Guía Cereza

Cuando mi cornudo me espera para reclamarme como suya...

Publicado hace 2 días Categoría: Hetero: General 315 Vistas
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 No sé si fueron los cinco tragos, el reguetón que me hizo sudar como si hubiera corrido media maratón, o la forma en la que ese patova me clavó los ojos como si me hubiera marcado, pero cuando cerré la puerta del departamento y me topé con el silencio de siempre, supe que había vuelto a casa... distinta.

Sí, había salido con las chicas. Sí, me reí a carcajadas, bailé como una endemoniada y me chupé hasta el agua del florero. Pero esa no fue una noche cualquiera. Esa noche me comí a un tipo en un rincón oscuro del boliche, con los cachetes apretados contra una pared áspera, con la tanga corrida y el corazón latiéndome entre las piernas.

—Shhh... —me dije, mientras cerraba la puerta con cuidado, mirando hacia el dormitorio como si Lucas fuera un oso hibernando.

Silencio. Respiración profunda. Perfecto.

Me saqué la campera de jean y la dejé caer sobre el sillón sin mirar. Después, con un suspiro largo y los muslos todavía temblorosos, me deslicé la blusita de tiras por arriba de la cabeza. Me reí sola cuando vi las marcas de dedos en la piel, como si el patova me hubiera querido dejar su autógrafo.

—Dios... qué animal —susurré.

El corpiño fue el siguiente. Estaba húmedo en la parte de abajo. No de transpiración, sino de otra cosa. Esa clase de humedad que una arrastra durante horas y que solo se limpia con una ducha caliente. La minifalda negra, esa que me calza como una segunda piel y que se sube sola cada vez que me agacho, se resistió un poco. La bajé despacio, cuidando no tambalearme. Mis muslos todavía latían. Después, los tacos. Me dolían los pies como si hubiera estado de rodillas toda la noche. Bueno… casi.

Me metí en la cama sin hacer ruido, con la esperanza de dormir antes de que mi cabeza empezara a maquinar con todo lo que había hecho. Pero apenas apoyé la mejilla en la almohada, sentí que Lucas se daba vuelta y me envolvía con ese cuerpo largo y caliente que siempre me hace sentir chiquita. Su brazo se cerró sobre mi cintura y me tiró hacia él, de cucharita. Su respiración era lenta pero su pija no.

—Mmhh... ¿recién llegás? —murmuró, con voz ronca.

—Sí... —dije, con una sonrisita culpable—. ¿Te desperté?

—No... —me besó el cuello—. Te estaba esperando. Estás mojada...

—¿Cómo sabés?

—Te huelo —y me apretó el culo como si supiera perfectamente lo que yo traía encima.

Yo me reí, sin culpa. Siempre me sorprende—. ¿Y? —me preguntó al oído, su voz medio dormida, medio caliente—. ¿Te portaste bien?

—¿Querés que te lo cuente?

—Soy todo oídos.

Me acomodé boca arriba. Él apoyó su cabeza en mi pecho desnudo. Me miraba desde abajo, con una sonrisa pícara, mientras yo le pasaba los dedos por el pelo.

—Bueno... salí con las chicas, fuimos a ese boliche nuevo en Palermo. Me tomé un par de daiquiris, después un gin tonic, y ya después... ya después me daba lo mismo.

—¿Y?

—Y... había un patova. Me miraba como si me conociera. Como si supiera algo mío. Me gustó eso.

Lucas tragó saliva. Yo lo sentí tensarse un poco.

—¿Qué hiciste?

—Lo seguí al rincón de una escalera donde nadie entra. Me agarró de los hombros y me condujo contra la pared. Me levantó la mini hasta la cintura, me bajó la tanga con una sola mano y me entró así, sin hablar. Me dolió. Me encantó.

Lucas gimió bajo. Su pija ya estaba dura, rozándome la pierna.

—¿Y?

—Me garchó sin sacarse ni el cinturón. Solo se la sacó por la bragueta. Me sostuvo de la garganta un ratito. Me dijo "mirame" y yo lo miré. Acabé tan fuerte que me tuve que morder la mano para no gritar. Después él acabó afuera, pero me embarró todo el culo. Todavía tengo su semen entre las piernas.

