
Compartir en:
Esa noche iba a salir, y no precisamente con amigas.
Y Lucas lo sabía. Sabía que me iba a encontrar con otro hombre.
Ya estaba lista. Lista de verdad. Como una putita profesional, diría yo, si no sonara tan... elegante. Porque lo mío tenía un toque más sucio, más festivo. Me había probado como seis outfits antes de decidirme. Al final me puse ese top negro que me compré en el local ese del Abasto. Arriba, una camperita de jean cortita, sin abrochar, más decorativa que otra cosa. Abajo, la minifalda negra de cuerina con tajo —esa que me levanta la cola y me la parte en dos como si me la hubieran esculpido— y las botas, obvio.
Cuando salí del cuarto, ya me sentía en personaje. Me movía como si estuviera en pasarela, aunque mi pasarela fuera el pasillo hasta el living. Y ahí lo veo a Lucas, tirado en el sillón, con la notebook sobre las piernas. Me clavó la mirada, primero en silencio. Me miró como si estuviera viendo a otra mina. O como si me quisiera devorar. Me acerqué sonriendo, como si nada, como si fuera una salida más, y me agaché para darle un beso.
Pero él, en vez de corresponder, me suelta con una cejita levantada:
—¿Así te vas a ir?
Yo me empecé a reír. Lo miré desde abajo, con cara de "¿enserio te vas a poner en modo escena?".
—¿Así cómo, mi amor? —le dije con voz de nena traviesa—. ¿Así divina? ¿Así calentita?
Le encantaba cuando le hablaba así. Se le transformaba la cara, como si le viniera un sacudón de orgullo. Pero igual le encantaba hacerse el celoso. El cornudo dolido. Ese papel lo actuaba tan bien, que a veces hasta me la creía.
—¿Y con quién te vas? ¿Quién es este ahora? ¿Cómo se llama? ¿Es el del otro día? ¿El que te mandó la foto en el baño?
Me le reí en la cara. Literal.
—Sos un cornudo hermoso, ¿sabías? —le dije, agarrándole la cara con las dos manos.
Entonces me agarró de la cintura y me tiró al sillón. Me separó las piernas como si no pesaran nada y se agachó entre ellas. Ni un saludo. Ni una caricia previa. Me corrió la tanguita a un costado y metió la lengua de una como si tuviera hambre de horas. Yo no me lo esperaba, y eso me calienta todavía más. Me eché para atrás, hundiéndome entre los almohadones, con una pierna colgando del sillón y la otra sobre su hombro.
—Así... así quiero que te vayas —me dijo, sin dejar de lamerme—. Que cuando te baje la bombacha se le peguen los dedos. Que te huela a mí. Que sienta que estuviste con alguien más antes. Que te chupe y me sienta ahí.
—Lucas, la concha de tu madre… —le dije entre jadeos, con una mano en su pelo, tironeándole fuerte—. Vas a hacer que me venga antes de salir, idiota.
—Eso quiero —me dijo—. Que te vayas con las piernas temblando. Que no puedas pensar en otra cosa que en cómo te abrí la concha antes de que él te la toque.
Y lo logró. Me hizo acabar en segundos, sin piedad, con la cara pegada entre mis piernas, tragando todo, gimiendo como si el que acabara fuera él. Yo me corrí el pelo de la cara, sudando, temblando, con las botas torcidas y la camperita caída de un hombro.
Después lo miré, riéndome.
—¿Contento, mi cornudito precioso?
—No del todo —me dijo—. Falta la parte en la que te das vuelta y te bajo la faldita.
Y así lo hizo. Me di la vuelta, obediente, y dejé que me la bajara hasta las rodillas. Me sostuvo fuerte de la cintura y me la metió. Fue rápido, intenso, sin preservativo, demostrando que él no necesita hacerlo.
Y luego, mientras me subía al Uber con las piernas blanditas, me latía entre las piernas y sonreía sola. Iba a jugar, sí. Pero ya iba bien jugada desde casa.
Volví a eso de las tres de la mañana. Ni idea exacta, porque ni miré la hora cuando crucé la puerta. Todavía tenía ese cosquilleo en las piernas, como si hubiera caminado kilómetros o bailado descalza sobre brasas. No era cansancio físico, era otra cosa. Como si el cuerpo me hubiera quedado ancho de tanta piel recorrida. Me sentía... plena, pero devastada. Como si hubiese sobrevivido a una guerra erótica. Como si me hubieran hecho de todo. Y como si, en el fondo, yo hubiese querido eso desde el principio.
Entré sonriendo. Ancha. Sucia. Con olor a transpiración ajena, el rímel corrido y el pelo enredado. Pero no. No había dormido. Ni un segundo.
Lucas estaba despierto. En el sillón. Con las luces bajas, como si me hubiera estado esperando desde antes que me fuera. Me miró apenas crucé la puerta, sin decir nada. Solo me clavó los ojos, como si me escaneara.
