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No sé en qué momento empecé a aceptar salidas que incluían viajar una hora en Uber hasta zona sur, pero ahí estaba. Adrogué.
Una amiga —Estefanía, la del gusto dudoso para los hombres pero sorprendentemente acertado para los bares— nos había recomendado un pub “distinto”. Juraba que no era un boliche, que se podía charlar, que había cosas ricas para comer, tragos bien servidos, bla bla bla.
Lucas me miró mientras me maquillaba, recostado en la cama con la notebook apoyada en el pecho, y me tiró esa sonrisa que ya me conocía el alma.
—¿Y qué le vas a hacer esta noche al mundo?
Yo, como siempre, dije lo mismo antes de salir:
—Nada, amor. Solo voy a tomar algo. Estoy cansada, de verdad.
—¿Cansada de coger o de hacerte la que no vas a coger?
—Idiota —le dije riéndome, y lo besé en la frente.
Antes de salir del departamento, me acomodé el escote en el ascensor, me retocaba el labial rojo y tiraba besitos a mi reflejo para probar la textura del químico. Pero una parte mía —la misma que usa lencería bajo un jogging— sabía que la distancia no era un obstáculo, sino un viaje de calentura latente.
El pub era una casona antigua, restaurada con buen gusto. Mucha madera, lámparas de hierro colgantes, paredes de ladrillo visto y techos altos. Había un patio lleno de luces de feria, y adentro, una barra larga, mesas con banquetas y un entrepiso para los que querían “más intimidad” (traducción: para manosearse sin que los mire todo el mundo).
La zona era hermosa. Arbolada, pintoresca, con olor a jazmín y a ciudad que duerme temprano. Yo no había pisado Zona Sur más de dos veces (para lo que no sean de Argentina, Zona Sur o Conurbano es el término con el que se conoce al conglomerado de ciudades fuera de la Capital Federal, en Buenos Aires), pero ya sabía que no iba a ser la última. El ambiente del lugar estaba caliente, como una mezcla de ganas acumuladas y cerveza artesanal.
Nos sentamos con las chicas en una mesa alta, al lado de una ventana que daba al patio. Yo pedí lo de siempre: gin tonic. Y sí, otra vez empecé sobria, contenida, con las piernas cruzadas como señorita bien. Pero bastaron dos tragos, un tema pegajoso de fondo, y el pelo suelto cayéndome por los hombros para que la Vicky real quisiera salir a jugar.
En uno de esos momentos en que voy al baño sola, lo vi. El patova.
Estaba al lado de la puerta que da al jardín trasero, con los brazos cruzados y esa típica expresión de "si vomitás en el césped, te saco volando por la nuca". Un muro. Un roble humano. Morochazo, con el pelo rapado a los costados, cuello de toro, y bíceps que parecían tallados por un dios del gimnasio.
No le presté mucha atención, hasta que cruzamos miradas.
Yo iba caminando, liviana, medio serpiente, medio pantera. Y él me miró. Pero me miró en serio. Como si se le hubiera cruzado un recuerdo de algo caliente o un sueño húmedo con alguien parecida a mí.
Y su cara cambió. Pasó del gesto de seguridad corporativa a una picardía blanda. Una sonrisa chiquita, cómplice, como si ya supiera de qué estaba hecha.
Yo, que soy más jodida que una partida de Jenga en un terremoto, me detuve frente a él.
—¿Siempre tan serio?
El tipo ladeó la cabeza y bajó la mirada hacia mi escote, sin disimular.
—Depende. A veces se presenta gente que hace que uno pierda la compostura.
—¿Yo soy “gente”? Qué honor. Pensé que era solo una más del montón.
—Vos… desordenás el montón.
Chau. Ahí ya me empezó a latir el clítoris. Y no es metáfora.
—¿Cómo te llamás? —le pregunté, acercándome medio paso.
—Ezequiel. ¿Y vos?
—Victoria —le respondí, ladeando la cabeza y con un tono y sonrisita de nena juguetona.
—¿Y hoy vas a cantar victoria vos o yo?
Listo. Basta. Ese hijo de puta me ganó en menos de diez líneas de diálogo.
Me reí. Le apoyé la palma en el abdomen —sí, estaba como una roca— y le dije:
—Estoy yendo al baño. Cuando salga, quiero ver si seguís tan seguro de que te bancás lo que venís insinuando.