Lucas me besó con furia. Me metió la lengua como si quisiera borrar el sabor de otro. Se montó sobre mí y me la metió con rabia, sin preámbulo.

—Sos mía —gruñó.

Yo me reí de nuevo, ahogada.

—Esta noche no fui tuya.

Y él, en lugar de enfurecerse, se terminó de prender fuego. Porque sabe que después de una noche como esa, vuelvo a casa. Siempre vuelvo.

Y él, siempre me espera.

Sentí su peso encima, sus manos aferrándome las muñecas contra el colchón como si tuviera miedo de que me escapara otra vez. Como si supiera que allá afuera ya me habían agarrado, que ya me habían usado… pero que ahora era su turno.

—Sos mía, Vicky. Mía.

—Sí... —jadeé, con la boca abierta—. Tuya y de todos...

Él gruñó. Literal. Como un animal. Me embistió otra vez, más hondo. Me sacó el aire. Le encantaba eso. Sentirme hablar mientras me llenaba. Me miraba con los ojos entrecerrados, como si midiera cada palabra que soltaba.

—Contámelo —dijo, apretando los dientes—. Quiero escucharlo mientras te lo hago.

Me reí, entre jadeos. El calor me subía por el pecho como una fiebre. Las piernas me temblaban.

—Lo encontré fumando en la puerta —empecé, cerrando los ojos, dejándome llevar—. Me acerqué... lo saludé con esa sonrisa mía que sabés que no falla. Le dije que me gustaban los hombres con brazos grandes, y él solo me miró. No me dijo nada... me miró como si ya supiera que iba a terminar adentro mío.

Lucas embistió otra vez. Más fuerte. Mi cabeza se sacudió contra la almohada. Me mordí el labio para no gemir como loca.

—¿Te gustó? —me susurró al oído, caliente, áspero.

—Me encantó... —jadeé—. Me apretó la cintura con una sola mano... me pegó contra la pared con el cuerpo... Me bajó la tanga y me dijo que no iba a ser tierno. Que no le gustaba pedir permiso. Y yo... yo le dije que hiciera lo que quisiera conmigo...

Lucas se movía con furia contenida. Me la metía entera, profunda, y después salía despacio, como para que yo sintiera cada centímetro salir de mí. Me besaba el cuello, los hombros, como si me odiara y me deseara al mismo tiempo. Sus dedos me agarraban con rabia de la mandíbula.

—¿Así te lo hizo? ¿Así te agarraba?

—No... vos lo hacés mejor... —le dije, entre sollozos que no eran de tristeza, eran puro ardor, pura emoción cruda—. Vos me rompés. Él fue bruto, sí... pero vos sabés cómo... cómo... —se me cortó la frase cuando me embistió más fuerte.

Me arqueé. Me abrí más. Lo envolví con las piernas, dándole todo.

—¿Dónde te acabó? —preguntó, con la voz en carne viva.

—Atrás... me dio vuelta y me acabó en la cola... chorreaba... y yo... yo me sentí tan puta... tan viva... —le dije, mirándolo a los ojos—. Y ahora estoy acá, toda sucia... toda para vos...

Lucas me besó con violencia, me mordió el labio. Después bajó las manos hasta mis caderas, y me levantó con una fuerza que me hizo soltar un gemido ahogado. Me hizo subir encima suyo sin decir una palabra. Se tiró para atrás, con la pija dura, temblando. Me agarró de la cintura y me empaló como si necesitara partirme en dos.

—Seguí contándome —dijo, mirándome desde abajo, los ojos inyectados de lujuria—. ¡Qué novia más puta que tengo!

Me moví lento, sintiéndolo todo. Cada pulgada. Cada pulsación.

—Cuando me acabó, me bajó la faldita... me besó la nuca... como si le hubiera gustado. Como si yo fuera un regalo. Y yo... yo ... ay amor, no puedo hablar...

Lucas me tiró hacia él y me mordió el cuello mientras yo me cabalgaba su sexo como si me fuera la vida en eso.