—Hola, amor —le dije, con una sonrisa ladina y voz rasposa.
—¿Te divertiste? —me preguntó seco, con una ceja levantada y esa mueca suya que no sé si es risa o furia contenida.
Yo me quedé parada unos segundos, todavía con el bolso colgando de un hombro, y la falda subida descaradamente hasta medio muslo.
—Mucho. ¿Vos?
—Yo me estuve reventando a pajas pensando en qué te estarían haciendo.
Me reí. Una carcajada ronca, sin fuerza.
—Sos un loco.
—Y vos una putita, Vicky.
—Sí. ¿Y?
Me acerqué. Caminando lento. Como si no tuviera apuro. Como si lo estuviera midiendo. Pero en realidad, lo que tenía era miedo. Miedo de explotar. Porque sabía lo que venía. Porque sabía que él no me iba a recibir con café y medialunas.
Me paré frente a él. Me miró las piernas. Me miró la boca. Me olió, literalmente. Se levantó, me agarró de la cara con una mano y me besó. Pero no como se besa a una novia. Me besó como si me castigara, introduciendo su lengua hasta el fondo para sacarme lo que me habían metido adentro. Me empujó contra la pared, de un tirón me bajó la campera, me deslizó de un solo movimiento la falda, y me metió la mano entre las piernas.
—Estás abierta —dijo, con una mezcla de bronca, celos y excitación animal—. Como si te hubieran cogido con rabia.
—Me cogieron bien —le dije con una sonrisa torcida, con esa lengua mía que no sabe callarse nunca—. Me garchó como si fuera la última noche de su vida. ¿Querés detalles?
Me dio un cachetazo. No fuerte, pero sí seco.
No de violencia. De posesión.
Y eso me hizo gemir.
—Contame —me dijo con la voz en la garganta—. Decime qué te hizo. Qué le diste. Decime si te acabó adentro.
—No —le solté en su oído—. Uno me acabó en las tetas y me la esparció con la pija. Otro en la cintura, y el tercero… en la boca. Y me lo tragué, amor.
Lucas apretó los dientes.
—¡¿Tres fueron?! ¡Hija de puta! No te basta uno, te tienen que agarrar de a tres.
Me dio vuelta y me apoyó contra la mesa del comedor. Me abrió las piernas y sin sacarse ni los pantalones, se bajó el cierre y me la metió de una. Yo grité. No de dolor. De desahogo. Como si todo lo que había traído encima necesitara salir.
—Así se recibe a una puta como vos —me dijo jadeando, mientras me embestía con furia.
Yo solo podía agarrarme del borde de la mesa y dejarlo. Dejar que me reconquistara con su bronca. Que me recordara que yo era realmente suya, pero que me prestaba a otros para que probaran lo que él tenía todas las noches.
—Dale, cornudito hermoso —le dije entre jadeos—. Tratá de superar lo que viví hace un rato. Te va a costar.
Yo ya estaba lista para abrir el tarro de las confesiones sin miedo.
—Dale, contame todo —me apuró, esa mezcla de ansiedad y celos enfermos que siempre le pintaba la cara—. No te hagas la misteriosa. Quiero saber hasta el último detalle.
Me apoyé en un codo, lo miré a los ojos y empecé, sin vueltas, sin que se me escape nada.
—Se turnaron conmigo como si yo fuera una escort.
Él se rió, pero era un reír cortado, como si quisiera ofenderme pero también se moría de ganas de que siga.
—¿Y me vas a decir quiénes? ¿Qué hicieron? ¿Qué te hicieron?
—Obvio que sí —le dije con esa sonrisa de puta orgullosa que no sabe bajar—. El primero lo conocí en el gym, ¿te acordás que te dije?
—¡Ah, sí!
—Ese mismo. ¡Qué bueno que estaba, y qué bien coge!
—Y bueno, ¿qué pasó?
—Lo primero fue calentón puro. Me recibió con besos desesperados, me mordía el cuello como si fuera la última vez. Me tiró contra la pared y me chupó toda la clavícula. Después me hizo suya como si quisiera romperme en dos.
Lucas se mordió el labio, aguantándose la respiración.
—¿Y los otros dos?
—Ah, sí, los otros dos —dije, animándome más—. Cuando llegamos a su departamento, me dijo que había dos amigos más esperándonos.
—Sos una puta, ¿sabés? —me dijo con esa sonrisa torcida que me hacía querer follarlo ahí mismo de nuevo.
—Lo sé, cornudo hermoso. Y te gusta. A vos y a todos.
Después de hacérmelo, les dijo a sus amigos que vinieran y me disfrutaran. Se había quedado a un costado, sentado mientras los otros me daban vuelta de a uno.
—¿Y cómo fue?
—Fue como una orgía en miniatura —le dije sin miedo—. Me llevaron de un lado a otro, me hicieron sentir como la reina puta de la noche. Me besaba la espalda, me chupaba el clítoris con ganas, me la metía sin piedad.