Fui. Me mojé la cara. Me miré al espejo. Me bajé la pollera unos centímetros más, me retocaba el labial.
Salí del baño. Y ahí estaba. Ezequiel. Mismo lugar. Pero ahora me miraba con esa intensidad de tipo que ya tomó una decisión. Me acerqué.
—¿Dónde podríamos charlar… sin testigos? —le dije, con voz de nena mala.
—Seguí derecho por el pasillo del costado. Hay una puertita gris. Está abierta. Esperame ahí que en dos minutos voy.
Y fui.
Era una sala chica, con un sillón viejo y una lamparita colgando. Nada especial. Pero cerré la puerta y supe que la magia no necesitaba escenografía.
Esperé un minuto. Y entró. Firme. Cerró. Me miró.
—¿Y? ¿Vas a cantar victoria o vas a pedir auxilio? —me dijo, acercándose.
—El que va a pedir auxilio vas a ser vos.
Nos besamos. Me alzó como si no pesara nada. Me apoyó contra la pared y me corrió la tanga con un dedo. Me la metió despacio. Grande. Caliente. Firme. Como tenía que ser.
Nunca me sentí tan chiquita en manos de alguien. Y no lo digo como metáfora poética. Era literal.
No hubo “¿te puedo… ?”, ni “¿está bien así?”. Nada. Solo esa seguridad que tienen los tipos que saben lo que están haciendo.
Sus manos, enormes, me sujetaban de las piernas, abiertas a los costados de su torso. Su pelvis empujaba contra la mía, y su boca me buscaba el cuello con hambre. Estaba dura. Firme. Caliente.
Yo ya no decía nada. Solo respiraba agitada y lo miraba, con esa mezcla de “me encanta” y “me va a partir en dos”.
Me metió la punta. Lentamente. Dejándome sentir cada centímetro.
—La puta madre —le susurré entre dientes—. ¿Siempre es así de grande o soy yo la que te la pone así de dura?
Se rió. Me empujó un poco más fuerte. Me hizo gemir.
—Es una ocasión especial. Y obvio que vos me la ponés así de dura, perrita.
Empezó a cogerme en el aire. Sí, en el aire. Sujetándome. Mis piernas apretaban sus costados. Me entraba con fuerza, con ritmo, como si hubiera estado esperando esa exacta noche para soltar todo. La respiración se volvió un jadeo compartido. Mis uñas en su nuca. Su mano en mi culo. Su verga llenándome en cada embestida.
Y entonces, sin saber por qué —capaz por el cóctel de culpa, calentura y adrenalina—, lo solté:
—Tengo novio.
Él no paró. Ni pestañeó.
—Mejor.
—¿Mejor?
—Sí —dijo, con una sonrisa que me taladró los ovarios—. Me calienta más cuando tienen dueño. Yo no soy celoso.
Chau. Me derretí.
Ese tipo me estaba poseyendo como si el mundo se fuera a acabar y no quería irse sin dejar su marca.
Me bajó al piso con cuidado, pero sin perder la firmeza. Me dio una palmada en el muslo que me hizo reír. Me giró sobre los talones. Me puso contra la pared, esta vez de espaldas.
Todo con una decisión varonil que me desarmó. No pidió permiso. No dudó. Me ubicó. Me usó. Me adoró.
Yo, con las manos contra la pared, me arqueé apenas. Sentí el aire frío en la espalda y el calor de su cuerpo detrás. Él me agarró de la cintura y me la metió de nuevo. Esta vez más fuerte. Más profundo. Más sucio.
Grité. Me reí. Me mordí el antebrazo para no hacer un escándalo.
Lo miré por encima del hombro, fingí cara de nena culpable y le dije:
—Mi novio se va a enterar.
Él se acercó a mi cuello, sin dejar de empujar.
Me agarró del pelo. Se hizo un nudo con los dedos, como quien trenza sogas en un barco. Tiró para atrás. Me expuso la garganta, la nuca, el alma.
—Ahora te voy a hacer olvidar que tenés novio.
Y lo hizo.
Me empujaba con el cuerpo entero. Sus caderas chocaban contra mi culo con ese sonido inconfundible de piel con piel y pecado. Me llenaba, me tomaba. Su mano en mi cuello y mi frente contra su mentón, su respiración acelerada calentándome la cara. Todo era humedad, fuerza y carne.