Entonces lo vi mirar hacia un costado, con esa mirada suya que mezcla travesura y oscuridad. Estiró un brazo, tanteando en el piso, y ahí la encontró: mi minifalda negra, arrugada como una serpiente dormida al pie de la cama. La levantó con los dedos y la desplegó frente a él como si fuera una prenda sagrada.

—¿Esta es la que llevabas puesta?

—Sí —le respondí, bajando la mirada, casi inocente—. La misma.

La sostuvo por la cintura, la tela fina colgando como una bandera después de la batalla. Sus dedos buscaron con precisión una zona concreta. La encontró enseguida: una mancha reseca, irregular, endurecida. Una huella delatoramente blanca y brillosa que resaltaba en el negro mate del tejido.

—¿Esto... es de él? —preguntó, en voz baja, con una mezcla de asombro, excitación y... algo más. Algo salvaje.

Yo lo miré con esa sonrisa que solo le muestro cuando ya no hay vergüenza, cuando lo único que queda es deseo y fuego.

—Sí —dije, arrastrando la “s” como un susurro caliente—. Es su semen. Me la bajó después de acabarme, y me la acomodó así, con su leche todavía fresca en mi piel...

Lucas tragó saliva. Lo vi hacerlo. Sus ojos brillaban de puro morbo.

—¿Y anduviste así? ¿Con la guasca secándose en tu cintura, chanchita?

—Toda la noche. Bailé con eso chorreándome por debajo, y después me senté en un taxi con la tanga pegoteada. Me toqué en el asiento trasero pensando en vos. En cómo ibas a reaccionar cuando te lo contara...

Lucas me acercó la prenda. La sostuvo frente a mi boca.

—Tomá. Comételo, trolita. Yo sé bien que te gusta.

Yo no dije nada. Solo me reí. Esa risa mía que ya no pide permiso, que no conoce pudor. Le saqué la falda de las manos con los dientes, la mordí y la llevé a la boca como si fuera un trofeo. La apreté con los labios, con la lengua. Sentí el sabor viejo, reseco, pero inconfundible. Sabor a evidencia.

—Qué asco... —murmuré, entre carcajadas—. Qué morboso que sos, Lucas. Te encanta esto.

—¿Y a vos?

Le devolví la mirada, ya sin máscara.

—Me calienta más que todo. Saber que todavía lo tengo en la tela, que vos lo tocás, que vos me hacés probarlo... y que mientras tanto seguís cogiendo con esa furia... me vuelve loca.

Y entonces me agarró con las dos manos, me empujó contra su cuerpo y volvió a embestirme. Como si la prenda fuera una bendición, una señal de que todavía no habíamos tocado fondo. Volví a gemir, esta vez con la falda contra mi cara, mordiéndola como una puta. Sentía su respiración en mi cuello, su voz casi en ronquido:

—¿Te gustó ser de él?

—Me encantó cómo me usó. Cómo usó mi cuerpo para darse placer, como lo estás haciendo vos ahora, mi amor.

—¿Y ahora?

—Ahora quiero que me termines de romper.

Y eso hizo.

Me empujó hacia abajo, me dejó con la cara contra el colchón y el culo al aire, y me cogió como si quisiera doblarme la columna. Yo gemía entre las sábanas, la falda todavía en la boca, saboreando la marca del otro mientras recibía la de él.

Porque así somos.

A veces me pregunto si hay algo más hermoso —más sucio, más sincero, más nuestro— que la forma en la que Lucas me mira después de una noche así. Cuando ya me descargué encima suyo dos, tres veces. Cuando tengo las piernas acalambradas, el pelo pegoteado en la cara y la boca entumecida de tanto gemir. Cuando ni siquiera nos limpió el último orgasmo, porque él sabe, y yo sé, que ese semen todavía caliente en mi cuerpo es parte del juego.

Lo miro, ahí acostado, con el torso desnudo y el corazón agitándosele en el pecho, y no puedo evitar sonreír como una loca. Una de esas sonrisas que me nacen desde la entrepierna y me suben por la panza.

—¿Sabés qué es lo que más me calienta de vos? —le dije, girándome para apoyar la cabeza sobre su brazo.

—¿Qué? —pregunta él, con esa voz ronca que le queda después de cogerme como lo hace. Como si tuviera el alma rota de tanto sentirme.

