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La cita era a las 10:00 a.m. en una finca a las afueras. Me habían contratado para revisar unos procesos logísticos y proponer mejoras en la cadena de abastecimiento. Lo típico… hasta que la vi.
Laura me abrió la puerta con un pantalón ajustado, sin brasier, y una actitud que decía más que cualquier palabra. Mientras hablábamos de tiempos de entrega y almacenamiento, notaba cómo se le marcaban los pezones debajo de la blusa y cómo me miraba el paquete cada vez que me agachaba a revisar algo. Yo seguía con lo técnico, pero por dentro ya la estaba desvistiendo.
En un momento me dijo:
—¿Quieres ver el “almacén privado” que tengo en la parte de atrás?
Acepté, obvio. Me llevó a un cuarto al fondo, cerrado con llave. Apenas entramos, me arrinconó contra la pared, me agarró del cuello y me besó con una fuerza que me encendió al instante. Le devolví el beso mientras le subía la blusa y le mordía los pezones. No llevaba nada debajo, estaba lista.
La giré, le bajé el pantalón y me arrodillé detrás de ella. Le abrí las piernas y le pasé la lengua lentamente… tenía un sabor dulce y caliente, y gemía bajito mientras se agarraba de unas estanterías. Estaba empapada.
Me puse de pie, saqué mi herramienta (la más potente que tengo) y se la metí de una, sin aviso. Ella gritó de placer y se arqueó contra mí. La tomé fuerte de las caderas y empecé a darle con ritmo, sintiendo cómo se le apretaba cada vez que le decía lo rica que estaba.
La levanté, la puse sobre una mesa llena de papeles y la penetré de frente, mirándola directo a los ojos. Tenía las piernas temblando, las tetas saltando y la boca pidiendo más. Yo sudaba, jadeaba y le decía todo lo que le iba a hacer si me contrataba otra vez.
Me corrí adentro de ella mientras la mordía del cuello. Su cuerpo se estremeció al mismo tiempo. Nos quedamos así, desnudos, pegados, respirando fuerte entre los documentos y el olor a sexo.
Ese día no solo optimicé su bodega… también le di el mejor servicio a domicilio de su vida.
Y sí, me volvió a llamar. Dos veces más esa semana.