Guía Cereza
Publicado hace 1 día Categoría: Gay 384 Vistas
Compartir en:

La lluvia caía con rabia sobre Bogotá, como si quisiera arrancar los tejados de los cerros. Andrés salió del edificio de oficinas con paso firme, el portafolio cruzado al pecho y el maletín liviano en la mano: el que guardaba un secreto que lo acompañaba desde el mediodía. Debajo del traje sobrio, la corbata en su sitio y los zapatos lustrados, escondía una pieza de lencería delicada, oscura y suave como un suspiro. Andrea. Guardada. Silente.

Pidió un taxi. El frío se le metía por los tobillos, y cuando el vehículo se detuvo, casi se lanza dentro para escapar del aguacero. Cerró la puerta de golpe, sacudió el agua del saco, y entonces lo vio.

—Buenas noches, joven —dijo el conductor, con voz grave, ronca pero amable—. Está terrible la lluvia hoy.

—Sí… Buenas noches —respondió Andrés, sin mirarlo del todo, mientras daba la dirección en Rosales.

El taxi avanzó despacio por la Séptima. El tránsito era un desastre, los semáforos parecían burlarse con su ritmo inútil, y los vidrios comenzaban a empañarse con el vaho de la ciudad. Andrés se aferró a su maletín como si le protegiera de algo más que el clima.

—Bogotá es puro invierno ya… —murmuró el taxista—. Y este alcalde, nada que sirve pa’ na’.

Andrés asintió, mirando por la ventana.

—¿Cómo está la economía? —añadió el hombre, con una media sonrisa, mientras Andrés notaba por primera vez el gafete pegado al tablero: Alfredo González Murcia. Andrés leyó el nombre y pensó que sonaba como el de un profesor de secundaria, o un personaje de novela. Nada más.

—Más o menos —respondió Andrés, casi sonriendo. A veces le pasaba que algunos conductores lo reconocían por algún panel, o porque había dado clases en universidades conocidas.

La conversación fluyó. Hablaron del gobierno, de los arriendos, del dólar. Y en medio del trancón, cuando quedaron detenidos por completo, pasó junto a ellos una mujer joven, con un vestido ajustado y tacones altos, buscando refugio bajo un paradero. El agua le corría por las piernas. Alfredo la siguió con la mirada.

—¿Le gustan así? —preguntó sin mirarlo, con tono casi casual.

—¿Cómo? —Andrés se tensó.

—Las mujeres así... esa está muy buena —insistió Alfredo, sonriendo—. ¿Sí le gustan?

Andrés rió, nervioso, evitando su reflejo en el retrovisor.

—No, no tanto —respondió, bajando la voz.

El silencio fue espeso.

—Ajá... —murmuró Alfredo—. ¿Pero sí le gustan las mujeres? Porque esa... está para pecar.

Andrés tragó saliva, incómodo. La lluvia parecía más fuerte, y el vaho en los vidrios ahora era más grueso, más denso, como una nube adentro.

Alfredo lo miró directo por el retrovisor. Sus ojos eran oscuros, intensos.

—Usted es gay, ¿sí o no?

El corazón de Andrés se detuvo un segundo. Cerró las piernas, apretó con fuerza el maletín. El encaje bajo la camisa rozó su piel, recordándole lo que escondía.

—No... o sea... no es tan así.

—¿No es tan así? —repitió Alfredo con una risa ronca—. Lo sabía desde que lo recogí.

El taxi avanzó apenas. Andrés pensó en bajarse, pero la lluvia era brutal. Sentía las mejillas calientes, los oídos zumbando.

—Tranquilo joven —dijo Alfredo—. Yo no juzgo. Uno ya a esta edad ha visto de todo. Y más aún, ha probado.

Cambió de carril sin avisar. Tomó una vía alterna sin decirlo, y Andrés no protestó. No tenía fuerzas. Estaba atrapado, pero no solo por el taxi: por sí mismo, por lo que lo dominaba por dentro.

Unos minutos después, detenidos de nuevo por otro semáforo, Alfredo abrió Spotify y buscó algo en el celular.

La canción empezó suave, con ritmo lento, reggaetón sensual. Andrés la reconoció de inmediato.

"Me lo paró el taxi… lo lo lo lo lo paró el taxi..."