—Que sos pervertido... pero no asqueroso. Que me mirás con esa hambre sucia, pero sin convertirlo en algo desagradable. Que sabés jugar con mi lado más oscuro, ese que casi nunca muestro... y en vez de juzgarme, lo festejás. Me celebrás. Te morboséas conmigo.

Él se rió, bajito. Me acarició el pelo, suave, mientras yo seguía hablando. Porque cuando me abro así, cuando empiezo a hablar, ya no hay freno.

—Me encanta que te guste que te cuente mis chanchadas. Que no te dé asco si te digo que acabé dos veces en el baño de una fiesta. Te calienta. Y eso, boludo... eso me hace amarte más.

Lucas me besó la frente. Le sentí la sonrisa en la piel.

—Y además —agregué, levantando una ceja—, no hay semen que me guste más que el tuyo.

Él me miró, curioso. Me conoce. Sabe que cuando empiezo a hablar así, me entrego.

—¿En serio? —preguntó, medio sonriendo.

—Sí. Nada me excita más que sentirte acabarme adentro. Sentir ese calor... esa presión repentina que me inunda por dentro. Como si me sellaras. Como si me marcaras de vuelta. —Me toqué el vientre, apenas—. Te juro que lo siento moverse en mí después. Como si todavía me cogieras, pero con tu semen.

Lucas cerró los ojos un segundo. Respiró hondo. Yo seguí, sin pausas.

—Y si me acabás en la boca... uf... ¿Sabés lo que siento cuando tragás de alguien que amás? No es lo mismo que con otro. Lo tuyo me gusta. Me gusta el gusto. Me gusta cómo me mirás cuando lo hacés, cuando te acercás con la pija caliente y me abrís la boca con los dedos. Yo te miro desde abajo y me sentís tragarte... sentirte mío desde otro lado.

Él no decía nada. Solo respiraba. Yo sabía lo que le hacía eso. Y me encantaba. Se acomodó, se giró para abrazarme. Me apretó contra su pecho como si tuviera miedo de que desapareciera.

Me quedé ahí, con la cabeza en su pecho, escuchando los latidos fuertes, pesados. Su olor me inundaba la nariz, ese olor a piel caliente, a hombre que acaba de coger con todo el cuerpo, con el alma. Tenía una pierna encima suyo. Sentía su semen tibio bajándome lento, casi con vergüenza.

Yo no. Yo no tenía vergüenza de nada. No después de una noche así.

Le di un beso suave en el torso, justo arriba del pezón izquierdo, y levanté la cabeza para mirarlo. Tenía los ojos medio cerrados, como si estuviera flotando.

—Che... —le dije, con voz mimosa—. Vos también tenés que hablar...

—¿Hablar de qué?

—De mí. De vos. De lo que sentís cuando estás conmigo. De cómo te dejo cuando me subo arriba tuyo. —Le mordí el hombro apenas, con sonrisita maliciosa—. No te hagas el boludo que te encanta hablar sucio cuando estamos en la cama. Ahora quiero escucharte.

Él se rió, entre dientes. Me miró de reojo, con esa cara suya de "ya sabés lo que pienso, no jodás". Pero yo no iba a aflojar.

—Dale... —le insistí, con voz de bebota caprichosa—. Decime. No te guardes nada. Decímelo como te sale. Aunque ya lo sepa, quiero escucharlo igual. Como cuando uno pide que le repitan que lo quieren, ¿viste? Ya lo sabés, pero lo necesitás igual...

Lucas suspiró. Se pasó una mano por la cara. Después me agarró la nuca, con firmeza, y me acercó a su boca. Me besó lento. Firme. Después me susurró:

—Me hacés sentir cosas que me dan miedo a veces. Porque no es solo lo buena que estás. No es solo tu cuerpo, tus tetas, tu culo perfecto. Es cómo te movés, cómo me mirás cuando sabés que me estás matando. Me hacés sentir como si me tuvieras agarrado de las bolas con una sonrisa.

Yo solté una carcajada corta. Pero él seguía serio. Crudo.

—Cuando gritás, cuando te arqueás como si te estuviera electrocutando el alma... siento que ahí te tengo. Que sos toda mía. Aunque hayas sido de otro, aunque te hayan tocado antes. Ahí, en ese instante, sos solo mía.

