Guía Cereza
Publicado hace 2 semanas Categoría: Hetero: Infidelidad 630 Vistas
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Amo a mi pareja. Él me ha dado estabilidad, ternura, y sexo del bueno. Pero nadie me enseñó que la fidelidad también podía tambalear sin necesidad de caricias físicas. Bastó un mensaje por Instagram para encender algo en mí que creía dormido.

Fue un amigo de antes, de esos que conoces bien pero nunca llegaste a probar. Apareció con un "¿y tú sigues tan irresistible como antes?" y me desarmó. Yo, que siempre he sido cuidadosa, respondí con picardía. No sé si fue el tono de su mensaje, la foto de perfil con esa sonrisa descarada, o el aburrimiento de la rutina, pero caí. Lentamente. Deliciosamente.

Esa noche, después de una conversación que terminó en frases cargadas de insinuación, llegué a casa con el cuerpo ardiendo. Sentía los pezones duros, el pulso entre las piernas, la piel erizada. Mi pareja apenas me saludó cuando ya lo tenía encima.

—Estás rara... —me dijo, con una sonrisa—, me gusta.

No respondí. Solo lo empujé al sofá. Me quité la ropa interior sin pudor y me senté sobre él. Su boca se deslizó por mi cuello, sus manos me tomaron con firmeza. Lo monté con ganas, con ritmo, apretando mi cuerpo contra el suyo. No había ternura esa noche. Solo hambre. Furia sexual.

Gemía como si estuviera sola. Como si estuviera con otro.

Y cuando él terminó dentro de mí, jadeando mi nombre, yo ya me había ido varias veces. Me derramé sobre él sin culpa, sin explicación. Porque no era culpa lo que sentía. Era fuego.

Al día siguiente, no me aguanté.

Le escribí a ese amigo:

—Volví tan caliente anoche, que tuve que tener sexo apenas crucé la puerta. Todo por ti.

Su respuesta fue tan descarada como él:

—Entonces me debes una. Y pienso cobrármela.

Una tarde, saliendo del gimnasio, lo vi. Apoyado en su carro. Con esa mirada de quien sabe exactamente lo que provoca.

Me acerqué sin pensar. Hablamos poco. Y en cuestión de minutos estábamos en un motel. La puerta se cerró y con ella, toda la cordura que me quedaba.

Me besó con rabia, como si mi cuerpo le perteneciera desde siempre. Me quitó la ropa sin pausa, como quien abre un regalo esperado. Me lanzó contra la pared, y desde atrás me invadió. Sin preguntas. Sin promesas.

Yo solo gemía. Cerraba los ojos y me dejaba llevar. Cada embestida era más profunda. Me miraba en el espejo, viéndome a mí misma con las mejillas rojas, el pelo revuelto, la boca abierta. No era la Mónica de siempre. Era otra. Una que también me gustaba.

Luego me tumbó en la cama. Me abrió las piernas y se hundió otra vez en mí. Sus caderas golpeaban las mías con furia. Y yo lo abrazaba con las piernas, marcándole la espalda con mis uñas. Mis gemidos llenaban la habitación.

Cuando él terminó, me quedé ahí, jadeando, con la piel pegajosa, los muslos temblando. Me sentí... sucia. Pero también viva.

Volví a casa en silencio. Me duché largo rato, como si el agua pudiera borrar lo que había hecho. Pero no quería borrarlo. No del todo.

Esa noche, mi pareja me abrazó en la cama. Me dijo que me veía distinta. Yo solo sonreí.

Mientras él me acariciaba, pensaba en otro cuerpo. Otro aliento. Otra forma de hacerme suya.

Y entendí algo:

El amor me da paz.

El deseo me despierta.

Y yo… no quiero dormir del todo.

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