Yo perdía el control de las piernas. Me tambaleaba. Me venía. Sí, me venía de a ráfagas. Como una tormenta eléctrica dentro de mi sexo.
—Decime que sos mía —me murmuró, con la voz rasposa del que se contiene con dificultad.
—Soy tuya, por esta noche. Pero haceme sentir que no existe otra cosa.
Él embistió con más fuerza. Me tapó la boca con una mano y me hizo gemir contra sus dedos. Yo me corría en cada movimiento. Me escurría en su verga.
—¡Ahh, qué concha calentita la tuya!
Sentía los ojos húmedos. No de tristeza. De intensidad.
Empezó a temblar. Yo, que ya conozco ese lenguaje de la carne cuando está por estallar, lo sentí.
Las piernas de Ezequiel se movían en espasmos. Me sujetaba con más fuerza, pero perdía el ritmo.
—¿Estás por acabar? —le pregunté, jadeando, sabiendo que me escuchaba aunque no pudiera contestar.
—Sí… la puta madre… sí —murmuró, ahogado, con la voz espesa de deseo a punto de reventar.
Lo miré por encima del hombro. Lo vi todo tenso, con la mandíbula apretada. Y me pintó la travesura.
—Soltame —le pedí, suave pero decidida.
Me sacó las manos de la cintura. Me salí de él con un suspiro largo y húmedo. Me giré y me puse de cuclillas. Y sin decir una palabra, le agarré el miembro todavía mojado y palpitante con una mano. Lo apunté directo a mi boca.
Tenía el delineador corrido, la cara brillosa y las ganas intactas.
Saqué la lengua. Lo esperé ahí, mirando desde abajo, con esa mezcla de puta entregada y reina del escenario.
—La quiero acá.
Él no dijo nada. Apenas un “ufff” contenido. Se pajeó los últimos segundos con la mano sobre la mía. Yo dejé la lengua afuera, y ahí nomás lo vi acabar.
Chorros gruesos, calientes, me mancharon los labios, la lengua, un poco la mejilla. Cerré los ojos. Lo saboreé un poco, no todo. Lo vi estremecerse. Gritó bajito con la cabeza gacha y las piernas medio temblorosas.
Cuando terminó, yo seguía ahí, limpiándome con los dedos. Me los metí a la boca. Lo miré. Sonreí.
—¿Te gustó tu final feliz?
—No tenés idea —me contestó entre risas, jadeando, con el cuerpo todavía en shock.
Se agachó, me ayudó a levantarme. Me pasó un pañuelito de esos que tenía en el bolsillo, vaya a saber por qué.
—Tenés un poquito acá… —dijo, señalándome la comisura del labio.
Le agarré el dedo con el que me señalaba y le pasé su yema en ese punto, arrastrándola hasta mi boca. Lo miraba fijo mientras saboreaba ese resto de semen suyo.
—Qué rico...
Nos reímos.
—Sos todo un caso —me dijo, todavía recuperando el aire.
Nos quedamos unos segundos más ahí, apoyados contra la pared. Silencio cómodo. Después me enderecé, me acomodé el pelo como pude, me subí la tanga que estaba medio fruncida a mitad de mis muslos, y me volví a pintar el labial como si nada. Tenía la cara manchada, la cola ardiendo y el alma contenta.
—Bueno —le dije, sacando el celu—. Hora de volver al ruedo. Mis amigas deben estar diciendo que me escapé con el mesero o algo así.
—¿Volvés a casa?
—Sí en Uber. Voy para Microcentro. Tengo un novio que seguramente está en boxer y con la pija parada, esperándome como buen cornudo funcional.
Se rió, pero con respeto. Me miró como si ya supiera que no iba a volver a verme, pero igual no lo lamentaba.
—Fue un placer, Victoria.
—Fue un privilegio, Ezequiel.
Le di un beso rápido en la mejilla —mejor no en la boca, por respeto a Lucas… qué irónico, ¿no?— y salí del cuarto. Las luces del patio me pegaron de lleno. Volví a la mesa como si acabara de ir a lavarme las manos. Estefanía me miró con esos ojos de “contame ya”.
—¿Y? ¿Dónde estabas?
—Me perdí en el baño y tuve que pedir instrucciones —le contesté, tomando un trago de la birra que me habían pedido.
—Y te quedaste dando las gracias —añadió Yamila, mi mejor amiga.
—Obvio, reina. Yo doy las mejores gracias de Buenos Aires.