—¿Y vos qué hacías?
—Yo los disfrutaba. Les mordía los brazos, les arañaba la espalda. Les susurraba cosas sucias. Que los iba a dejar sequitos y cansados.
Lucas me agarró del pelo y me obligó a mirarlo. No dijo nada, pero me clavó esa mirada de odio fingido que era calentura y morbo en estado puro.
—¿Y? —le dije, con esa vocecita burlona mía, la que sé que lo vuelve loco—. ¿Te calentó? ¿Te imaginaste cómo me cogían entre los tres?
Me agarró del tobillo y me arrastró hacia él, como si no pesara nada. Me abrió las piernas de un tirón, una de cada lado de su cintura, y me clavó la mirada. Ni siquiera me tocó todavía, y ya me sentía penetrada por su rabia.
—Sos una hija de puta —me dijo con los dientes apretados—. Te reís en mi cara y me contás cómo te dejaron la concha destruida. ¿Qué querés? ¿Que te rompa para que no puedas ni sentarte mañana?
—Eso quiero —le escupí con una sonrisa—. Quiero que me rompas la concha, Lucas. Que me dejes peor de lo que me dejaron ellos. Que no pueda ni pensar de tanto que me duela. Que me marques como a una yegua ajena.
Y ahí explotó.
Me agarró del cuello y me besó con una furia que no sabía que tenía. Me mordía la boca, me chupaba la lengua, me hablaba entre dientes mientras me metía la pija con un solo empuje que me dejó sin aire.
—¿Así te cogieron, puta? —me gruñía—. ¿Así te abrían mientras el otro te acababa en la boca? ¿Eh? Conchuda.
Yo gemía. No suave. No lindo. Gemía como una perra en celo, sin pudor, con las uñas clavadas en sus hombros.
—Sí, sí, así... y me encantó, Lucas. Me la metieron entre los dos mientras el tercero me llenaba la cara de leche. ¿Y sabés qué? Lo re disfruté.
Él me dio vuelta como un trapo y me apoyó la cara contra el colchón. Me la metió de nuevo por atrás, con tanta fuerza que se me escapó un grito ronco, gutural.
—Vos sos mía. Mía, ¿me oís? —me decía mientras me embestía sin freno—. Podés jugar con quien quieras, pero la concha es mía. La boca es mía. Todo este cuerpo de puta es mío.
—Sí... sí, Lucas, soy tuya —le grité, perdida entre dolor y placer—. Pero cogeme más fuerte, que todavía me acuerdo de cómo me apretaban ellos. Borrámelos, haceme olvidarles las caras.
Empezó a escupirme la espalda, los muslos, la nuca, como marcando el territorio a lo salvaje. Me pegaba cachetadas en la cola y me decía cosas que jamás me había dicho.
—Sos una trola —me escupía con bronca caliente—. Una trola maleducada, insaciable. ¿Querés pijas? Acá tenés la mía, la que no se te borra ni cuando te están metiendo otra adentro.
Yo solo gemía. Me dejaba. Me ofrecía.
—Decime que soy mejor que ellos —me exigió mientras me hundía con bronca los dedos en las nalgas.
—Sos el único que me hace acabar llorando —le dije entre sollozos—. Sos el único que me duele. Sos el que me parte el alma mientras me parte el cuerpo. ¡Dale, Lucas! ¡Rompeme!
Y lo hizo. Me cogió como si quisiera fundirse conmigo, los cachetes del culo rojos de tantas veces que me los había golpeado con la palma abierta. Estaba jadeando como si se le acabara el aire, escupiéndome sobre la cintura, una, dos veces, como si me marcara con su rabia.
—Puta linda... —me decía entre dientes.
Yo sonreía. Medio arrastrada ya, con las piernas medio dobladas, los brazos aferrados a la sábana como si me fuera a hundir. Pero igual quise más. Porque cuando lo veía así, enloquecido, desfigurado por los celos que él mismo alimentaba, me entraba una maldad. Una especie de hambre distinta. Quería que me odiara un poco más. Que me poseyera de verdad.
Así que lo dije. Lo solté. Como si tirara una piedra a una vidriera.
—¿Sabés qué, Lucas? —dije con voz ronca, entre gemido y burla—. Yo no salgo a buscar otros hombres porque a vos te caliente... Yo salgo porque vos no me alcanzás.
Se congeló un segundo. Lo sentí. El cuerpo quieto, duro. Como si le hubieran dado una piña al pecho. Me agarró del pelo y me tiró hacia atrás, haciéndome mirarlo con el cuello torcido.
—¿Qué dijiste?
—Lo que escuchaste, amor —le solté, con los ojos brillando como si me gustara el peligro—. Sos bueno, sí, cogés rico... pero no me llenás. No me completás. Me faltá, ¿entendés? Te tengo encima y me siguen sobrando ganas.
