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Hacía mucho que no escribía por aquí, pero leer algunos relatos me motivó a compartir una experiencia reciente. Para quienes no me conocen: soy alto, mido 1.85, tengo la piel bronceada y un cuerpo grande, ni gordo ni marcado…
Por trabajo viajo constantemente a Cartagena. Son días largos, y al final de la jornada suelo buscar un momento para mí. Casi siempre termino en el sauna del hotel, donde me desconecto por al menos quince minutos. Es mi ritual para cambiar de ritmo, dejar el estrés atrás.
Esa tarde llegué como siempre, en boxer y puse la toalla enrollada bajo la cabeza para descansar sobre las bancas. A los diez minutos, la puerta se abrió y entró un hombre. Tendría unos 50, casi tan alto como yo, ancho, con presencia. Solo llevaba una toalla que apenas le cubría la verga. Nos saludamos y comenzamos a hablar, nada fuera de lo normal: gimnasio, rutinas y cosas del día a día. Pero yo ya sentía algo… distinto.
Mientras hablábamos, no dejaba de acomodarse la entrepierna. La tela se movía, su erección crecía y su actitud era descaradamente natural. En un momento, como si nada, se paró, se quitó la toalla y caminó hacia la ducha. La verga le colgaba dura, pesada, apuntando como queriendo decir algo sin hablar. El agua le caía encima, sin prisa, sin vergüenza. A mi la situación ya me estaba despertando mucho morbo.
Volvió, se sentó cerca y le dije que era buena idea lo de la ducha. Le pregunté si le incomodaba que me quitara el boxer. Me miró fijo y soltó un “para nada, me gusta más así”.
Me lo bajé despacio, mi verga ya se levantaba sola, deseando ser vista, tocada, usada. Me senté a su lado, y le confesé que todo eso me tenía hirviendo. Le pregunté si quería jugar con mi verga. “Sí”, me dijo casi sin voz. Tomé su mano y la guié hasta mi miembro, que palpitaba con ansias de ser atendido.
Mientras me la pajeaba con ritmo, mi mente solo pensaba en una cosa: quería esa boca. Quería follarle la garganta, llenársela de mi sabor. Lo miré y le dije directo: “¿Se te antoja lo que estás tocando?” Me respondió que sí, pero que alguien podía entrar. Le prometí estar atento… y lo animé.
Se arrodilló entre mis piernas y empezó a comérmela. Despacio al principio, saboreando cada centímetro, lamiendo como si fuera su postre favorito. Después se la tragaba entera, hasta la base, con gemidos ahogados. Lo agarré del pelo y empecé a marcarle el ritmo, follándole la boca con ganas. Solo se escuchaban sus arcadas y mis gemidos contenidos. El morbo de saber que en cualquier momento alguien podía entrar solo me encendía más.
Me puse de pie, lo tomé de la nuca y seguí bombeando su boca. Él se dejaba usar, entregado, caliente, feliz. Yo ya no podía más. Le avisé: “¿Dónde la quieres?” —“En el pecho”, respondió sin dudar.
La saqué de su boca y le descargué toda mi leche caliente en el pecho y la cara. Le goteaba por los labios, por el cuello, y solo respiraba agitado, con los ojos cerrados, como si no quisiera que terminara.
Después se levantó en silencio, algo apenado quizá, y se fue. Pero yo… yo quedé temblando, satisfecho y con una sonrisa que me duró todo el viaje.