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El turno de noche siempre tiene otro ritmo. La clínica se vuelve más silenciosa, como si todo susurrara. Las luces bajan, las voces se apagan. Pero esa noche, nada estaba quieto dentro de mí.
Lo volví a ver. Sala 204. Mismo paciente. Mismo descaro en la mirada, pero ahora con algo más. Expectativa.
—¿Otra vez usted, enfermera? —dijo con esa voz grave que se le escapa sin querer cuando está nervioso.
—Vine a monitorear su tensión —respondí—. Aunque creo que ya sé cuál parte del cuerpo la está alterando.
Se rio, pero bajó un poco la mirada. Un gesto raro en él. ¿Vergüenza? No. Algo más crudo. Anticipación.
Entré, cerré la puerta. Esta vez no llevé carpeta. Solo un estetoscopio colgado al cuello. Había cambiado de uniforme: uno blanco, más entallado, con la cremallera central a medio subir por el calor. O eso dije.
La bata hospitalaria apenas cubría lo justo. Lo miré con calma. Sus piernas abiertas, el pecho expuesto, la piel tibia bajo las sábanas.
—¿Dolor? ¿Presión? —pregunté, como si esto aún fuera profesional.
—Sólo ganas —respondió. Y esta vez no se contuvo.
La bata se tensaba en su centro. Ya no lo disimulaba. Me acerqué. El sonido de mis pasos sobre el piso de vinilo era lo único que se escuchaba.
Me senté frente a él. Muy cerca. Nuestras rodillas casi se tocaban.
—¿Siempre reacciona así cuando lo examinan?
—Solo cuando me examina usted.
Lo observé sin decir nada. Luego, despacio, descrucé las piernas. Mis muslos quedaron abiertos apenas lo justo. Solo lo suficiente para que la tela del uniforme se estirara. Sus ojos bajaron. El silencio se llenó de deseo.
Deslicé una mano sobre mi muslo, subiendo lentamente. Mi respiración era profunda, controlada. Mis dedos llegaron al centro de mi cuerpo y juguetearon sobre la tela húmeda de la ropa interior. Muy suave. Sin quitar nada.
Él no hablaba. Pero su cuerpo lo hacía todo. El bulto bajo su bata palpitaba, evidente, tenso. No se atrevía a moverse. Esperaba una señal. Y yo se la di.
—¿Va a quedarse así? —pregunté, con voz baja—. ¿O piensa hacer algo al respecto?
Se mordió el labio. Bajó las sábanas. Lo justo. Sus manos, torpes al principio, se deslizaron debajo de la tela. No lo veía todo, pero lo intuía. El ritmo. El calor. La forma en que su pecho se agitaba.
Yo seguía tocándome por encima. Mis dedos rozaban el pequeño aro oculto en medio de mi piel. Esa pequeña joya sensible que cada vez que rozaba, me hacía apretar las piernas sin querer.
Él gemía bajito. Yo también.
Nos miramos. Así, frente a frente. Dos extraños entre batas y uniforme. Nada había pasado. Nadie había tocado a nadie. Y sin embargo, era lo más íntimo que había sentido en mucho tiempo.
La habitación olía a tensión, a piel encendida, a respiración cortada.
Cuando terminó, no dijo una palabra. Solo me miró con los ojos abiertos, rendido, agotado, todavía temblando.
Yo me levanté, ajusté la cremallera lentamente y le susurré al oído:
—Eso no entra en el reporte médico. Pero sí en mi memoria.