No era cierto. Pero en ese momento lo era todo.
Lucas me abrió las piernas de nuevo, me metió los dedos como si buscara algo adentro, como si pudiera sacarme la mentira con la mano.
—Decilo de nuevo, basura.
—No me alcanzás, Lucas. No me bastás. Por eso me fui con tres. Porque me cansé de esperar que vos me llenaras. Me cansé de fingir que con vos era suficiente.
El rugido que soltó no fue humano. Me embistió de una, sin avisar, con tanta furia que me dolió de verdad. Me rompía de placer y bronca, como si cada empujón fuera una respuesta.
—¿No te alcanzo? —me decía entre empujón y empujón—. ¿Esto no te alcanza? ¿Este dolor no te llena?
—No —le respondí, entre lágrimas y deseo—. ¡Más! ¡Haceme mierda, Lucas! ¡Rompeme, hijo de puta!
Y lo hizo. Me cogió como si no fuéramos novios, ni pareja, ni amantes. Me cogió como si yo fuera algo que se le escapaba entre los dedos y quisiera retenerlo a golpes, a mordidas, a empujones. Me mordió el cuello, me escupió entre las nalgas, me dejó marcas con los dientes en la espalda baja.
Y yo lloraba. Lloraba de tanto sentir. De tanto resistir.
—Te vas a acordar de esto cuando otro te toque —me decía con la voz rota—. Cuando estés boca abajo y otro te diga "te voy a romper", vas a cerrar los ojos y pensar en mí.
—¡Sí, sí! —le gritaba.
—Decime una cosa —me dijo, casi en un susurro—. Si yo te dijera que no te dejo salir más con nadie… ¿qué harías?
Lo miré. Silencio. Respiré hondo. Lo dejé saborear la duda. Y después le dije:
—Te mentiría.
A veces pienso que nadie entendería esto. Que si lo contara sin contexto sonaríamos enfermos, tóxicos, pasados de rosca. Pero hay algo que nadie ve: el amor. Sí, el amor. Porque por más que lo pinche, por más que lo haga hervir de celos, por más que me abra las piernas para otros… todo lo hago por él. Porque sé que le gusta. Porque sé que le da vida. Y porque a mí, me hace sentir viva.
La forma en que Lucas se calienta cuando me hago la insaciable no es normal. Se le encienden las venas. Se le oscurecen los ojos. Se vuelve otro. Se vuelve más él. Y yo lo quiero así. Furioso, frenético, sudado, jadeando entre gritos y preguntas que no espera que le responda. Por eso no me detengo. Porque sé que cuanto más lo empujo, más profundo me mete en ese mundo que compartimos solo nosotros dos.
Esa noche, después de lo que pasó, después de que me cogió como si me odiara y me amara con el mismo cuerpo, todavía seguíamos en llamas. Él con la cara pegada a mi cuello, y yo con la espalda toda marcada. Sudábamos, respirábamos agitados, y todavía nos decíamos cosas al oído como si estuviéramos en plena escena.
—Sos una adicta —me susurró—. No podés parar, ¿no?
Le sonreí, con la voz ronca de tanto gemir.
—¿Y vos? Mirate. Estás empalmado de nuevo y no pasaron ni cinco minutos. Te calienta tanto imaginarme con otro que ya te duele, ¿no?
—Me pone re loco —dijo—. Me pone loco pensar que te tocan, que te lamen. Que te llenan la boca y la concha mientras yo estoy esperando que vuelvas como un boludo. Pero más me enferma lo mucho que me calienta.
Le toqué el pecho, suave. Como una caricia sucia.
—¿Querés que te cuente más?
—Sí —dijo sin pensarlo—. Escupilo, herime el orgullo.
Me reí bajito. Me incorporé un poco, le besé el cuello y le hablé bajito, como si estuviera contándole un secreto prohibido.
—Uno de los tres, el más calladito, me preguntó si vos sabías mientras me la daba en cuatro. Le dije que sí. Que a vos te encantaba imaginarme como puta. Y ¿sabés qué hizo? Me agarró del pelo y me dijo "entonces se la vamos a hacer completa".
Lucas apretó los dientes. Se sentó de golpe, como si algo lo hubiera picado.
—¿Y te la hicieron?
—Me la hicieron toda, mi amor. Me la metieron uno por uno. Me acabaron en la boca, en la panza, en la espalda. Me dijeron “así te mandamos de vuelta con tu novio cornudo”. Y yo les dije: "él me va a agradecer por esto".
Lucas me agarró de la cara. Me la sostuvo fuerte, con una mezcla de devoción y locura.
—Qué puta atrevida que sos.
—Puta tuya —le dije, sonriendo como una diablita tierna—. Yo los elijo por vos, para vos. Para darte esto que tanto necesitás. Para que te hierva la sangre.
—¿Y si un día te quiero solo para mí?
Me acerqué, le mordí el labio y le respondí al oído:
—Mentís. Nunca vas a querer eso. Sos un degeneradito y te gusta que me usen otros.