—Lo soy —le dije bajito, con la boca en su cuello—. Siempre vuelvo a vos.

—Y cuando me decís que tragás mi leche porque te gusta, porque te hace sentir marcada... —me miró, con los ojos encendidos—... no sabés lo que me provocás. Me dan ganas de cogerte hasta que no puedas caminar. De llenarte hasta que te chorree por las piernas tres días seguidos.

Yo jadeé, literal. Me tembló la pelvis. Me apreté contra él, buscando más de su cuerpo.

—Y hay algo más —agregó, bajando la voz—. Me encanta que seas tan puta conmigo. Pero solo conmigo. Que el mundo te vea como esa mina segura, que camina por la calle como si fuera la dueña del asfalto. Pero que cuando cerramos la puerta, te arrodillás, te entregás, me decís “usame, haceme tuya”.

Y entonces, en un suspiro que fue casi un gruñido, me lo dijo.

—Date vuelta. Quiero tu culo.

Así. Sin preámbulo. Sin dulzura.

Me reí. No me sorprendió. Me calentó. Levanté la cabeza para mirarlo, con una ceja levantada y la sonrisa esa que ya no necesita palabras.

—¿Así nomás?

—Sí. Quiero cogerte el culo, Vicky. Ahora, dale.

La forma en que lo dijo... me derretí. Me ardió la piel. Me bajó algo por la columna, como una descarga eléctrica.

—¿Sabés que sos el único que puede pedirme eso así? —le dije, mientras me levantaba despacio, dejando que el cuerpo le hablara—. El único al que le entrego esa parte mía. Porque sos el único que sabe cómo cuidarla... y cómo romperla al mismo tiempo.

—Y la voy a romper —dijo, ya apoyándose en los codos, con los ojos clavados en mi cuerpo mientras yo me acomodaba de rodillas—. Te voy a hacer mierda. Porque ese culo es mío.

Me di vuelta. Me puse en cuatro. Lenta. Con dramatismo. Le moví el culo apenas, como tentándolo, como diciendo "mirá lo que te vas a comer". Él se acercó enseguida, con ese silencio caliente que siempre tiene cuando está por hacer algo sucio. Me abrió con las manos. Yo gemí bajito.

—Estás mojadísima.

—Mojada por vos.

—Abrite más.

Lo hice. Me arqueé como sabía que le gustaba. Culo bien arriba. Cara contra la almohada. Entregada.

—¿Te gusta darme el culo, Vicky?

—Me encanta... pero solo a vos.

Sentí su lengua primero. Me temblaron los brazos. Me lamió con hambre, con precisión. Me lo hizo lento, con una malicia tierna, como si cada pasada fuera un beso sucio. Yo gemía entre las sábanas, moviéndome contra su cara. Me metía los dedos en la boca para no gritar. Porque sí, me hace acabar con la lengua ahí. Así de fuerte es lo que tenemos.

Después me escupió y me nalgueó. Gemí agudo por la sorpresa del cachetazo. Me rozó con la punta de su pija. Yo ya no podía más. Me apretaba las sábanas como si fuera a despegar.

—Hacelo, Lucas. Metémela. Rompeme.

Y me la metió. Despacio, primero. Con esa paciencia que solo tiene cuando está tan caliente que quiere que dure. Sentí cada centímetro abriéndome. Me tensé. Me agarró de la cadera con una mano, y con la otra me acarició la espalda.

—Sos mía, Vicky. Nadie te tiene así. Nadie.

—Nadie —le confirmé, con los ojos apretados—. Solo vos. Solo vos podés cogerme así.

Cuando estuvo todo adentro, se quedó quieto. Dejándome sentirlo. Rellenándome. Después empezó a moverse. Ritmo firme. Caderas contra mis nalgas. Golpes húmedos. Mi cuerpo empujado hacia adelante con cada embestida.

Cada embestida era una declaración. Un golpe seco que me hacía temblar los brazos. Me empujaba hacia adelante y yo me sostenía como podía, con las rodillas clavadas en el colchón, las manos enredadas en las sábanas. Me sudaba la frente. Me corría una lágrima. Pero no de dolor. No, no. Era placer puro, brutal, total.

