarde estábamos solas en casa: mi prima y yo. Los padres habían salido, volverían hasta la noche
¿Te molesta si invitamos a Julián? me dijo con esa sonrisa traviesa que siempre llevaba cuando tenía algo entre manos. Quiero ver una peli que alquilé.
No le di importancia. Dije que sí, que no había problema, aunque algo en su mirada me pareció anticipadamente culpable. Al poco rato, Julián llegó y se sentaron juntos en el sofá, uno muy largo, donde me ubiqué en la otra esquina. Entonces ella sacó una sábana del espaldar y se la colocaron encima, como si hiciera frío. No lo hacía.
La película: Bajos Instintos. No tenía idea de qué trataba. Pero bastaron unos minutos para entender que no era cualquier historia. El tono, las miradas, las escenas… todo exudaba tensión sexual. Y algo más: algo en el aire se volvió espeso, denso, como si la sala misma se excitara junto con nosotros.
Yo miraba la pantalla, pero no podía evitar fijarme en ellos. Bajo esa sábana, sus cuerpos se movían sutilmente. Muy sutil. Sin escándalos. Pero no hacía falta mucho para notarlo. Julián tenía su mano bajo la tela, moviéndose con una intención evidente. Y mi prima… su expresión la delataba. Tenía los labios entreabiertos, los ojos semicerrados, las mejillas encendidas. Su pecho subía y bajaba con más fuerza, aunque fingía estar simplemente atenta a la película.
La película alcanzó su punto más ardiente: Una escena de la discoteca, donde la protagonista y un hombre estaban bailando al ritmo de una música sexual, las manos deslizándose, luego una escena donde los actores van a un reservado donde tienen sexo sin frenos.
Mi prima entonces, como si algo dentro de ella ya no pudiera seguir fingiendo, se giró hacia mí y me dice:
¿Podrías ir al supermercado? Tengo ganas de galletas o bebidas… lo que veas. Puedes quedarte con el cambio, dijo con una sonrisa que no alcanzaba a esconder la urgencia.
La excusa era transparente. No quería testigos. Quería quedarse a solas con Julian, y la escena de la película la había calentado tanto que no podía seguir fingiendo. Entones yo acepté, fingí ingenuidad y salí. Pero no al supermercado. Fui a la tienda de la esquina. No quería perderme lo que intuía que pasaría.
Regresé en menos de diez minutos. La puerta estaba cerrada, la casa en silencio. El televisor apagado, la sala vacía. Mi cuerpo, sin quererlo se tensó. Me acerqué a su habitación. La puerta entreabierta y allí en secreto escuché el sonido... claro, húmedo y el rechinar del colchón, el roce de cuerpos.
Y la voz de mi prima, casi en gemidos, susurrando:
-Julian Más... así...duro!, más...
Mi corazón latía en mi garganta. Cerré los ojos un segundo. No vi nada. Solo escuché. Y ese sonido... era como una caricia dentro de mí. Una corriente invisible que me recorría. Me sentí parte del momento sin estarlo. Casi como una cómplice anónima del deseo ajeno.
Cuando volví a la sala, me senté fingiendo normalidad. Ellos salieron poco después, ambos despeinados, ella aún con algo de sudor en la frente y esa leve asfixia que se notaba en los labios y que no se podía esconder.
—¿Acabas de llegar? —me preguntaron los dos.
—Sí —respondí, bajando la mirada, como si nada supiera. Como si no hubiera escuchado nada.
La casa de Julián estaba llena de luces cálidas, música alta y el eco inconfundible del licor haciendo de las suyas en los cuerpos. Era su cumpleaños y mi prima, por supuesto, me había invitado. Ella estaba más radiante que nunca, con un vestido corto y ceñido que no dejaba mucho a la imaginación. Julián no le quitaba los ojos de encima.
Yo, por mi parte, me sorprendí cuando vi que había llegado Andrés, un amigo que siempre me había parecido atractivo. Nos saludamos con un beso en la mejilla, y desde ese momento nuestras miradas comenzaron a chocar una y otra vez, cada vez con más intención.
A medida que la noche avanzaba y el volumen de las risas subía, también lo hacía el calor entre nosotros. Una copa, otra más… y todo fluyó con una naturalidad tentadora.
En un rincón más apartado de la casa, entre la penumbra y la música que vibraba a lo lejos, él se acercó y me besó. Primero suave, como preguntando. Luego con más hambre. Sus manos en mi cintura, mi espalda arqueándose. Su cuerpo se pegó al mío, y comenzamos a bluyinear lento sin que nadie se diera cuenta. Él me rozaba con su pelvis mientras nuestros labios no se despegaban. Sentía su miembro duro contra mí, su ritmo firme y sensual, simulando un vaivén tan real que mi piel se erizaba.
Bluyinear con Andrés era como tenerlo dentro sin que lo estuviera. Nuestras respiraciones se mezclaban, nuestras ganas se apretaban, y yo ya estaba al borde de comérmelo ahí
Entonces, entre el vaivén de cuerpos, vi algo a lo lejos.
Mi prima. Tomando la mano de Julián discretamente, y saliendo por un pasillo lateral sin que nadie más notara. Desaparecieron con una complicidad evidente. No necesitaba imaginármelo: sabía a dónde iban. Sabía lo que harían. Y solo esa idea me encendió aún más.
El deseo me hizo perder la razón.
—Llévame arriba —le susurré a Andrés, con la voz aún temblorosa. Él solo asintió, sin saber que no solo lo quería a él, sino que, en mi cabeza, también vivía el eco del placer de mi prima.
Entramos a una habitación vacía. Cerramos la puerta.
Me recostó en la cama, y sin palabras, empezó a besarme el cuello, bajando lentamente. Sus labios llegaron a mis senos, que estaban tan duros que parecía que mi cuerpo entero vibraba por dentro. Lamía, mordía suavemente… y yo me senté sobre él, buscando más.
Nuestros cuerpos se movían sincronizados, como si ya supieran el ritmo. El vaivén se volvió más intenso. Mis caderas se mecían con deseo puro. Sentía su miembro entrar y salir con fuerza, y cada embestida era como una chispa más que me incendiaba.
Pensaba en mi prima, en sus jadeos que ya conocía de memoria, en cómo seguramente en ese momento quizás estaría haciendo lo mismo. Y eso... eso me llevó más lejos.
—Más... le susurré al oído— no pares...
Andrés me sostenía con fuerza por la cintura, y su respiración se volvió más agitada. Yo gemía sin pudor, apretando mis muslos contra él, clavando mis uñas en su espalda, llevándolo más adentro, más profundo.
Cuando sentí que él estaba a punto de terminar, lo sacó de mi justo a tiempo y terminó fuera de mí, con un jadeo ronco y tenso. Yo, al verlo, no pude evitarlo: mi cuerpo reaccionó con una sacudida dulce y violenta. Un calor me recorrió entera y me hizo soltar un suspiro tembloroso.
Me sentía saciada.
Nos vestimos en silencio. Yo fui al baño a retocarme. El espejo me mostró: despeinada, con las mejillas sonrojadas y los labios ligeramente hinchados. Intenté recomponerme cuando escuché la puerta abrirse.
Era mi prima.
También estaba sudada. Su cabello, antes impecable, caía en ondas rebeldes. Nos miramos en el reflejo por unos segundos, como si ambas supiéramos algo que no se decía.
Me tensé un poco, por si iba a decir algo, pero en cambio se acercó. Con una sonrisa cómplice y una mirada de media luna, se inclinó hasta mi oído.
—Oye… ¿no sabes si preguntaron por mí o por Julián?