Alfredo sonrió. No dijo nada. Solo tarareó el coro mientras lo miraba por el retrovisor.

Andrés bajó la cabeza, mordiéndose los labios. Afuera, el agua resbalaba como dedos sobre la piel. Dentro del taxi, el aire era tibio, húmedo, eléctrico.

De pronto, Alfredo apagó el taxímetro. Lo miró con seriedad suave.

—Bueno… ¿qué vamos a hacer? ¿Lo llevo a su casa, o paramos un ratico por acá?

Andrés alzó la mirada y vio por la ventana: estaban en Chapinero, justo frente a la entrada de varios moteles. No sabía cuándo habían llegado. No lo había notado.

Sintó un vértigo en el estómago. El deseo le rozaba la garganta como un trago espeso. No respondió con palabras. Solo asintió con la cabeza.

Alfredo entró al parqueadero del motel sin decir más. Se bajó, le pidió que esperara en el carro. Andrea —ahora sí, Andrea— sostenía las llaves del cuarto minutos después. Subió sola, las piernas temblorosas. No sabía si era por miedo… o porque estaba a punto de ser ella, de verdad.

Al entrar en la habitación, el ambiente era denso, cargado de anticipación. La luz tenue iluminaba apenas los contornos de los muebles, creando sombras danzantes en las paredes.

Andrea se quedó unos segundos de pie, sin moverse, con las llaves aún en la mano. El corazón le golpeaba el pecho con una mezcla de miedo y deseo. Las paredes del cuarto parecían respirar con ella. Miró su reflejo en el espejo: todavía Andrés por fuera, pero Andrea palpitaba por dentro, desesperada por salir.

Escuchó el sonido del ascensor al abrirse, luego pasos lentos por el pasillo. La puerta se abrió con un crujido suave. Alfredo entró, la miró en silencio, cerró la puerta tras de sí y no dijo nada por un largo instante.

—Quítate la ropa —dijo al fin, con voz baja, grave, sin dureza pero con una autoridad que le estremeció la espalda.

Andrea obedeció. Primero el saco, luego la camisa. Cada botón que soltaba era una confesión, cada centímetro de piel que se mostraba, una entrega. El sostén negro de encaje asomó bajo la camisa, ajustado, perfecto. Luego el pantalón. Se deslizó por sus caderas, dejando ver el liguero, las medias oscuras, las bragas finas. Alfredo no dijo nada. Pero sus ojos lo dijeron todo.

Sus labios se curvaron apenas. Caminó hacia ella despacio, como si estuviera frente a una aparición. Le tocó el mentón, la levantó apenas para mirarla mejor. Andrea temblaba, pero no se apartó. La mirada de Alfredo recorría su cuerpo, lento, detenido, sin apuro ni juicio. Solo deseo, puro y pesado.

—No sabía que me iba a encontrar con un tesoro escondido —murmuró, y su mano le acarició la clavícula, bajando por el encaje hasta la cintura.

—Eres hermosa —dijo Alfredo, todavía con las manos en su piel—. ¿Cómo te llamas?

Ella dudó solo un segundo, luego lo miró con una mezcla de orgullo y vulnerabilidad.

—Andrea —susurró.

—Andrea... —repitió él, probando el nombre en su boca como si fuera un sabor nuevo—. Te queda perfecto. —susurró Alfredo en su oído, su aliento caliente enviando escalofríos por la columna de ella. Las manos de Alfredo se movieron hacia sus senos ,acariciando, apretando suavemente, haciendo que los pezones se endurecieran bajo la lencería. Andrea gimió, arqueando la espalda para presionar más contra las manos exploradoras.

La boca de Alfredo encontró el cuello de Andrés, besando, mordiendo suavemente, marcando su territorio.

—Te deseo muñeca —murmuró Alfredo, su voz ronca de deseo. Ya estaba en lencería, cada prenda en su lugar como una segunda piel cuidadosamente elegida. Andrea temblaba bajo la mirada fija de Alfredo, consciente de cada centímetro revelado. La tensión era pura electricidad. Él se acercó más, su respiración pesada, sus ojos fijos en los encajes que delineaban su figura como una promesa.