—Mirá cómo te entra —me dijo, apretándome una nalga con rabia—. Sos tan mía que hasta este lugar me lo entregás.

—Todo tuyo —jadeé, ya sin aire—. Haceme mierda... rompeme, faltame el respeto si querés...

No hacía falta repetirlo. Lucas ya estaba desatado. Me agarró de la cintura con ambas manos y empezó a darme como un animal. Golpes certeros, rítmicos, mojados. Yo gemía sin control. Me caía la baba de la boca, me temblaban los muslos. Lo sentía moverse en mí como un latido, como una verdad imposible de esconder.

Me estaba cogiendo el culo como si quisiera atravesarme.

Y yo lo estaba dejando. No solo dejando: pidiéndoselo.

—¡Aaaahhh! —grité, justo cuando me apretó el cuello desde atrás, con una mano firme—. ¡Estoy por acabar!

Y me corrí. Ahí. De nuevo. Fuerte. Gimiendo como si pariera. Como si me desgarrara por dentro. Me aflojé. Me abrí toda. Me rendí.

Él no tardó. Dos, tres embestidas más, y lo sentí. El estallido. El calor. Su leche llenándome como si fuera lava. Me quedé quieta, tragándome el llanto, con las mejillas contra las sábanas y las piernas desparramadas.

Me acabó adentro, profundo, agarrándome con toda su fuerza, apretando la frente contra mi espalda. Yo solo repetía su nombre como un rezo. Como si no supiera decir nada más.

Después… silencio.

Ese silencio sagrado de después.

Nos dejamos caer. Literalmente. Él salió de mí despacio, con ese gesto cuidadoso que tiene cuando vuelve a ser mi Lucas, no el animal de hace un segundo. Me giró y me arrastró encima suyo, con los cuerpos empapados, pegoteados, mezclados.

Me abrazó. Me envolvió.

Y yo, encima suyo, con el culo caliente, el cuerpo exhausto, el corazón galopando… sonreí.

—Me mataste —le dije, con voz ronca y gastada, pero feliz.

—Te amo —me dijo él, así, sin anestesia.

Y yo... no respondí con palabras.

Lo besé. Le mordí el labio. Apoyé la frente en la suya.

—No sabés lo bien que me hace que me cojas así.

Sentía todavía la tibieza entre las nalgas, ese peso interno que me dejaba Lucas cada vez que se venía adentro mío. Era una mezcla deliciosa de cansancio, fuego residual y ternura.

Lucas se quedó encima mío un rato más. Su pecho pegado a mi espalda, su cara enterrada en la curva de mi cuello, respirando como si acabara de correr diez kilómetros y al mismo tiempo estuviera en paz. Yo sonreía sin necesidad de abrir los ojos. Ese tipo de sonrisa que solo te sale cuando ya no hay nada que demostrar. Cuando todo está dicho con el cuerpo.

Sentí su mano empezar a recorrerme. No con apuro. No con intención inmediata. Con ese gesto suyo de "quiero volver a tocar lo que ya conozco como nadie".

Primero fueron los dedos, sutiles, apenas acariciando desde la base de mi cuello hasta la parte baja de la espalda. Después, sin decir nada, usó la palma entera. Como si palpara. Como si memorizara de nuevo. Me recorría como si mi cuerpo fuera una superficie santa. Como si necesitara reconocer cada centímetro para volver a creérselo.

—Dios, tenés unas piernas increíbles, Vicky —susurró de repente, con la voz rota todavía—. Hermosas, fuertes... suculentas.

Me reí, sin abrir los ojos.

—¿Solo las piernas?

—No —dijo enseguida, y su mano bajó por mis muslos, los apretó, los abrió un poco más—. También tu culo. Amo tu culo. Es perfecto.

—¿Ah, sí? —dije con voz adormilada, como jugando—. ¿Qué tiene de perfecto?

—La forma. La simetría. El volumen. La redondez justa. No es ni exagerado ni chico. Es ese tipo de orto que no necesitás imaginarte cómo se siente. Solo lo ves, y sabés que es una locura. Que está hecho para ser tocado. Y para ser cogido.

