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No sé qué me pasa últimamente, pero hay algo en mí que cada vez pide más. No sé si es hambre, vicio o simplemente un ego que quiere verse reflejado en los ojos vidriosos de los demás tipos cuando los hago acabar como si los secara. Pero sí sé que me estoy volviendo más creativa, más... audaz. Y Lucas, pobre, sigue aguantando. ¿Feliz? Sí. ¿Excitado? Muchísimo. Pero también desconcertado. Le gusta, claro. Me mira con esa mezcla de calentura y asombro, como si no pudiera creer que soy suya... y a la vez de otros.
Esta vez se me ocurrió algo distinto. Algo que no habíamos hecho antes, pero que en mi cabeza se veía emocionante, o, al menos, innovador.
Hay veces que el solo hecho de saber que voy a hacerlo ya me deja más caliente que el polvo en sí. Es como si mi cuerpo ya se preparara, como si mi piel empezara a oler distinto, a transpirar distinto. Hoy es uno de esos días. No cogí todavía, no lo vi, ni siquiera me vestí. Pero sé lo que va a pasar. Y eso ya me tiene empapada.
Se llama David. Treinta y dos. Supervisor de una cervecería en Belgrano, bastante bien parado por lo que me mostró. Nos conocimos por Tinder hace dos semanas, pero la conversación fue tan rápida y tan al grano que no necesitaba mucho análisis. Fotos con barbita prolija, hombros anchos, sonrisita de ganador. Tenía una vibes de Luciano Castro (quién pudiera con vos y tu flor de herramienta, papito...). Alto. Brazos tatuados. Todo lo que me enloquece cuando estoy con las defensas bajas… o directamente sin defensas.
Y encima —detalle que a mí me acelera más que cualquier filtro— el chabón tiene novia. Una morocha con cara de que hace yoga y se piensa que tiene todo controlado. Pobrecita. No sabe que su noviecito va a terminar con mi boca bien clavada en su pelvis, tragándome todos los hijos que ella no daría nunca a luz. Ese peligro, ese morbo, esa transgresión, me puede. Me hace sentir diosa y villana. Me calienta como nada.
Lucas no sabe todos los detalles. Aún. Pero sí sabe que algo estoy tramando. Lo tengo domesticado y desquiciado a la vez, como un perro que huele comida pero no se la dan. Está en el living, con la notebook, trabajando. Yo me acerco desde atrás, le paso los brazos por los hombros, le muerdo el cuello despacito.
—¿Qué hacés, mi amor? —le ronroneo—. ¿Muy ocupado?
—Intentando no pensar en vos... —me contesta sin girar la cara.
—Ay, qué mentiroso... —le digo, y le froto los pechos sobre la cabeza—. Si sabés que cuanto más me imaginás, más loco te volvés.
Él suspira. Cierra los ojos. Apoya la cabeza contra mi pecho.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—Voy a elegir ropa.
—¿Para qué?
Le muerdo el lóbulo de la oreja. Le susurro:
—Para verme con alguien.
Silencio. Pura tensión en el aire. Sé que no va a preguntarme quién. No todavía. Prefiere imaginar. Prefiere llenarse la cabeza de imágenes sucias antes que escuchar nombres.
—¿Hoy?
—Capaz. O capaz solo estoy tanteando opciones... pero quiero verme bien zorrita —le digo sonriendo, y lo suelto.
Camino hasta la habitación. Lo escucho cerrar la notebook de golpe. Lo tengo comiendo de mi mano. Me encanta. Me excita tener el poder de lastimarlo justo donde más lo calienta: su ego.
Abro el cajón de la ropa interior y empiezo el desfile mental. Una tanga negra de encaje con tiras finitas que se pierden entre las nalgas. Sí. Esa. Unas medias de red rotas en la parte de los muslos. Top rojo que apenas cubre los pezones. Y arriba, si es que decido ponerme algo, una camperita de jean abierta, solo para hacer creer que soy una chica común y no la zorra que va a arrancarse la ropa antes de que le abran la puerta. Completé mi outfit con unas sandalias con plataforma delantera y taco aguja negras que me estilizaba las piernas y me pronunciaba más la cola. Como a mí más me gustaba.
Lucas aparece en la puerta. Se queda ahí, apoyado, con los brazos cruzados. Me mira como si no supiera si quiere abrazarme o atarme a la cama para que no me escape.
—¿Con quién vas a estar?
—Se llama David —le digo sin vueltas.
—¿Lo conocés?
—Lo suficiente para saber que me va a querer lamer entera antes de cogerme.
Se queda mudo. Le brillan los ojos. Lo conozco tanto que ya sé qué está viendo en su cabeza. No me importa si lo hiere. Me calienta que lo hiera. Porque sé que igual no va a decirme que no lo haga.
—¿Y vos? —le pregunto—. ¿Querés que lo haga?
—No sé.
—Mentira. Sabés que sí. Sabés que te vas a tocar pensando en lo que probablemente me vaya a hacer. Te gusta, te encanta ser mi cornudito peshosho.
Él cierra los ojos y se muerde el labio.
—¿Y después qué? ¿Vas a venir acá a contarme todo?
—No. Voy a venir... a mostrártelo.
—¿Cómo? ¿Te vas a filmar?
—No. En otra ocasión capaz que sí. Voy a grabarlo en audio, para que lo escuches completo como un podcast, para que te lo imagines. Eso es más excitante.
—¡Jaja! ¿Como Elo Podcast?
Lo miré con el ceño fruncido y la boca arrugada.