Se quedó mirándome. El silencio era eléctrico.
—Me vas a matar un día.
—Pero con la pija dura y una sonrisa en la cara, amor —le dije, subiéndome encima de él sin esperar permiso.
Y me lo cogí. Yo arriba, dictando el ritmo, él abajo, con los dientes apretados y las manos en mis caderas como si no quisiera soltarme nunca más.
—Decime que me odiás —le dije mientras me movía.
—Te odio —jadeó.
—Decime que soy una puta barata.
—Sos la puta más barata y cara que tuve en la vida.
—Decime que querés que lo vuelva a hacer.
Se quedó en silencio. Me miró. No me respondió con palabras.
Me embistió desde abajo con tanta fuerza que me dejó sin aire.
Esa fue su respuesta.
Y yo supe que el juego seguía. Que no había vuelta atrás. Que esto que teníamos no era un desvío. Era nuestra manera de amarnos con todo. Con cuerpo, con alma, con veneno, con juego.
Yo era su infiel por encargo. Su puta personal.
Y él era mi cornudo favorito.
Y en un momento, lo escucho. Un gemido. Fuerte. Ronco. Incontenible.
No como los de siempre. No era solo placer. Era otra cosa. Como un grito de dolor que se le escapó del pecho.
—Lucas… —le susurré, todavía con la pelvis encajada contra la suya—. ¿Estás bien?
Tenía los ojos cerrados, la cara tensa, como si se estuviera aguantando algo demasiado grande.
—Me duelen los huevos —me dijo entre dientes, con la voz rota, casi desesperado—. Te juro, Vicky, me duelen como la concha de su madre.
Lo miré sorprendida, pero con una sonrisa que me nació sola. Esa sonrisa de saber que era yo. Que era por mí. Que se lo estaba haciendo yo. Le acaricié la nuca, le besé la oreja, y le hablé bajito:
—¿Tan excitado estás, amor?
—No doy más —me dijo, cerrando fuerte los ojos—. Los tengo tan inflamados que me paraliza la entrepierna. Me arde la pija, me tiembla el bajo vientre. Me duele de tanto tenerte así.
Me mordí el labio. Estaba empapada.
No solo de lo que él me hacía.
Sino de lo que yo le provocaba.
—Ay, mi amor... —le dije con ternura cruel—. Te tengo tan duro que parece que vas a explotar.
Le acaricié los huevos con una suavidad burlona, sintiendo cómo palpitaban, cargados, duros, sensibles.
—No lo puedo creer —le dije con voz ronca, orgullosa.
—Me llenás tanto la cabeza de imágenes, de celos, de morbo, que me dejás al borde.
Lo tomé con una mano. Estaba caliente, tenso, latiendo como un corazón erecto.
—Te bombea mucha sangre, ¿no? —le dije, sonriendo perversa—. Qué lindo saber que es por mí. Me dan ganas de calmarte como solo yo sé.
Lucas gimió otra vez. Fuerte. Desesperado.
—No, amor. Me vas a matar.
—Te voy a hacer vivir como nunca. Te voy a dejar con las bolas tan llenas que no vas a poder pensar en otra cosa que en reventarme.
Lo empujé con las caderas, lo dejé salir un poco de mí y luego lo volví a meter, lento, profundo.
Me miró con los ojos en llamas. Me agarró fuerte de las caderas.
—Me vas a hacer acabar fuerte —dijo con la voz grave, rota, animal.
—Hacelo, mi amor —le susurré al oído—. Acabá con dolor. Acabá llorando. Acabá como si el alma se te saliera por la punta.
Y se vino. Gritando. Apretándome como si no quisiera que me escapara nunca más. Me embadurnó la pelvis con una descarga que pareció no tener fin. Se vino temblando. Sudando. Casi sollozando del alivio y la locura.
Lo tenía tirado encima mío. Medio desparramado. Jadeando como si hubiera corrido tres kilómetros con una piedra atada a los huevos. Transpiraba desde el pecho hasta la frente, como si su cuerpo entero hubiera colapsado después de soltar todo ese veneno que yo misma le había alimentado con saña.
Yo lo miraba. Satisfecha. Orgullosa. Casi con ternura. Pero esa ternura de las putas que saben exactamente lo que hicieron.
—¿Estás vivo? —le dije, acariciándole despacio la nuca húmeda.
Lucas soltó un gemido. No de placer. De ese dolor dulce que viene después de acabar con tanta presión acumulada que hasta la médula se contrae.
—No sé… —jadeó—. Me duelen los huevos todavía. Como si me los hubieran pateado entre cinco.
Me reí despacio, pero no por dentro. Me reí con el pecho inflado y lleno de orgullo. Lo miré desde abajo, con mi pubis todavía caliente y cubierto con su leche espesa, que se había derramado por encima de mí cuando se vino sin siquiera poder aguantar un segundo más.