Esa frase me hizo sonreír más fuerte. Me encantaba cuando Lucas hablaba así, sin adornos, con esa mezcla de adoración sincera y morbo caliente. Me hacía sentir deseada de verdad. Deseada como mujer, no solo como cuerpo.

—¿Así que lo ves y te dan ganas de cogerme? —pregunté, ladeando apenas la cabeza, sin dejar mi posición rendida.

—Sí. Todo el tiempo. A veces estás cocinando y te movés un poco para un costado, y te juro que tengo ganas de agarrarte ahí mismo.

—Y pero si eso lo hacés igual, amor. No puedo cocinar tranquila porque ya venís por atrás y me hacés tuya, así porque sí —le dije entre risas.

—Eso también me encanta. Que te abrís toda. Que me das todo. Hasta eso. Y lo hacés con ganas. Como si fuera un regalo que solo me das a mí.

Sentí su mano subir de nuevo, apretarme una nalga y luego la otra. Jugaba con ellas como si fueran un juguete caro. Después se agachó y me besó ahí, con la boca abierta, húmeda, como si siguiera comiéndome aun sin hambre.

—Y me encanta cómo rebotás —añadió, con tono de nene malcriado—. Cuando te cojo fuerte y hacés ese temblor... ¿sabés lo que me hace eso?

—¿Qué te hace?

—Me dan ganas de cogerte de por vida.

—Estás re enamorado, Lucas...

—Estoy loco. Por vos. Por tu cuerpo. Pero también por cómo me dejás hablarte así. No me frenás. No me juzgás. Me das más.

Abrí los ojos. Apenas. Lo miré por encima del hombro. Estaba ahí, recostado al lado mío ahora, con la mano todavía sobre mi cadera, como si necesitara seguir anclado a mí.

—¿Y sabés qué más me gusta de vos? —le dije, despacito—. Que no me mirás con culpa cuando decís todo eso. Que no te arrepentís. Que no te haces el correcto. Lo decís y punto. Como debe ser.

—Porque vos lo hacés fácil. Me hacés sentir libre.

—Y vos me hacés sentir deseada como ninguna. Eso no lo hace cualquiera, Lucas.

—Sos la mujer más hermosa que tuve jamás. Y no hablo solo del cuerpo. Pero si hablamos del cuerpo... sí, nena: tenés el mejor culo del universo. Y lo voy a seguir adorando aunque estemos viejos y arrugados. Aunque te quejes de la celulitis o del tiempo. Yo voy a seguir mirándolo con las mismas ganas. Y si puedo… seguir cogiéndotelo.

Y así seguimos un rato más. Esas charlas calientes son recurrentes, nunca nos aburrimos, siempre improvisamos. Pero ya teníamos sueño, sobretodo yo que no había dormido nada. Así que nos abrazamos y nos dejamos vencer por el sueño.

Abrí los ojos despacito, como si el cuerpo supiera que era domingo. Ni alarma, ni bocinas, ni el sol rompiéndome la cara. Solo esa calma tibia que tiene la cama después de una noche salvaje. Me estiré como un gato, con las piernas enredadas entre las sábanas, las pestañas pegadas de sueño y la piel todavía con ese aroma inconfundible: nosotros.

Lucas dormía a mi lado. De costado, con la boca entreabierta, respirando lento, profundo. Tenía el brazo estirado sobre mi almohada, como si aún me abrazara. Y en el aire, ese calor denso y rico de cuarto con ventanas cerradas después de coger.

Me refriego los ojos, bostezo como si me deshiciera y tanteo el celular en la mesa de luz. 11:34. Casi mediodía. Podía haberme levantado, ir a la cocina, calentar agua, hacer el desayuno, pensar en el almuerzo. Todo eso. Pero no. En cambio, me quedé mirándolo. Su espalda, sus hombros, esa mandíbula que tanto me calienta cuando está dormido. Lo vi tan tranquilo, tan mío, tan entregado al descanso… que me dio una idea. Una idea brillante. Traviesa. Innecesaria.

Y por eso mismo: irresistible.

"¿Y si lo despierto con la boca?", pensé, mientras una sonrisa me crecía solita.

