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Recuerdo aquella noche como si el tiempo no hubiera pasado. Era una velada vibrante en una discoteca de "La 33", en el corazón del bullicioso barrio de Laureles, Medellín. El aire estaba cargado de risas, música salsa y reguetón, y un magnetismo que solo un lugar como este podía ofrecer. La 33 era famosa por sus bares y discotecas, un punto de encuentro donde las almas solitarias buscaban algo más que un simple roce en la pista de baile.
Me llamo José, tengo 35 años, soy de estatura media y complexión robusta. Mi cabello oscuro y mis ojos negros siempre han reflejado una curiosidad inquieta por la vida. Desde hace tiempo, sentía una atracción especial por las mujeres transgénero, una inclinación que nunca oculté, pero que esa noche parecía más viva que nunca.
Mientras bailaba al ritmo de la música, con un trago en la mano, mis ojos se cruzaron con los de una mujer que parecía sacada de un sueño. Se llamaba Valentina. A sus 28 años, era una visión: cabello castaño que caía en ondas suaves, ojos claros que destellaban bajo las luces de neón, y una presencia tan magnética que el resto de la discoteca parecía desvanecerse a su alrededor.
Su cuerpo, voluptuoso y adornado con tatuajes que contaban historias, me hizo pensar en una modelo de Suicide Girls. Era imposible no notarla; los hombres en el lugar la miraban con una mezcla de admiración y deseo.
Algo en su mirada me dio el valor para acercarme. Con el corazón latiendo fuerte, me presenté. Para mi sorpresa, Valentina respondió con una sonrisa cálida y aceptó mi invitación a bailar. Mientras nos movíamos al compás de la música, el mundo se redujo a nosotros dos. Su risa era contagiosa, y cada roce de nuestras manos encendía una chispa.
Entre pasos de baile, comenzamos a charlar. Valentina me contó que era una mujer transgénero, nacida en Ciudad Bolívar, Antioquia. Habló con orgullo de su viaje, de las batallas que había librado para ser ella misma, y de cómo Medellín le había ofrecido un refugio donde podía brillar sin miedo. Su valentía me cautivó tanto como su belleza. Había una fuerza en ella, una autenticidad que me atraía más allá de lo físico.
La noche avanzó entre risas y tragos, y no quería que terminara. Le propuse ir a comer algo en los famosos "putiperritos" de La 33, cerca de la Avenida El Poblado. Sentados en una mesa al aire libre, compartimos historias y miradas que decían más de lo que las palabras podían.
Cuando mencioné mi cabaña a las afueras de Medellín, un lugar rústico que había descrito con entusiasmo durante nuestra charla, sus ojos brillaron con curiosidad. “Me encantaría conocerla”, dijo, y mi corazón dio un vuelco.
Decidimos ir juntos. El camino hacia la cabaña, bajo un cielo estrellado, estaba lleno de una tensión dulce, como si ambos supiéramos que algo especial estaba por suceder. Al llegar, el frío de la noche nos envolvió, pero dentro de la cabaña todo era cálido.
Nos besamos con una pasión que parecía haber estado esperando ese momento toda la vida. Sus labios eran suaves, su piel una invitación a explorar. Mis manos recorrieron sus tatuajes, cada uno un capítulo de su historia, mientras ella respondía con caricias que encendían cada fibra de mi ser.
El frío de la cabaña se desvanecía bajo el calor de nuestros cuerpos. Con el calentador encendido y el suave resplandor de una lámpara iluminando la habitación, el ambiente se volvió un refugio íntimo. Habíamos compartido risas y un par de tragos de ron, y ahora, en la quietud de la noche, solo existíamos Valentina y yo.
Nos despojamos de nuestras ropas con una mezcla de urgencia y delicadeza, como si cada prenda fuera una barrera que ya no tenía lugar entre nosotros.
Me acerqué a ella, mis manos encontraron la curva de su cintura, y la atraje hacia mí.
Sus ojos claros brillaban con una mezcla de deseo y confianza, invitándome a tomar la iniciativa. La besé profundamente, saboreando la suavidad de sus labios, mientras mis dedos recorrían los tatuajes que adornaban su piel, cada uno un mapa que me guiaba hacia ella. Valentina respondió con un suspiro, sus manos deslizándose por mi pecho, entregándose al momento con una dulzura que me encendía aún más.
La llevé con suavidad hacia la cama, donde el crujir de las sábanas rompió el silencio. Me posicioné sobre ella, mis manos explorando su cuerpo con reverencia, admirando cada línea, cada curva que parecía esculpida para ese instante. Ella se dejaba llevar, sus movimientos fluidos y receptivos, guiándome con su respiración y pequeños gemidos que resonaban como música en la quietud de la cabaña.
Yo, con cuidado y pasión, tomé el control, sintiendo cómo nuestra conexión se intensificaba con cada roce, cada caricia más audaz.
Valentina se entregaba completamente, su cuerpo respondiendo a cada uno de mis movimientos con una sincronía perfecta. Mis manos encontraron sus caderas, guiándola con firmeza pero siempre con ternura, mientras ella arqueaba la espalda, invitándome a profundizar en nuestra unión.
El calor entre nosotros era abrumador, una danza de deseo donde yo marcaba el ritmo y ella lo seguía con una entrega que me hacía sentir poderoso y, al mismo tiempo, profundamente conectado a ella. Cada instante era una mezcla de intensidad y cuidado, de pasión y respeto, como si estuviéramos escribiendo un poema con nuestros cuerpos.
El clímax llegó como una ola, envolviéndonos en un éxtasis compartido. Nuestros alientos se mezclaron, rápidos y entrecortados, mientras nos aferrábamos el uno al otro, dejando que el placer nos uniera en un momento eterno. Luego, el silencio volvió, pero era un silencio cálido, lleno de la complicidad que solo dos personas que se han entregado por completo pueden compartir.
Desde ese día, Valentina y yo nos convertimos en buenos amigos intimos, lamentablemente ella viajo de medellin ya que tenia algo a distancia con un hombre muy pudiente extranjero y se marcho a vivir a otro pais, mas siempre recuerdo esa primera y extraña experiencia que me dio el gusto y placer de experimentar siendo yo macho dominante con una nena transs pasiva femenina y sumisa.