—¡Ay no! Ese tipo me da asco de tan pajín que es. Incluso para mí.
Le paso por al lado, en tanga, y lo rozo. Me sigue con la mirada. Sabe que no puede detenerme. Que ni lo va a intentar. Que si quiere seguir estando conmigo, tiene que convivir con esta locura. Con esta parte mía que no se guarda nada. Que disfruta provocarlo. Que ama la idea de que se quede solo, en silencio, tocándose, mientras imagina lo que un random me está haciendo. Y que ahora lo va a escuchar.
—Voy a ponerme linda para él... —le digo mientras rebusco en el placard—. Y cuando vuelva, vas a oler su perfume en mi pelo. Vas a ver sus marcas en mis muslos. Y vas a tener que decidir si te pajeás solo... o me cogés con furia para marcar territorio otra vez cuando vuelva toda usada.
Lucas no dice nada. Se acomoda el pantalón, visiblemente erecto, abultadísimo. Está desesperado.
Y yo... feliz. Porque todo esto recién empieza.
Hay algo en el momento justo antes de coger con alguien nuevo que me pone loca de placer. Esa mezcla de ansiedad, ego, adrenalina... el saber que ya lo tenés ganado antes de siquiera mirarlo a los ojos. Me puse frente al espejo y supe que esta vez no iba a hacer falta ni una copa para que David quisiera maniobrarme a su gusto en la cama, poniéndome en distintas posiciones como una muñeca de plastilina.
Iba vestida como una amenaza: top negro ajustadísimo, sin corpiño. Cada tanto se marcaban los pezones, lo cual me fascinaba porque no necesitaba mostrar todo para que se note todo. Mini de cuero, al ras, con borde caprichoso. Y abajo, la tanga de encaje negro, como provocación privada, solo para cuando se me cruzara de piernas o me la quiera bajar con la boca.
Salí del edificio sintiéndome una reina depravada. Era de noche, no muy tarde, y el aire estaba pesado, pegajoso. De esos que hacen que la ropa se te pegue al cuerpo y cada paso te haga sentir más caliente. Caminé por Rivadavia hasta doblar calle adentro, en esas transversales que mueren cerca del Obelisco. Ya habíamos arreglado el punto: un barcito medio escondido en esas calles de contrastes, con luces tenues y sillas que crujen, ideal para hablar bajito... o para que nadie escuche lo que nos digamos con las miradas.
Lo vi desde media cuadra. Estaba apoyado en la puerta. Era alto, ancho de hombros, campera abierta, remera blanca que le marcaba los músculos de los brazos. Barba prolija, pelo corto pero enruladito, esa sonrisa de canchero que sabe que cae bien sin esforzarse. Y sí, el parecido a Luciano Castro era real. Pero menos bruto. Más de afiche.
Cuando me acerqué, la mirada se le clavó directo entre mis piernas. Me barrió entera con los ojos, sin miedo. Yo lo disfruté. Lo sabía. Ese outfit era una bomba.
—¿Llegaste sola o te trajo alguien hasta acá? —me dijo, medio en chiste, medio marcando territorio.
—Sola. ¿Esperabas a otro más? —le contesté, levantando una ceja.
Se rió. Me abrió la puerta y entramos.
El lugar era chico, con mesas bajas, paredes oscuras, música lo suficientemente alta como para que el murmullo de la ciudad quedara afuera. Se pidió una IPA y me invitó un Gin Tonic, mi favorito. No hacía falta complicarla.
Nos sentamos frente a frente. Yo crucé las piernas con cuidado, sabiendo que desde su ángulo podía ver el principio del muslo y un poco más. Lo miré directo. Me acomodé el pelo. Jugué con la pajita de la bebida como si no supiera que ya lo tenía hipnotizado.
—¿Y vos? —le pregunté—. ¿Qué le dijiste a tu novia para venir?
Me miró con esa cara de “me chupa un huevo”.
—Que me juntaba con un ex compañero de laburo.
—Qué cliché.
—No me pareció que fuera el momento de contarle que iba a encontrarme con una mina que me va a hacer ver las estrellas.
Lo dijo como si ya fuera un hecho. Y lo era. Yo ya lo había decidido antes de salir de casa. Él solo venía a cumplir su parte.
Le di un sorbo largo a mi trago. Me incliné un poco, dejando que mis tetas casi se salieran del top, enseñando esa piel sensible y suave que grita que la toquen. Me miraba la boca cuando hablaba. Me imaginaba arrodillada. Y yo... también. Mi mente sucia se lo imaginaba sacudiéndose los restos de su ser en esas dos pronunciaciones, salpicándome por todos lados.
—¿Y te sentís mal? —le pregunté.
—¿Por estar acá?
—Sí. Por venir sabiendo que vas a engañar a tu novia conmigo.
Se quedó mirándome. No le tembló la voz.
—No tiene por qué saberlo, no tiene esa osadía que me estás demostrando. Sos un sueño que tengo desde que vi tus fotos. Y ahora que te tengo enfrente... no me quiero despertar.
Le sonreí.
—Mejor que no te despiertes entonces. Porque cuando te despierte va a ser con mi boca ocupada.
Nos quedamos un rato más. No hacía falta hablar demasiado. Cada vez que cruzábamos miradas, sabíamos qué iba a pasar. Yo me recosté un poco para atrás. Me estiré. Volví a cruzar las piernas. La falda se subió un poquito más.
Él tragó saliva. Era evidente que mi personalidad despreocupada por mi vocabulario era mucho para él.