—Y pensar que esto te lo hizo tu novia —le dije, llevándome la mano lentamente hacia el vientre.
Metí dos dedos en el charco blanco que se enfriaba sobre mi piel. Lo hice despacio. Disfrutando el gesto. Como si fuera arte, o castigo.
Él apenas podía mover el cuello. Me miraba entre los párpados medio caídos, como si me odiara de amor.
—No tenés perdón —murmuró.
Yo sonreí. Esa sonrisa mía que mezcla ternura con crueldad. Y sin sacarle la mirada, me llevé los dedos a los labios. Me los metí en la boca, uno por uno. Despacio. Provocadora. Insaciable.
Saboreé su semen con una mueca de nena traviesa que se comió algo prohibido.
—Lo tuyo siempre me gusta.
Él me miraba con los ojos llenos de algo que no sé si era amor o rendición.
—Sos perversa.
—Y vos sos mi cornudo hermoso. El que se calienta tanto que acaba llorando. El que me deja la panza bañada de leche por no poder aguantar ni medio segundo más.
Me acarició la pierna con una lentitud que parecía piedad. Le temblaba la mano.
—No me vas a dejar nunca, ¿no?
—Jamás —le dije, sincera. Brutal—. Porque nadie me hace sentir lo que vos me hacés sentir cuando te cuento que me usaron entre tres. Nadie me hace amar así. Nadie me deja tan llena como vos… aunque te diga que no me alcanzás para que me des con todo.
Se rió bajito. Todavía con la cara enrojecida, con la piel brillosa de transpiración, con el cuerpo a medio morir.
—Yo no sé si esto que tenemos está bien o no. Pero lo necesito más que el aire.
—Entonces seguí dándomelo —le dije—. Seguime diciendo que soy tu puta, seguí escupiéndome, seguí pidiéndome que te cuente a cuántos se la chupé en una misma noche.
La habitación olía a sexo, pero no del tipo rápido o accidental. No. Olía a algo más profundo. A juego largo. A contrato tácito. A guerra de desgaste con placer garantizado. Y él estaba en silencio. Recuperando aire. Con las manos sobre su pecho como si le hubieran hecho RCP con la lengua.
Yo, en cambio, no pensaba dejarlo descansar. Me sentía una emperatriz en medio de un campo de batalla donde todos habían muerto menos ella.
Y lo tenía a él ahí, rendido.
—¿Te bajó un poco el dolor? —le pregunté, sabiendo la respuesta, pero con esa vocecita melosa mía, la de cuando me hago la novia dulce después de haberle envenenado el alma.
Lucas me miró, con los ojos entrecerrados, con la mandíbula floja.
—Más o menos —jadeó—. Me sigue latiendo el huevo izquierdo como si tuviera adentro una granada sin detonar.
Me reí con ganas. Le acaricié el pecho con la yema de los dedos, despacito, como si le curara las heridas.
—Eso te pasa por calentarme tanto, por dejarme jugar así con vos. Por hacerme tu Diosa cornificadora.
Él giró la cabeza, apenas. Me miró con esa mezcla de fastidio fingido y deseo incontrolable.
—Diosa cornificadora… qué hija de mil.
—Sos un soldadito agotado, pero los ojos todavía me brillan como si quisieras otra ronda.
—No, Vicky.
—¿Por qué no? ¿Porque sabés que no me vas a poder seguir el ritmo? —le dije, y le pasé la lengua por la clavícula—. Porque te tengo seco, pero con la mente al rojo vivo.
Se llevó las manos a la cara, se las pasó por el pelo como quien se rinde pero sonríe igual.
—Estás re loca.
—¿Y sabés qué es lo peor? —le dije bajito—. Que mientras vos te recuperás de este polvo tremendo, yo estoy pensando en más.
Él me miró, en silencio.
—¿Más?
—Sí. Pensaba en llamar al del gimnasio otra vez. El que empezó todo. El que me decía que tenía olor a gloria entre las piernas. Ese.
Lucas me apretó el muslo con fuerza, como si intentara frenarme pero también se calentara con solo imaginarlo.
—¿Vas a salir mañana?
—No, mañana no —le dije mientras me subía a horcajadas sobre él, aunque su cuerpo protestara con gemidos mudos—. Mañana vas a hacerte el que no sabés nada. Vas a estar todo el día laburando con la verga dolorida. Vas a mirar el celular cada cinco minutos. Y yo te voy a escribir cosas. Cosas que te rompan la cabeza.
—¿Qué cosas?
Me incliné hasta su oído y le susurré:
—Te voy a decir que lo tengo adentro. Que me lo estoy cogiendo lento, pensando en vos. Que le dije que no me acabe todavía, que quiero que dure lo que vos no durás cuando estás así, loco por tus propios celos. ¿Y sabés qué más?
Lucas tragó saliva. Se agarró los bordes del colchón como si lo que fuera a decirle pudiera partirle la médula.