Nos reímos fuerte en complicidad de amigas y nos quedamos un rato más. Una hora, máximo. Nos nos sacamos fotos, hablamos de pelotudeces, de hombres. Nadie sospechó. Nadie sabía. Solo yo, con la entrepierna tibia y el recuerdo todavía fresco entre las piernas. Y en los labios.
Subimos a un Uber. Cada una a su casa.
Yo llegué a Microcentro pasadas las tres. Subí calladita, con los zapatos de taco aguja en las manos. Entré al departamento y lo vi: Lucas, en el sillón, con la tele prendida y el celular en la mano.
Me sonrió sin decir nada. Se acercó. Me agarró de la cintura. Me olfateó el cuello.
—¿La pasaste bien?
—Mucho mejor de lo que pensaba.
—¿Estás mojada?
—Estoy hecha un desastre.
Se arrodilló delante mío. Me subió la pollera. Bajó la tanga con un gesto lento. Me miró.
—Contame todo después. Ahora… dejame saborearte.
Y yo lo dejé. Porque eso también era amor.
Porque mi historia no se define por una sola noche, ni por un solo cuerpo.
Y porque Lucas y yo —aunque parezca raro— nos elegimos así: con el deseo libre, pero el corazón con dueño.
Lo normal, después de una noche como esas —con una tanga corrida, un trago en el cuerpo, y todavía un leve ardor entre las piernas— sería que llegara a casa, me sacara los tacos, me lavara la cara y me metiera en la cama a dormir.
Dormir para bajar la calentura. Para resetear el cuerpo. Para hacer silencio interno.
Pero con Lucas eso casi nunca pasa.
Porque Lucas no es un espectador.
No es ese cliché de “el novio que acepta” como si fuera un boludo servicial que me pone hielo en las rodillas mientras yo le cuento que me acaban de garchar sin piedad.
No.
Lucas me reclama.
Me agarra con ganas. Me devora. No para castigarme, sino para reconectarme.
Yo llego a casa, a veces con cara de cansada, otras con una sonrisa de zorra saciada. Me tiro en la cama boca abajo y le digo:
—No doy más, amor. Estoy muerta.
Y él, como si ya conociera el guión, se sube arriba mío. Me levanta la remera con los dientes. Me baja el short o la falda o me sube el vestido con una sola mano. Me muerde el hombro. Me huele.
—¿Dormir? ¿Después de venir así, oliendo a otra pija, con las piernas blanditas y la cara feliz?
Yo me río, con los ojos cerrados. Me estiro, como si estuviera vencida.
—Posta, amor. Solo quiero que me hagas unos mimos. Nada más.
Y ahí arranca.
Ahí se le prende fuego la sangre.
—¿Mimos? —me dice mientras se ríe—. Te voy a hacer mierda.
Me saca la tanga de un tirón. Me la huele como un perro buscando rastro de criminal, la deja al costado. Me abre las piernas sin ceremonias. Me mete dos dedos como quien revisa que todavía soy suya.
—Mirá cómo estás —me dice—. Toda usada. Toda mía igual.
Y eso me mata.
Me mata porque él no me castiga por coger con otro. Me vuelve a elegir. Me reconfirma. Me celebra.
Y eso no tiene nombre. Ni etiqueta. Ni fórmula.
Yo le gimo bajito. Me muerdo el labio. Le digo que no sé si me queda energía, pero lo miro de reojo y le muestro el cuello, o me arqueo apenas. Le tiro esas señales que no necesitan traducción.
Y Lucas… Lucas se transforma.
Se pone salvaje, pero con ternura. Me toma como si fuera suya desde siempre, incluso cuando vengo con otra historia en la piel. Me penetra como si quisiera reescribirme.
—¿Así que te acabaron, eh? —me dice a veces, mientras me bombea con una fuerza casi primitiva—. ¿Y vos pensás que eso te hace de otro?
—No —le contesto, entre jadeos—. Solo me hace volver con más ganitas.
Y él se ríe, pero no se detiene. Me garcha con un amor feroz. Como si cada embestida fuera una manera de marcarme de nuevo. De decirme: “Este es tu lugar.”
Y cuando acabamos juntos —porque casi siempre terminamos juntos, como si nos hubiéramos sincronizado—, él no me suelta.
Me abraza. Me busca la boca para besarme. Me acaricia el pelo con la mano todavía temblando.