Andrea se dio la vuelta, enfrentando a Alfredo, sus ojos llenos de lujuria y necesidad. Sus manos temblaban mientras desabrochaban la camisa de Alfredo, revelando un pecho cubierto de vello. Ella trazó los contornos de sus músculos, sus manos explorando cada línea, cada curva. Alfredo, impaciente, quitó el resto de la ropa, dejando al descubierto su erección, dura y lista.

Andrea cayó de rodillas lentamente, como si ofreciera una oración, con la mirada fija en Alfredo. Tomó su verga erecta con cuidado, rozando con los labios antes de envolverla con la boca caliente, húmeda. La sal de su excitación se mezclaba con el ritmo lento y firme de su lengua, que lo saboreaba como un manjar secreto. Las manos de Andrea se posaron en sus caderas, sintiendo el calor, el temblor leve del deseo contenido. Lo tomó más profundo, dejando que su garganta se amoldara al tamaño de Alfredo, mientras respiraba por la nariz, entregada.

Alfredo soltó un gemido grave, sus dedos grandes hundiéndose en el cabello de ella, guiándola con un ritmo marcado pero paciente, como si quisiera memorizar cada movimiento. Andrea cerró los ojos, sintiendo el vaivén de las caderas de Alfredo, y el calor que le nacía en el vientre al saberse deseada, al saberse en control desde su entrega.

El placer era intenso, abrumador. Andrea podía sentir su propia excitación creciendo, su cuerpo dolorido de necesidad, como si cada fibra de su piel ardiera por ser tocada. Se levantó, sus labios hinchados y húmedos, y llevó a Alfredo a la cama, empujándolo suavemente para que se recostara. Andrea se subió encima, sus piernas a horcajadas sobre las caderas de Alfredo, su encaje húmedo presionando contra la virilidad erecta de él.

Alfredo alcanzó sus pantalones, sacando un paquete de condones y lubricante que compró en la recepción, con una destreza que hablaba de experiencia. Con manos gruesas, firmes pero cuidadosas, preparó a Andrea: sus dedos exploraban con paciencia, con hambre, estirando, acariciando, haciendo que ella jadeara, que su espalda se arquease, que sus dedos se enterraran en las sábanas como buscando anclaje ante tanta intensidad. Su cuerpo se abría, receptivo, palpitante.

Finalmente, cuando Andrea estaba lista, Alfredo movió el hilo del encaje a un lado, dejando al descubierto su intimidad, y guió su erección hacia la entrada de ella, empujando lentamente, con una lentitud que era castigo y ofrenda, llenándola, reclamándola, completándola.

Ambos gimieron, sus cuerpos encajando como piezas de un engranaje secreto. Las manos de Alfredo sujetaron las caderas de Andrea con fuerza, marcando el ritmo, guiando cada movimiento con una mezcla perfecta de deseo y control. Andrea se inclinó hacia adelante, su cabello rozando el pecho velludo de Alfredo, sus labios encontrándose en un beso profundo y húmedo, donde la lujuria y la ternura se confundían.

El placer creció como una ola salvaje, elevándolos sin tregua. Los movimientos se volvieron más rápidos, más hambrientos, sus cuerpos resbaladizos por el sudor compartido. Alfredo alcanzó entre ellos, sus dedos encontrando el miembro erecto de Andrea, acariciándolo en el mismo compás que sus embestidas, arrancándole gemidos que llenaban la habitación como una melodía prohibida.

Alfredo la sostuvo unos segundos más, y luego la hizo girar, con suavidad pero con firmeza. Andrea quedó de espaldas, boca abajo, y él le acarició las nalgas lentamente, como admirando una obra de arte. —Ponte en cuatro —ordenó con voz grave.

Ella obedeció, con un estremecimiento que le recorrió toda la columna. Alfredo se colocó tras ella, sus ojos recorrieron cada centímetro de su cuerpo con hambre contenida. Se inclinó ligeramente, sus manos grandes y callosas acariciaron sus muslos antes de subir hasta los bordes del encaje. Con un tirón suave pero decidido, le bajó los pantys, deslizándolos lentamente por sus piernas hasta que quedaron en el suelo como una ofrenda caída. El contraste del encaje oscuro desapareciendo reveló la piel temblorosa y caliente de Andrea, y Alfredo soltó un gruñido, embelesado por el espectáculo íntimo que tenía ante sí. Le separó las piernas apenas, y con un gemido gutural volvió a penetrarla, esta vez con más fuerza, más ritmo, más hambre.