—Voy a grabarlo —le dije—. Un audio, un gemido, un pedazo de mí diciendo su nombre, pero pensando el tuyo. Y lo vas a escuchar con la pija dormida, con los huevos duros, con la cabeza estallada.
—Vicky…
—No —le dije, mientras deslizaba mi cadera contra la suya, notando que, pese al dolor, ya había señales de vida otra vez—. Te voy a elevar. Te voy a hacer adicto a mí. Porque vos y yo no cogemos. Nosotros nos incendiamos.
Y él, aún vencido, aún dolorido, me miró con esa cara suya de cuando ya no sabe si es amo o esclavo, si me tiene o me perdona por tenerlo así.
—Sos lo peor que me pasó en la vida… y también lo mejor.
Me mordí el labio. El orgullo me ardía entre las piernas más que su semen secándose. Me bajé del colchón despacio, reptando como gata, como serpiente, arrastrando las rodillas por las sábanas húmedas. Y cuando él apenas levantó la cabeza para ver hacia dónde iba, ya tenía mi boca cerca del lugar donde más lo dolía.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó, con la voz hecha una lija.
—Quiero saborearte… —le dije bajito, como si fuera un secreto entre los dos.
—Vicky, no… —gimió profundo, casi con angustia—. No puedo arrancar otra vez, amor… Me sigue doliendo. No se me fueron los calambres.
Me detuve justo ahí, frente a su entrepierna. No le respondí de inmediato. Solo lo miré. Estaba hinchado. Rojo. El glande todavía brilloso, sensible al aire. Las venas marcadas. Y sus testículos... pesados, tensos, como si estuvieran reclamando una tregua.
Pero yo no doy tregua.
—Lo sé, amor —le dije—. Y por eso mismo quiero hacerlo. Quiero que me recuerdes por días. Que tu dolor tenga mi nombre tatuado. Que mañana, cuando vayas al baño en el trabajo, me odies un poquito mientras pensás en esta lengua mía bajando lento, sin permiso.
Me agaché más, le agarré suavemente la base, sin presión. Su cuerpo entero se estremeció como si le hubiera pasado corriente.
—¡No, boluda, pará!
—Shhh… dejame a mí. No tenés que hacer nada —le susurré—. Solo sufrir un poquito más por mí.
Y lo hice.
Le pasé la lengua con lentitud. Primero el tronco, luego los bordes del glande. Muy despacio. Casi sin tocar. Cada centímetro lo recorrí como si estuviera leyendo braille. Lo escuchaba gemir. Esa mezcla de dolor y placer que lo dejaba inmóvil, atrapado entre querer frenar y no poder.
—Vicky, por favor… —gimió, apenas respirando y sollozando—. Me hacés doler más…
—Lo sé… —le respondí—. ¿Y sabés qué? Te queda hermoso ese dolor. Te queda pintado. Es la prueba de que sos mío.
Abrí más la boca y lo fui tomando, apenas, hasta la mitad.
No bombeaba. No chupaba fuerte.
Solo lo dejaba sentir mi lengua, mi calor, el amor sucio que le tengo.
Él se revolvía, con la espalda arqueada. Lo tenía a mi merced, literalmente.
—Me vas a dejar paralítico —murmuró.
—Quizás sí —le dije, sacándomelo un segundo para hablarle entre risas—. Pero te voy a dejar paralítico y feliz. Porque esto no es sexo, mi amor… esto es dominio. Y el dominio no se detiene porque te duela. El dolor es parte del juego.
Se quejaba bajito. Pero no se apartaba. No me detenía. Me dejaba hacer. Porque en el fondo, lo que más lo calentaba… era que yo lo ignorara con ternura.
Y entonces lo sentí moverse. Muy apenas.
Lo sentí endurecer otra vez.
Milagrosamente.
Levanté la cabeza. Le miré los ojos.
Él, entre el goce y el espanto, me dijo:
—No puede ser… se me está parando otra vez…
Y seguí. Más firme. Más segura.
Él cerró los ojos. Se rindió.
Sentí cómo la verga de Lucas se endurecía de nuevo, ese milagro imposible que solo yo podía provocar, incluso cuando él juraba que ya no podía más. La piel seguía roja, sensible, y sus huevos ardían como brasas, pero su cuerpo respondía a mi boca con la misma obediencia animal que había tenido toda la noche.
—¿Viste? —le susurré, jugando con el borde de su glande—. Yo revivo muertos.
Él gimió bajo mi boca, un sonido profundo, mezcla de súplica y resignación, como si estuviera luchando contra el deseo y la razón al mismo tiempo.
—Vicky... sos una hija de puta —me dijo, jadeando—. No sé cómo podés ser tan cruel y a la vez tan... adictiva.
Sonreí con malicia. Me deslicé aún más abajo, dejando que mis manos acariciaran sus muslos temblorosos. Él me miraba con los ojos entrecerrados, la respiración agitada, la piel cubierta de sudor.