—¿Y te gusta que te lo hagan duro? —me dijo, sin filtro.
—Hasta el punto de que me rompan. Para sexo romántico lo tengo a mi novio esperándome en casa. Para un permitido como vos, quiero toda la falta de respeto posible. ¿Vas a poder con eso?
Él apoyó los codos sobre la mesa. Se inclinó hacia mí.
—Te juro que si no estuviera prohibido, te agarro ahora mismo y te pongo contra la mesa, te levanto esa pollerita y te hago mía. Te hago todo lo que te merecés y más.
—¿Y quién dice que no podés?
Miré la hora en mi teléfono, me chupé el dedo distraídamente y le dije:
—En quince minutos... nos vamos. Vos elegís el telo. Yo me dejo hacer todo.
Y sonreí. Porque sabía que en su cabeza ya estaba ocurriendo.
La verdad, no me esperaba que David fuera de los que pagan bien. El hotel estaba a tres cuadras del bar, todo disimulado tras una fachada de edificio antiguo con detalles modernizados. La recepción era medio oscura, discreta, y de sus paredes púrpura colgaban cuadros de artistas que no conozco pero que mostraban escenas sexuales abstractas, y otras más explícitas pero sin ser pornográficas. Transmitían un erotismo que me inspiraban, como la gigantografía en blanco y negro de una mujer joven embriagándose de placer con manos masculinas muy varoniles. Así deseaba estar esa noche, alabada como una diosa, deseada como a Venus, poseída como una doncella mortal por una fuerza sobrenatural contra la cual no tenía chances de ganar. Quería escribir sobre algo así, una mujer joven y hermosa que fuese deseada por una fuerza demoníaca o algo por el estilo, siendo poseída e hipnotizada para que no pudiera resistirse, y ese demonio sería una especie de entidad masculina posesiva, cuyo atributo fálico fuera temido y deseado al mismo tiempo. Tal vez lo haga.
¡Ay! Perdón, me dejé llevar.
Sigo.
Subimos en silencio. El ascensor era de esos que se mueven lento, como si te obligaran a sentir cada segundo de tensión sexual acumulada. Yo lo miraba de reojo. David tenía la mandíbula apretada, los ojos fijos en mí.
En cada parte de mí.
La habitación nos recibió con esa luz cálida, velada, casi cinematográfica. Tenía una cama king que parecía hecha para filmar porno con drones, un espejo vertical contra la pared, y un mini bar que no íbamos a usar. Cerré la puerta despacio y caminé directo hasta el borde de la cama. Me senté sin decir nada, cruzando las piernas. El cuero de la mini falda hizo un ruidito suave, casi obsceno. Él se metió en el baño, sin decir nada. Escuché el agua del lavamanos y el zíper bajando.
Ahí fue cuando lo decidí.
Saqué el celular del bolso. Lo desbloqueé. Busqué la conversación con Lucas. Ya la tenía anclada. Mi dedo se deslizó hasta el ícono del micrófono. Lo mantuve apretado un par de segundos, lo solté, y el grabador se activó.
Lo dejé ahí, sobre la mesita de luz. Grabando.
Cuando David volvió, ya estaba sin remera. Pecho depilado, firme. Abdomen marcado, pero no de gimnasio. De tipo que labura cargando cosas. Lo vi y sentí un cosquilleo real entre las piernas. Me encantaban esos hombres que no tenían miedo de parecer reales. Me miró, entre desconfiado y curioso.
—¿Qué hacés con el celu ahí?
Lo miré sin apuro. Sonreí apenas. Esa sonrisa que le pongo a Lucas cuando sé que va a doler y calentar al mismo tiempo.
—Estoy grabando un audio.
—¿Un audio? ¿Para quién?
Le sostuve la mirada. Cruel. Hermosa.
—Para mi novio.
El tipo parpadeó. Se cruzó de brazos. Quedó un segundo en silencio.
—¿Tu novio sabe que estás acá?
—Obvio. Le encanta imaginarme con otros —me detuve tras decir esto y lo miré directo a los ojos—. No espero que lo entiendas, bombón.
Se rió. Esa risa seca, incrédula, entre morbo y asombro.
—¿Y qué le vas a mandar? ¿Los gemidos? ¿Cómo te cojo?
—Todo lo que vos digas —le contesté, mordiéndome el labio—. Todo lo que pase... él lo va a escuchar.
David se acercó. Me tomó de la cara con una sola mano. Fuerte. Me levantó un poco el mentón.
—Eso es raro...
—A nosotros nos encanta.
Me miró, con esa mirada de macho que se ve sorprendido por algo que no controla, pero que lo excita hasta los huesos.
—¿Y si le digo yo algo también? ¿Querés que le diga lo rica que estás?
—Decile. Está grabando.
Se volvió hacia el celular. Se agachó un poco, acercando la boca.
—Lucas, ¿no? —preguntó, mirándome.
Asentí.
—Lucas... tu novia está tan buena que todavía no me decido por qué parte de su cuerpo empezar. Pero lo vas a escuchar todo. Cómo gime. Cómo me la chupa. Cómo la pongo en cuatro y le dejo la cola toda marcada a cachetazos. Vos me la compartís... y yo la disfruto. Buen trato, socio.
Me reí bajito. Sentí una electricidad que me subía por las piernas.
—Muy bien, David... empezás a entender el juego.
Se acercó. Me acarició el muslo. Despacio. Con hambre. Sus dedos rozaron el encaje, lo tironearon apenas. Yo lo miraba desde abajo. Mi respiración ya era distinta. La de él también.