Yo, con las piernas lánguidas sobre el colchón, le digo bajito:
—¿Sabés qué es lo más lindo de todo?
—¿Qué?
—Esto. Que después de todo lo que hago, de lo que exploro, de los que me toman el cuerpo… lo más romántico sigue siendo vos.
El que me espera, el que me coge como si recién me conociera, y el que me abraza como si nunca me fuera a ir.
Él me sonríe.
Y sin decir mucho más, me tapa con la sábana.
Y me acaricia hasta que me quedo dormida.
Como una puta feliz. Como una novia amada. Como una mujer entera.
A veces, cuando Lucas termina de cogerme como si me estuviera reclamando del mundo, y yo me tiro sobre su pecho con el cuerpo agotado y feliz, se me mete un pensamiento raro… como una puntita de nostalgia futura.
Y me pasa justo ahí, en ese momento silencioso, cuando no hay gemidos ni palabras sucias ni meneos de cadera.
Solo sus dedos en mi espalda y mi oreja sobre su corazón.
Pienso:
“¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Cuánto más?”
Porque sí, obvio que me encanta esta etapa. Nos estamos reventando de experiencias. Nos estamos comiendo el mundo con la entrepierna y los ojos cerrados. Y cada vez lo hacemos mejor, con más códigos, más picardía, más amor incluso.
Pero también sé —los dos lo sabemos— que esto no es eterno.
No porque esté mal.
No porque sea peligroso.
Sino porque… no todo deseo se sostiene de por vida con la misma intensidad. Y porque la vida cambia, el cuerpo cambia, las prioridades también.
—¿Vos creés que vamos a seguir así a los cuarenta? —le pregunté hace poco, mientras me rascaba la panza con su cabeza apoyada en mi muslo.
—¿Así cómo?
—Cogiéndome extraños. Haciendo pactos non sanctos. Jugando al cornudo feliz.
Él se rió. Me besó la piel. Me dijo:
—Si seguimos así, es porque todavía nos da morbo. Pero si no… te vuelvo a elegir igual. Sin eso.
Y ahí me dio un vuelco el corazón.
Porque sí.
Yo también me lo imagino sin eso.
Sin la adrenalina del boliche. Sin el relato caliente al volver a casa. Sin que me saque la bombacha oliendo si tengo rastros de otro. Sin que me tenga que cepillar los dientes porque no quiero que sienta mi aliento con aroma a pija y semen de desconocidos. Por respeto, obvio.
Lo imagino siendo papá, y a mí con un bebé en brazos, con ojeras, con una teta en la boca de la criatura y el otro brazo preparándome café.
Más calmada. Más doméstica. Más “novia fiel”.
No porque ahora no lo sea —lo soy a mi manera, aunque parezca contradictorio— sino porque algún día esto se termina.
Algún día tenemos que jubilarnos de la perversión.
Guardar los recuerdos en una cajita mental, como quien guarda cartas de un amor de juventud, con olor a sexo y a risas cómplices.
Algún día vamos a decir: “ya está”.
No porque nos hayamos cansado el uno del otro, sino porque vamos a querer otra cosa.
Vamos a querer que mi cuerpo no sea solo un objeto de deseo para otros, sino una fábrica de bebés.
Sí, una fábrica. Así lo decimos. Con humor.
—¿Y cuándo abrimos la fábrica? —me preguntó él una vez, mientras me acariciaba la panza con ternura post-coital.
—Cuando se nos pase el vicio de garchar con extraños —le dije yo, sonriendo—. Aunque ojo… una mamá no deja de ser una perra cuando quiere, ¿eh?
—Obvio. Solo que después viene con babero y pañales —me contestó él, cagado de risa.
La verdad es que los dos queremos familia.
Y no es una fantasía light, de Instagram.
Es una real, profunda, sincera.
Queremos un hogar. Hijos. Mesa con ruido de platos. Cenas con cuentos inventados.
Queremos ser padres.
Y eso no nos quita lo vivido.
Nadie nos va a sacar este secreto compartido. Esta etapa de entrega y deseo. Esta locura consensuada que nos revolvió el alma y la cama.
Esto fue nuestro. Lo sigue siendo.
Pero sí…
Un día vamos a colgar la tanguita sucia del recuerdo.
Él va a dejar de calentarme con frases como “hoy quiero que vengas usada”.