Cada embestida era un golpe de placer que retumbaba desde la base de la espalda hasta la punta de los dedos. Las manos de Alfredo se posaron en las caderas de Andrea, firmes, posesivas, marcando el ritmo con autoridad. Luego, una de ellas descendió por la curva de su espalda hasta darle una nalgada sonora, una palmada decidida que hizo eco en la habitación como un latido. Andrea jadeó, un sonido húmedo y quebrado, donde el dolor y el placer se fundían en un solo hilo que la incendiaba por dentro.

La tensión creció sin tregua. Alfredo gruñía cada vez que su pelvis chocaba contra el cuerpo de Andrea, ahora completamente entregada, temblorosa. El sudor bajaba por sus sienes y se mezclaba con el aroma de lujuria flotando en el aire. Andrea apretó los puños sobre las sábanas, arqueando más la espalda, ofreciéndose, deseando más.

El orgasmo llegó como una explosión brutal. Alfredo la penetró con fuerza una última vez y soltó un rugido ronco, llenando de leche el condón en un espasmo de puro fuego. Andrea, envuelta por la presión deliciosa del roce se corrió también, su gemido fue largo, roto, vibrante, y su cuerpo se sacudió en una ola de placer que la dejó vacía y plena a la vez.

Quedaron así, jadeando, sus cuerpos aún unidos, empapados de sudor y estremecimientos residuales. Alfredo se inclinó sobre ella, besándole la espalda húmeda, y luego rodó hacia un lado, retirándose con lentitud. Andrea, con las mejillas ardientes, se acomodó a su lado, su cabeza sobre el pecho velludo de Alfredo.

—Eso fue... increíble —murmuró Alfredo, su mano grande acariciando con ternura la espalda de Andrea, reconociendo cada vértebra con la yema de los dedos como si la leyera en braille.

Se levantaron lentamente, exhaustos pero sonriendo, como si algo sagrado se hubiera consumado en ese lecho. Alfredo la tomó de la mano, con ternura reverente, y la condujo hacia la ducha. Bajo el chorro tibio, sus cuerpos se reencontraron en una caricia lenta, cargada de complicidad y dulzura. Los besos eran susurros en la piel mojada, gestos delicados que borraban el sudor, la entrega ardiente y los vestigios del deseo satisfecho.

Andrea, de rodillas una vez más, se la mamó con la misma devoción que antes, rozando con los labios un miembro aún sensible, estremecido. Bebió cada gota del poco semén que quedaba en él con un gesto de gratitud íntima, los ojos cerrados, el pecho agitado, como si en ese acto recogiera la esencia de lo vivido. Y cuando una lluvia sorpresiva, tibia y dorada, le llenó la boca, no retrocedió, la recibió como un rito silencioso, la saboreó, la aceptó. Era más que sumisión, era entrega plena, consciente.

Se secaron sin prisa, rodeados de un silencio cálido, y se vistieron con esa serenidad que sigue al incendio. Alfredo bajó por el carro. Andrea, ya otra vez Andrés, lo esperaba junto al ascensor, con el cabello húmedo y una expresión serena. Salieron del motel como si el mundo siguiera igual, como si el universo no acabara de presenciar un acto de revelación íntima. En el taxi, apenas hablaron. Se miraron de reojo, una y otra vez, como quien lleva en los labios una promesa sin palabras: la de que habría más. Mucho más.

AndreaSissyCol

Soy transexual, transito por el género Ver Perfil Leer más historias de AndreaSissyCol
Publica tu Experiencia

🍒 Pregunta Cereza

La escasez de privacidad (compartir espacios con terceros) está afectando la vida sexual de muchas personas. ¿Cómo calificarías la privacidad que tienes para vivir tu vida sexual?🤔

Nuestros Productos

Disfraz Irish Lady

CEREZA LINGERIE $ 127,900

Body American Beauty

HENTAI FANTASY $ 61,900

Set Muse

HENTAI FANTASY $ 75,900

Diabla Tamara

CEREZA LINGERIE $ 72,900