—¿Estás grabando desde que llegamos? —me preguntó.
—Desde antes que volvieras del baño.
—Entonces tiene que saber que después de un rato me suele incomodar un poco el preservativo y, bueno, no puedo aguantarme las ganas de sacármelo y que sientan toda mi carne caliente adentro...
—Y lo vas a hacer. Pero primero quiero que el audio tenga contexto.
Me paré. Me acerqué a él. Le desabroché el pantalón sin sacárselo. Le pasé una mano por dentro. Estaba durísimo, caliente, y tenía una textura suave y mimosa que me derretía. El simple contacto de mi mano masajeando esa pija me hacía aflojar las piernas y quebrar la cintura.
Le di un beso en el cuello, lento. Luego lo miré, con mi voz más sucia:
—Contale, David. Contale lo que ves. Describíselo. Para él, para mi cornudo.
Él tragó saliva. Me miró fijo. Y lo hizo.
—Veo a una mina... con unas tetas que no entran en el top. Una falda que no tapa nada. Una mirada de puta deliciosa... y una boca que ya quiero sentir babeando en mi verga. ¡Y Dios! ¡Cómo me pajea! Se le nota en los ojitos y en su boquita que le está gustando mucho mi poronga.
Le sonreí. Lo empujé hacia la cama. Me subí encima. Despacio.
El celular seguía grabando. Lucas iba a tener material.
—Muy bien... —le dije—. Ahora callate un poco... que le voy a dedicar los primeros sonidos.
Y empecé a bajarle el pantalón. Y a subir la temperatura.
Volver después de una cogida así tiene un sabor especial. No sé si es la adrenalina bajando, el cuerpo agotado o el calor húmedo que me recorría desde las piernas hasta el pecho, pero venía con una mezcla de satisfacción y cinismo que me sacaba una sonrisa sola. Me sentía sucia, desarreglada, exhausta. Pero también preciosa.
Usada. Me encantó cómo me usó. Cómo tomó como suyo mi cuerpo entero, desde mi pelo hasta mis tobillos.
La tanga estaba húmeda y torcida, metida donde no debía. La mini de cuero tenía una manchita blanca, muy discreta, pero yo sabía de qué era. El top rojo estaba torcido, uno de mis pezones ya ni disimulaba querer asomarse. El pelo... mejor ni hablar. Tenía olor a sábanas profanadas, y mi aliento conservaba esa mezcla de aromas a transpiración, perfume masculino, órgano sexual y semen.
Todavía me sentía mojada por dentro. Eso me encantaba.
Eran casi las dos de la mañana. Tres horas y media desde que me fui. La cantidad justa para no parecer que me fui a tomar un café y no exagerar como para que piense que me fui de gira. Había sido... intenso. Brutal. David había hecho lo que prometió y más. Pero no venía pensando en él. Venía pensando en Lucas. En cómo me iba a recibir. En su cara. En sus manos.
Esperaba encontrarlo en el sillón, tal vez pajeándose con el audio, o tal vez de pie, como un perro esperando castigarme con su propia lengua. Imaginaba una escena digna de película porno sucia: él con los ojos rojos de celos, apenas vestido, agarrándome del pelo y diciéndome "¿así que te llenaron la concha? Ahora vas a ver lo que es acabar conmigo adentro otra vez". Me hacía agua la boca solo de imaginarlo.
Pero no.
Abrí la puerta despacio. Todo oscuro.
Silencio.
Un solo resplandor tenue en el living: la pantalla de la tele con el menú de Netflix congelado. Y ahí, en la mesita baja, el celular de Lucas. Encima, una notificación encendida: mi audio. El que le había mandado hace como una hora. Intacto. Sin abrir.
Me acerqué despacio. Lo vi tirado en el sillón, medio en diagonal, con una mantita sobre las piernas. Boca entreabierta. Dormido.
Y yo, ahí, parada frente a él, con olor a otro hombre entre las piernas, con el rimel corrido y la bombacha pegada como papel film, sintiendo que toda la escena que me había imaginado se desinflaba como un globo ridículo.
—Ay, amor... —susurré, medio divertida, medio decepcionada.
Me agaché. Lo miré de cerca. Estaba lindo. Siempre me pasa eso: después de tanto goce, de tanta perversión, cuando lo veo dormir... me acuerdo por qué lo amo. Por qué es él. Ese que, aunque le cuento mis peores andanzas, aunque le haya mandado audios tragando la leche de otro, todavía me espera con la tele encendida.
—Sos un boludo hermoso —le dije, acariciándole la cara—. Y encima no escuchaste nada...
Me estiré hacia su celular. Deslicé para ver bien. Ahí estaba. Mi audio. Cuarenta y cuatro minutos de gemidos, gritos, jadeos, conversaciones sucias, nalgadas, chupones, y esa frase final donde le decía, con la voz tomada: "Ahora vuelvo a casa, mi amor. Guardame un poco de vos."
Lo miré. Dormido. Vulnerable. Enternecedor.
Y no pude evitar reírme.
Me saqué las sandalias, ya no las soportaba. Caminé despacio hasta el baño. Me miré en el espejo: el maquillaje corrido, el cuello con un chupón marcado, las tetas aún con las marcas de sus manos. David había sido intenso, sí. Pero esto... esto era otra cosa.
Me lavé la cara. Me pasé un poco de agua por las piernas. No quería ducharme aún. Quería que Lucas me oliera. Que cuando despertara, sintiera todo lo que no escuchó. Que supiera que, incluso dormido, lo había traído conmigo.