Y yo voy a volver a desear solo su cuerpo. Solo su olor. Solo su pija.
Y no va a estar mal.
Porque si algo me enseñó todo esto, es que el amor no es una forma rígida.
Es una transformación constante.
Y cuando llegue el día de cambiar la piel, lo haremos.
Con la misma entrega.
Con la misma complicidad.
Con las manos entrelazadas y, tal vez, un bebé de ojos grandes riéndose a nuestro lado mientras nosotros nos miramos sabiendo todo lo que fuimos antes de eso.
Porque eso también es amor.
Porque formar una familia con quien te acompañó en tus infiernos y tus orgasmos ajenos…
Eso, gente, es el romanticismo más puro que van a encontrar.
A veces me miro en el espejo mientras me desmaquillo y me digo:
“Estás loca, Vicky. Realmente loca.”
Y no es una crítica. Es casi un halago.
Estoy loca porque no encajo, no me contengo, no me excuso. Hago lo que siento. Y muchas veces lo que siento está mojado, sucio, impúdico, y lleno de deseo por otros hombres que no son el mío.
Y, sin embargo, amo a Lucas.
Sí, así como lo leen. Lo amo con todo lo que soy. Con mi lujuria, con mis excesos, con mi lengua filosa, con mis orgasmos prestados y mi corazón entero.
¿Suena raro? Claro que sí.
¿Suena contradictorio? También.
Pero eso no lo hace menos real.
Lucas es mi casa.
Mi cama segura.
El que me acaricia la espalda cuando tengo un mal día. El que me conoce los lunares, los miedos, y hasta el ciclo de ovulación.
Él sabe todo lo que hago. No en detalle (aunque a veces sí, porque se lo cuento mientras me desnuda con la mirada llena de morbo). Pero sabe. Siempre supo.
Me trepo a chongos que apenas me dicen cómo se llaman. Me dejo coger en baños de boliches, en en cuartitos con olor a madera vieja y semen fresco. Me pajean con los ojos. Me entran como si el cuerpo se les fuera a ir por dentro.
Y cuando termina la función, yo vuelvo. Vuelvo con la boca hinchada, con la concha temblando, pero con el corazón intacto.
Porque nadie, y lo digo con todas las letras, NADIE, me conoce como Lucas.
Ni siquiera yo.
Él fue el primero que me dijo:
—No quiero que finjas fidelidad si tu cuerpo quiere otra cosa. Prefiero que vengas empapada, pero sincera.
Y fue como si alguien me sacara un chaleco de fuerza emocional.
Lo nuestro no es una relación abierta. Es algo más extraño, más visceral, más íntimo incluso que lo que viven los monógamos convencionales.
Porque hay que tener muchos huevos para amar así. Para bancarse ver a la persona que amás salir vestida como una puta (y digo “puta” con orgullo, eh, con la cabeza bien alta), sabiendo que tal vez vuelva con olor a otro, con una pija reciente en la garganta o con semen seco en la falda.
Y aun así abrazarla.
Y acariciarla.
Y cogértela con amor, con ternura, con fuego.
Y decirle: “Sos mía igual. Porque nadie te toca el alma como yo.”
Y Lucas lo hace. Me toca el alma.
Después de una noche con un patova, o un desconocido en un boliche, o un trío improvisado en un sillón de cuero mojado en una fiesta o donde sea, él me besa como si nada. O mejor dicho: como si todo.
Y yo le devuelvo ese amor con una lealtad que no se ve. Porque no está en las reglas ni en la fidelidad genital.
Está en cómo lo miro cuando me hago un café al otro día. En cómo me abrazo a él cuando duermo.
En cómo me meto en su pecho y me quedo muda mientras me acaricia el pelo.
¿Me calienta estar con otros? Sí.
¿Me excita saber que me desean? Obvio.
¿Me llena coger con desconocidos, con varones intensos, con cuerpos nuevos? Totalmente.
Pero eso no borra lo esencial:
Que yo soy de Lucas. Y Lucas es mío.
Aunque me garche medio Buenos Aires.
Y juro que eso es amor.
Porque el amor no es lo que te dicen en las películas románticas. El amor, el verdadero, es el que te permite ser sin pedir disculpas.
Y yo, Vicky, soy así:
Libre.
Golosa.
Inquieta.
Y completamente enamorada de un hombre que me acepta en todas mis formas, incluso cuando cedo mi cuerpo a un tercero.