Lucas intentó apartarme suavemente, pero solo logró que me aferrara más fuerte, como si fuera un ancla que no quería soltar.
—Por favor, no puedo... me duele demasiado.
Me encantaba verlo sufrir. Se veía hermoso, vulnerable, a mi merced.
Entonces, sin avisar, tomé la punta de su miembro con la mano y comencé a estimularlo con una lentitud torturante, alternando caricias suaves y presiones firmes, sabiendo que cada roce era una descarga de electricidad en su cuerpo dolido.
—¿Querés que te deje acabar? —le pregunté con voz de tentación.
—No... no todavía... —jadeó, temblando—. Quiero sentirlo todo... aunque me mate.
—Entonces aguantá, mi amor.
Él gimió fuerte, sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y locura, mientras yo seguía jugando con su verga sensible, provocándolo sin piedad, con toda la certeza de que nadie más podía hacerlo como yo.
Comencé con la boca en la punta, suave, tentadora, haciendo círculos con la lengua, saboreando la piel caliente y sensible. Lucas no tardó en perder el control: sus manos me agarraban del pelo, sus gemidos eran como un canto de guerra, profundo y feroz.
Pero esta vez no era un juego lento. Esta vez era una embestida sin tregua, una lucha cuerpo a cuerpo donde yo era la cazadora y él la presa rendida.
Abrí la boca, tomé su verga entera y empecé a moverme, rápido, firme, con ganas. Él arqueó la espalda, los ojos cerrados, la boca abierta en un gemido de placer y dolor mezclados.
—¡Vicky! —gritó con furia—. ¡Te juro que no aguanto más!
Pero yo no paré. Seguía, con la lengua y la mano coordinadas, sacándolo y metiéndolo, sintiendo cada latido, cada espasmo, cada gemido convertido en grito.
Sentí cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus músculos se contraían, cómo su respiración se hacía un torbellino.
Y entonces eyaculó.
Primero un chorro caliente que me llenó la boca, caliente y fuerte, mientras él gritaba, me apretaba del pelo y se sacudía sin control.
No me aparté. No dejé que se calmara. Lo seguí chupando, recogiendo cada gota, haciendo que su segunda corrida fuera tan brutal y perfecta como la primera.
Cuando terminó, quedó flácido sobre la cama, rendido, sudado, con la piel enrojecida, y yo me quedé ahí, con la boca aún húmeda, una sonrisa de satisfacción pintada en el rostro. Lo tenía ahí, tirado sobre la cama, el pecho subiendo y bajando con dificultad, los ojos cerrados y la boca entreabierta, como intentando recuperar la vida después de la tormenta que yo le había provocado. Pero aún se notaba el temblor en sus piernas, en sus manos, en su entrepierna; ese dolor dulce y ardiente que solo los que se entregan sin miedo conocen bien.
Me senté a su lado, acariciándole el pecho con suavidad, sintiendo el calor que todavía desprendía. Entonces bajé la mano y, sin avisar, tomé sus huevos entre los dedos con delicadeza pero firmeza, haciendo un masaje lento, cuidadoso. Él soltó un gemido bajo, y al instante abrió los ojos para mirarme, sorprendido por ese mimo inesperado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz ronca, pero sin apartarme. Parecía tener miedo de que empezara de nuevo.
—Aliviándote el dolor —le respondí con una sonrisa traviesa.
Él soltó una risa ronca, apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos otra vez.
—No sé si es dolor o placer...
—Un poco de ambas, bebé —dije, sintiéndome orgullosa de mi obra.
Lo miré directo a los ojos, con esa seguridad y descaro que solo viene de años y años de noches camas, baños, autos, y cada rincón oscuro donde aprendí a dejar a los hombres temblando. Porque no se trata de un don. No. Es experiencia, es conocimiento, es entender qué hay que hacer para que te recuerden siempre... como si los hubiera asaltado una súcubo.
—Te juro que pocas veces me pasó algo así —dijo con una sonrisa cansada—. Y siempre es con vos, con vos y tu manera de hacerme mierda y quererme al mismo tiempo.
Me reí, orgullosa y un poco altanera.
—Obvio que es conmigo. Eso solo se logra con práctica, amor. Y yo llevo años en este oficio.
Él me miró con una mezcla de amor y resignación.
—¿Querés que te prepare algo para el dolor? ¿Un calmante? —le pregunté, acariciando sus testículos con cuidado.
—No, no hace falta —respondió—. Se me va a pasar solo. Pero gracias por cuidar de mí.
—Siempre —le dije, sonriendo—. Siempre te voy a cuidar... después de hacerte mierda, obvio.
Nos quedamos así, en silencio, compartiendo esa intimidad profunda que solo nace después de haberse devorado el uno al otro. Él jadeando suavemente, yo acariciándolo con esa mezcla de ternura y dominio que solo yo sé dar.