Volví al living. Me acurruqué contra él en cucharita bajo el abrigo de la manta y me acomodé como si nada. Lo sentí moverse, apenas. Un murmullo.
—¿Vicky...? —susurró, sin abrir los ojos.
—Shhh... —le dije—. Dormí, amor.
Le besé el dorso de la mano, despacito. Me acomodé mejor. El celular todavía iluminaba el cuarto con mi mensaje sin abrir.
Mañana iba a escucharlo.
Me despertó mi propia voz.
No entendí al principio. Estaba en ese estado raro entre el sueño y la vigilia, donde todo suena lejano, como si viniera de una habitación ajena. Pero la voz era mía. Mi tono, ese tono caliente, cargado, agitado. Y otra voz, la de un hombre. No era Lucas.
Era David.
Abrí los ojos de golpe. Estaba en el sillón, todavía enredada con Lucas. Él me abrazaba por detrás, su brazo firme rodeando mi hombro, como siempre hace cuando duerme pegado a mí. Pero no dormía.
Estaba despierto. Firme. Tenso.
Y tenía el celular apoyado en la otra mano. En altavoz.
Estaba escuchando el audio.
Se me erizó la piel.
No por miedo, ni culpa. Eso ya no lo siento. Sino por el morbo de saberme desnuda frente a él otra vez, pero no en cuerpo… sino en sonido. En carne oral. En confesión grabada. Estaba escuchando cada segundo de lo que viví con otro mientras me abrazaba.
No se había movido.
No me había despertado.
No había dicho nada.
Me incliné apenas, buscando ver su rostro. Estaba serio. El ceño fruncido. La boca apretada. Pero sus ojos tenían ese brillo particular. Esa mezcla entre celos y excitación. Estaba ardiendo. Por dentro. Y lo amaba así.
Volví la mirada al celular. Y ahí, la escena:
—¿Estás grabando desde que llegamos?
—Desde antes que volvieras del baño.
—Entonces tiene que saber que después de un rato me suele incomodar un poco el preservativo y, bueno, no puedo aguantarme las ganas de sacármelo y que sientan toda mi carne caliente adentro...
—Y lo vas a hacer. Pero primero quiero que el audio tenga contexto.
Pausa. Respiración entrecortada.
—Contale, David. Contale lo que ves. Describíselo. Para él, para mi cornudo.
—Veo a una mina... con unas tetas que no entran en el top. Una falda que no tapa nada. Una mirada de puta deliciosa... y una boca que ya quiero sentir babeando en mi verga. ¡Y Dios! ¡Cómo me pajea! Se le nota en los ojitos y en su boquita que le está gustando mucho mi poronga.
Yo, recostada contra Lucas, lo miraba de reojo. Su mandíbula marcada. Sus dedos clavándose levemente en mi brazo. Yo no decía nada. Solo lo sentía. La respiración más pesada. El pecho subiendo y bajando. El bulto en su pantalón, ya notorio contra mi espalda.
—Muy bien... —mi voz en el audio—. Ahora callate un poco... que le voy a dedicar los próximos sonidos.
Y ahí, los gemidos.
Los primeros.
Reales.
Sin exageración.
Respiración húmeda. Ruido de piel con piel. Chupeteos. El audio era sucio. Cruel. Pornográfico. Y era yo.
—Dios... así... así, Vicky…
—¿Te gusta, eh?
—No pares... chupámela toda…
—¿Así? ¿Así te gusta?
—Hmm, sí… esa lengua, esa boca, me están haciendo el mejor pete de mi vida.
Lucas exhaló, fuerte. Como si lo hubieran golpeado. Pero no soltó el celular. Lo apretó más. Su brazo me sostuvo con más fuerza. Sentí su cuerpo duro contra el mío. Su respiración al oído.
—¿Dormiste bien, amor? —le susurré, apenas con una sonrisa pícara, sin mirarlo.
No contestó. Pero se movió. Apretó más su muslo contra el mío. Estaba hirviendo.
—¿Tu novio va a escuchar esto, Vicky?
—Sí. Y se va a calentar como nunca. Porque le encanta. Porque me ama cuando soy así. Cuando dejo de ser suya.
—Estás toda chorreando, nena…
—Y con semejante pija... ¿cómo no me voy a mojar?
Le besé la mano que me sostenía el hombro. Su piel estaba tibia. Tenía los dedos rígidos. Él seguía en silencio, pero su cuerpo me gritaba. Me temblaba el corazón.
—¿Estás bien? —le pregunté, apenas.
—No sé —dijo por fin. Voz baja. Ronca.
—¿Te jode?
—Me parte... pero no puedo parar de escucharlo.
En el audio, se escuchaba cómo David me tiraba sobre la cama.
El colchón crujía.
Yo reía. Gritaba.
Y después... jadeos.
—¡Dale! ¡Más! ¡Metela entera!
—Sos una puta deliciosa, nena.
—¡Más fuerte! ¡Que se grabe bien! ¡Que escuche cómo me partís!
Lucas giró el rostro hacia mí. Me miró. Los ojos rojos. Brillantes. Casi húmedos.
—No puedo más, Vicky...
—¿Querés que lo pare?
—No. Quiero... cogerte mientras lo escucho.
Me tembló el vientre. Literal.
Me giré despacio. Me acomodé sobre él. Lo besé. Lento. Profundo. Se me venía el alma al cuerpo de lo mojada que estaba.