Me deslicé entre las sábanas sin hacer ruido, como un súcubo. Me acomodé a su costado, bajé despacito hasta su cintura. Estaba completamente desnudo. Tenía la sábana apenas cubriéndole una parte del muslo. Su pija dormía también, semi blanda, tibia, apoyada contra una pierna.

Me mordí el labio. Qué linda se veía, qué tentadora.

“Vamos a ver cuánto le dura esa siesta.”

Sin avisar, sin nada, me acerqué y la tomé con una mano. Con cariño. Como si acariciara algo frágil. Me incliné y le di el primer beso: largo, húmedo, suave. Apenas rozando. Él se movió un poco. Nada más. Un suspiro leve. Yo sonreí. Me encantaba despertarlo así. Ver cómo su cuerpo respondía antes que su mente.

Empecé a jugar. A besarle los bordes, a chuparle el tronco con lengua lenta, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Y él… empezó a endurecerse. Como una flor abriéndose con el sol de mi boca.

—Mmm… —murmuró, entre dormido—. ¿Amor…?

Pero no terminó la frase. Ya lo tenía todo dentro. Se lo tragué de una, con la garganta abierta y las manos apretándole la base.

—Vicky… —dijo, ya más despierto, con la voz ronca y desorientada—. ¿Estás… ?

Le respondí con una succión profunda, mojada, seguida de un gemido mío, grave, vibrando con su carne en mi boca. Él se tensó, le sentí las piernas contraerse. Apoyó una mano en mi pelo.

—Dios mío… no sé si me lo merezco.

Solté un momento solo para mirarlo, con los ojos chispeantes.

—Es domingo, amor. Hay que arrancarlo bien. ¿O no?

Y sin dejarle responder, volví a bajarme. Lo trabajé con ganas. Con hambre. Como si tuviera una misión. Con saliva chorreando, con los cachetes llenos, con la garganta abierta. Me encantaba hacerlo así. Me encantaba despertarlo con placer puro, sin preámbulo, sin contexto. Solo yo, su mujer, devorándolo porque sí.

—¿Te gusta lo que te hago, amor? —le pregunté, subiendo apenas los ojos.

—Sí... demasiado —dijo con una risita nerviosa.

Lo tomé entero en la boca. Profundo. Con saliva, con lengua, con esa cadencia que aprendí con los años. Me encanta hacerlo. Me calienta verlo derretirse. Lo agarraba de la base con una mano y con la otra le rascaba la panza, el pubis, bajaba a los huevos y jugaba un poco. No dejaba de mover la cabeza con ritmo. A veces lento, a veces rápido. Me sacaba la pija de la boca y la escupía, la masturbaba unos segundos, le daba besos ruidosos en la punta, y volvía a tragarla entera.

Y él… él se entregaba. Se arqueaba. Me acariciaba el pelo. Me decía cosas entre dientes, como si le costara procesar tanto goce recién salido del sueño.

—Vicky… te amo tanto… no pares, por favor, no pares…

No pensaba parar.

Quería que se viniera así. Recién despierto. Desnudo. Temblando. Llenándome la boca como si fuera su desayuno.

Y lo logré. Lo sentí venir. Su cuerpo se endureció del todo, su respiración se volvió errática, y entonces…

—¡Ahh, amor… !

Y sí. Acabó. Todo en la boca. Caliente, espeso, con ese sabor inconfundible que ya es parte de mí.

Me quedé ahí. Sosteniéndolo. Sintiendo cada pulsación en mi lengua. Tragándolo sin dudar. Porque me gusta. Porque es suyo, porque es mío, mirándolo a los ojos mientras lo hacía. Disfrutándolo.

Cuando terminé, me pasé la lengua por los labios, me limpié la comisura y suspiré. Lo miré desde abajo, con una sonrisa satisfecha.

—Buen día, mi amor.

Él estaba con los ojos cerrados, jadeando.

—Sos mala. No hay otra forma de empezar el día después de esto.

—Lo sé —dije, trepándome sobre él—. Y ahora… ¿te hago café o te cojo otra vez?

Lucas rió. Me agarró de la cintura.

—Café... y después vemos.

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🍒 Pregunta Cereza

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