—Entonces hacelo —le dije—. Marcame mientras me escuchás gozar con otro. Hacelo tuyo... como sabés.
Y lo hizo.
Mientras en el altavoz sonaba:
—¡Ahí! ¡Ahí viene! ¡Tragalo todo!
—¡Sí! ¡Dámelo! ¡Mmmfff...! ¡Dios!
Y Lucas... me rompía por dentro.
Como si su única forma de amarme fuera hacerme suya después de que fui de todos.
Y yo... no quería otra cosa.
Ya no sabía qué me excitaba más: si escucharme gemir desde el parlante o sentir cómo Lucas me agarraba como si me quisiera desgarrar por dentro.
Lucas se desabrochó el pantalón sin dejar de mirarme. La mandíbula marcada, el ceño apretado, los ojos húmedos. Me jaló hacia él con una sola mano en mi cadera, mientras con la otra dejaba el celular en la mesita sin apagarlo. El audio seguía sonando, más fuerte ahora, como si la habitación estuviera poseída por ese polvo ajeno que él no había presenciado... pero sí vivía segundo a segundo.
Lucas me dio vuelta con una fuerza que me arrancó un gemido. Me puso boca abajo contra el sofá, me bajó la tanga de un tirón, sin ceremonias. Me la dejó enrollada en un tobillo, como si fuera un trofeo. Me tiró el top hacia arriba, dejándome las tetas al aire. Me arqueé sin pensar. Lo esperaba. Lo quería. Lo provocaba.
—¿Así que te llenó, eh? —me gruñó al oído.
—Toda, mi amor. Toda...
No me respondió. Me la metió de una sola embestida. Seca. Brutal. Y me arrancó un grito real. Mis uñas se clavaron en el almohadón, mi espalda se arqueó como una gata, y mi boca quedó abierta del puro impacto.
—¡Así, hijo de puta! —le grité—. ¡Marcame! ¡Haceme tuya de nuevo!
Me cogía con el ritmo de la rabia. De la traición. De la posesión. Cada vez que David gemía desde el celular, Lucas me empujaba más fuerte, como si intentara borrar sus sonidos con el golpeteo de su pelvis en mi culo.
—¡Sos la más puta de todas, Vicky!
—¿Sos la más puta de todas? —repitió Lucas, ahogado por el sudor y la bronca.
—¡Sí! —grité—. ¡La más puta! ¡Pero tuya! ¡Toda tuya!
Me agarró del pelo, me levantó la cabeza, me obligó a mirarlo por encima del hombro. La mirada más animal que le vi jamás.
—Te amo tanto que me mata.
—Y yo te amo... así, cuando me rompés.
Me giró. Me alzó. Me sentó sobre él. Me hundí en su verga con un gemido ronco. Me moví sola. Rápido. Fuerte. Lo cabalgué como si necesitara sacarme todos los rastros de David, como si necesitara reafirmar con su pija nuestra unión.
Me agarró las tetas con furia. Me mordió el cuello. Me besó la boca con violencia. Lloraba y gemía al mismo tiempo.
Y ahí, como una provocación casi diabólica, sonó la voz de David. Fuerte. Segura. Burlona.
—¿Estás bien abierta así, Vicky? Decime, ¿entró toda?
—Sí… toda…
—¿Y tu novio, escuchando esto? Qué pelotudo, ¿no? Dejarte salir así… para que te vayas con otro a un telo.
Y mi voz, ahí… jadeando, riéndome, sin culpa.
—Sí… pobrecito. Debe estar duro en casa, esperando. ¡Dale, seguí! Que se escuche bien cómo me cogés.
Lucas estaba debajo mío, con la mirada desencajada. Jadeaba. Sus manos en mis caderas, clavadas como garras, mientras yo me movía sobre él, despacio ahora, marcando cada centímetro. Mi pelvis se deslizaba por su verga aún dura, mojada por lo de antes. Me sentía viva. Yo tenía el control. Y lo estaba llevando justo ahí: al centro de su celos, su morbo, su necesidad.
—¿Querés saber qué pasaba en ese momento? —le susurré, pegada a su boca—. Yo estaba boca abajo. Él me tenía con una rodilla en la espalda. Una mano me abría las nalgas… Me escupió el agujerito y me dijo que lo iba a probar aunque yo no se lo diera del todo. Me dijo que vos seguro nunca te animaste.
Lucas apretó los dientes. Me la clavó más fuerte. El aire me faltó.
—¿Y vos qué le dijiste?
Sonreí. Me agaché. Le besé el cuello. Mi boca en su oído.
—Le dije que con vos era dulce… pero que con él podía ser puta.
El gemido que soltó fue brutal. Me apretó contra sí, volvió a clavarse hasta el fondo, mientras el audio seguía:
—Decime que tu novio nunca te llenó así.
—¡Nunca! ¡Nadie! ¡Dale! ¡Partime más!
—¿Y si lo escuchás ahora, qué vas a decirle?
—Que me muero de ganas de que me acabes adentro.
Lucas se detuvo un segundo. Su pecho latía como un tambor. Me miró, sus ojos abiertos, desbordando de deseo y de algo más… algo roto. Algo hermoso.
—¿Eso le dijiste? Cada día más puta vos.
—Sí… —le dije, moviéndome otra vez sobre él, lenta—. Y es verdad.
—Te encanta, ¿no? —seguía hablando David
—Me encanta. Quiero que me sigas usando mientras él me desea. Quiero que escuche y no pueda evitar hacerse la paja con tu voz denigrándome.
Lucas estaba temblando. Literal. Y yo me aferré a su cara, le tomé los labios, le hablé bajito:
—Y vos… mi amor… ¿te la hiciste?
—No.
—¿Por qué?
—Porque te esperé.
Eso me partió. Lo amaba. Lo deseaba. Lo merecía todo. Pero justo por eso, tenía que romperlo otro poquito. Para reconstruirlo con mi cuerpo.
—Entonces ahora vas a escuchar cómo me escurría por otro… mientras acabás conmigo adentro. ¿Querés?
—Sí… por favor, sí.
Y lo hice.
Me hundí en él. Más. Lo monté con una entrega animal.
Quedaban los últimos minutos. Lo sabíamos los dos.
Lucas me abrazaba por la espalda. Ya no me cogía. Me contenía. Su verga aún latía entre mis piernas, tibia, húmeda, satisfecha. Sus dedos me acariciaban el vientre como si no supiera qué más hacer. Como si no supiera si me odiaba o me adoraba. Tal vez las dos.
Yo tenía los ojos entrecerrados. Me sentía flotando. Había algo sagrado en lo que estábamos compartiendo.
Y el final llegó.
Se me escuchaba en el audio. Muy claro. Muy real.
—Mmmfff… así… no pares… sí… ahí… ahí, David…
Yo gimoteaba como una nena traviesa. Jadeaba entre risas. Lo tenía a él en la boca. Se notaba por los sonidos húmedos, por las respiraciones. Por los golpecitos suaves que no necesitaban traducción. Era yo. Sin filtro. De rodillas. Suya.
Y después, el gruñido.
—Ufff… puta madre… ahí va…
—Mmmfff… sí… dámelo… todo… sí…
Y luego… un silencio.
Un silencio tan íntimo que dolía.
Respirábamos los dos, David y yo, agotados. Se nos oía reponernos, respirar como si hubiéramos corrido diez cuadras. Su voz fue la primera en aparecer, ronca, con una risa apagada:
—Lucas… si estás escuchando esto… gracias, loco. En serio. Qué pedazo de mina tenés. Este “préstamo”… lo voy a recordar cada noche que esté con mi novia.
Y después, mi voz. Tan mía, dulce y cruel.
—¿Te gustó, amor? Espero que sí… yo me la pasé increíble. Gracias por dejarme ser así, por no querer encerrarme. Sos especial. Ahora en un rato… vuelvo a casa. Y me dejo oler. Toda.
El audio terminó y un silencio nuevo se instaló en la habitación.
Lucas no dijo nada.
Yo tampoco.
Él me abrazaba aún más fuerte. Me besó el cuello. Tenía los labios tibios. Humedecidos.
—¿Querés decir algo? —le pregunté en voz baja, apenas, sabiendo que ese silencio podía romperse para siempre si no lo cuidábamos.
—No sé —dijo él—. Estoy… partido. Pero también estoy más adentro tuyo que nunca.
Eso me dolió. En el mejor de los sentidos.
Me giré para mirarlo. Me senté sobre él otra vez, pero esta vez solo para estar cerca, piel con piel, cara con cara.
—No sabés lo que me pasa cuando te veo así —le dije—. Cuando me mirás después de todo eso… y no me soltás.
—Es que no puedo. Sos todo lo que está mal… y lo que más deseo en el mundo.
Me reí bajito.
—¿Te dolió escucharme?
—Sí.
—¿Te calentó?
—Más que nunca.
—¿Querés vengarte?
—No. Quiero cogerte lento. Quiero que me pidas perdón y que después me lo vuelvas a hacer.
Le sonreí. Le besé la boca. Despacio.
—Entonces lo vamos a hacer. Todo. Una y otra vez. Pero ahora… —me acomodé contra su pecho, cerrando los ojos, exhalando— …dejame quedarme así. Con vos. En silencio.
Él asintió. No me soltó.
Y el silencio, por primera vez, no fue culpa.
Fue amor.
Después de que el audio terminó, no se dijo nada durante un rato. Nada de verdad. El tipo de silencio que no es incómodo… pero que pesa. Como si la habitación tuviera memoria y todavía flotara el eco de mis gemidos grabados.
Yo me había acurrucado sobre él, enroscada, con la pierna cruzada sobre su cintura. Todavía sentía su piel contra la mía, húmeda en algunas partes, tibia en otras. Tenía la cara apoyada en su pecho, y cada vez que respiraba, su cuerpo se movía como una cama de agua debajo mío.
Sentía el corazón de Lucas. Seguía latiendo fuerte, pero ya no con violencia. Con otra cosa… con entrega.
Le di un beso en el centro del pecho. Después otro, más abajo, justo donde se le marca el esternón. Levanté la vista y lo vi mirándome. Los ojos brillosos, cargados, pero no rotos. No exactamente. Me sorprendió el gesto: no era bronca. Era algo parecido al éxtasis. Como si hubiera pasado por un huracán y estuviera agradecido de seguir en pie.
Le sonreí apenas. Le acaricié la mandíbula.
—¿Estás bien?
Asintió. Lento. Después me besó la frente.
—Con vos, siempre.
Le apoyé la nariz contra la suya. Lo miré de cerca, pegadita. Dejé que mis labios apenas tocaran los suyos, sin besar del todo.
—¿Te gustó?
Tardó en responder. Como si necesitara juntar las palabras con pinzas.
—Sí… me encantó —dijo, y sus ojos se cerraron por un segundo—. Pero me volvió loco. No sé cómo explicarlo… me calentó como nunca, y al mismo tiempo me sentí un nene mirando cómo otro juega con su juguete favorito.
Me reí bajito. Lo entendía. Lo entendía tanto.
—Te sentiste humilladito, ¿no?
—No —me corrigió, acariciándome la espalda, justo debajo de las costillas, ahí donde me dan escalofríos—. Me sentí… testigo. Como si fueras un fuego que no se puede tocar. Como si te prestaras a otro… y yo tuviera que mirarte arder sin poder soplar.
Eso me derritió. Le tomé la cara con las dos manos. Le di un beso suave, largo, con la boca entreabierta. Como si no hubiera más nada que decir. Y cuando nos separamos, él me pasó el pulgar por los labios. Me los tocó lento, como queriendo imaginar cómo se veían cuando decían esas cosas, cuando besaban otros labios… y cuando se llenaban de otra verga.
Sus dedos bajaron por mi mentón. Volvieron a mi boca. Los chupé despacio. No para provocarlo. Solo porque me nació.
—Tenías esa voz… —dijo, medio susurrando—. Esa voz que ponés cuando ya estás ida. La que tenés cuando estás tan caliente que te volvés otra.
—¿Y te dolió escucharla con otro?
—Sí —admitió, sin quitarme la vista de encima—. Pero también me enamoró más. Porque esa voz… también es mía.
Le acaricié el pelo. Lo despeiné un poco. Le pasé los dedos por las cejas. Estaba hermoso. Vulnerable.
—¿Querés hacer algo tierno ahora? —le pregunté, con una media sonrisa.
—Quiero seguir tocándote. Con todo lo que sé ahora.
—¿Todo?
—Todo —dijo, con esa mirada que mezcla amor y hambre.
Y me tocó. No como antes. No como David. Como ninguno.
Me tocó como alguien que ya lo había perdido todo… y aun así seguía eligiéndome.
—¿Vas a volver a verlo?
La pregunta me tocó como un dedo frío entre las costillas.
No porque me incomodara. Sino porque sabía que iba a llegar. Y que necesitaba respuesta.
Me tomé un segundo. No para pensarla… sino para sentirla.
Lo miré. Sus ojos eran claros, intensos. No había reproche. Solo… esa mezcla éntre deseo, celos, dolor y amor. Todo junto.
Le acaricié la cara con la palma abierta. Le apoyé la frente. Y le hablé bajito, al oído, como si estuviera diciendo un secreto que sólo nosotros podíamos entender.
—Si vos querés… sí.
Lo sentí respirar hondo. Se quedó quieto. Sus manos siguieron donde estaban, pero con más suavidad.
—No te olvides de algo, Lu —seguí, sin separarme—. Esto… esto no es solo por mí. Nunca lo fue. No te confundas. La fantasía, el juego, la entrega… también es tuya. Vos fuiste el primero que me dijo que quería verme con otro. Que le calentaba la idea de ofrecerme, como un bocado de lujo, a otros tipos. No para perderme… sino para reafirmarme como tuya. Para que otros prueben lo que vos tenés todas las noches. Bajo un compromiso que no se ve, pero que es irrompible.
Él bajó la mirada. Asintió. Estaba procesando. Entendiendo.
—No sos menos por compartirme —le dije—. Sos más. Porque sabés que soy tuya, aún cuando alguien más me toque. Porque te elijo incluso después de ser deseada, cogida, usada. Porque siempre… vuelvo. Y eso, mi amor… eso es raro. Pero es lealtad.
Sentí que algo se abría en él. Como si se le aflojara una cuerda interna que estaba tirante desde hacía rato.
—¿Y si un día ya no quiero más? —preguntó en voz baja—. ¿Si necesito que todo esto se termine?
Me apoyé más contra su pecho. Le pasé la pierna por encima. Le besé el cuello.
—Ese día, mi amor… yo también voy a dejarlo. No lo voy a discutir. No lo voy a llorar. Porque sabés qué… —le acaricié la boca con la nariz—… no lo voy a extrañar.
Él me miró, sorprendido. Con un poco de alivio, un poco de duda.
—¿No?
—No —dije firme, mirándolo de frente—. Porque vos sos mi núcleo. Vos sos lo que me da sentido. Esto… esta etapa, esta locura… es parte del viaje. Es una manera de querernos más allá de lo que nos dijeron que era amar. Pero el día que se termine, que se cierre el capítulo, no lo voy a mirar atrás como si fuera una pérdida. Lo voy a mirar como una etapa superada. Como una fogata que nos calentó… pero que no necesitamos prender para siempre.
Lucas me agarró fuerte. Con ternura, pero con esa intensidad suya. Me abrazó como si tuviera miedo de perderme en ese mismo instante.
—¿Y sabés qué más? —le dije, bajando la voz hasta un susurro—. El día que se termine… voy a disfrutar volver a ser solo tuya. Como al principio. Sin más nadie. Sin pactos. Solo vos. Mi cuerpo entero para vos. Como un regalo exclusivo… después de haber sido el más deseado.
Él cerró los ojos. Respiró hondo.
Y con una sonrisa chiquita, casi temblorosa, me dijo:
—Te juro que no sé cómo te amo tanto.
Lo besé. Despacio. Lento. Con lengua, con suspiro. Apoyé la frente contra la suya.
—Lo mismo me pasa con vos.
Y ahí, sus manos volvieron a moverse. Bajaron por mi espalda. Subieron por mi cintura. Me tocaron como si volvieran a descubrirme. Y el fuego… volvía a prenderse.
Solo él. Y yo.
Otra vez.