
Compartir en:
Me llamo Angie, y anoche, cuando el reloj marcaba las diez y mi esposo aún no llegaba, la casa se sentía demasiado silenciosa. La cena que había preparado seguía intacta en la mesa, cubierta con un paño para que no se enfriara del todo. Suspiré, mirando el celular por enésima vez, sin mensajes, sin excusas. No estaba molesta, solo inquieta, con esa energía que se acumula en el cuerpo cuando esperas algo que no llega. Decidí que no iba a quedarme sentada, dejando que la noche se deslizara sin más. Me merecía algo, un momento para mí.
Me dirigí al sofá , descalza, sintiendo el frío del suelo de madera bajo mis pies. La idea de poner una película porno cruzó mi mente como un relámpago. No era algo que soliera hacer a menudo, pero esa noche sentía una urgencia, un cosquilleo que pedía ser atendido. Encendí la tele, busqué una plataforma que sabía que tenía ese tipo de contenido, y seleccioné algo que prometía ser directo, sin rodeos. Una escena con una pareja en una habitación tenuemente iluminada, sus cuerpos moviéndose con una intensidad que me hizo apretar los muslos.
Me recosté en el sofá, dejando que mi cuerpo se hundiera en los cojines. Llevaba una camiseta ligera y una falda corta que se había subido un poco al sentarme. Mis manos, casi por instinto, comenzaron a recorrer mi piel. Primero, los muslos, suaves, cálidos. Deslicé los dedos hacia arriba, rozando el borde de mi ropa interior. Sentí el pequeño tirón del piercing en mi clítoris, ese aro de plata que siempre añadía un extra de sensibilidad. Lo había conseguido hace un par de años, un capricho que me hacía sentir audaz, y cada vez que lo tocaba, era como encender una chispa.
La película seguía su curso, los gemidos llenando el aire, pero yo ya estaba más concentrada en mi propio cuerpo. Me quité la camiseta, dejando que el aire fresco rozara mis pechos. Mis pezones ya estaban duros, sensibles al más mínimo roce. Con una mano, empecé a masajear uno de ellos, pellizcándolo suavemente, mientras la otra bajaba hacia mi ropa interior. La aparté a un lado, y mis dedos encontraron la humedad que ya se acumulaba. El piercing hacía que cada roce fuera más intenso, un pequeño choque eléctrico que me hacía jadear.
Decidí que necesitaba más. Me levanté, un poco mareada por la excitación, y fui a mi habitación. En el cajón de la mesita de noche, junto a los condones y un par de juguetes, estaba el lubricante. Lo tomé, junto con mi dildo favorito, uno de silicona suave, con una curva perfecta que sabía exactamente dónde presionar. Volví al sofá, dejando que la película siguiera sonando de fondo, aunque ya no le prestaba atención.
Me quité la ropa interior por completo, sintiendo la libertad de estar desnuda, expuesta solo para mí. Vertí un poco de lubricante en mis dedos, el líquido frío contra mi piel caliente. Lo extendí lentamente, primero alrededor del piercing, dejando que el metal se deslizara entre mis dedos, enviando pequeñas oleadas de placer. Luego, con más lubricante, empecé a explorar, mis dedos moviéndose en círculos, presionando justo donde sabía que me haría temblar. Cada roce del piercing amplificaba la sensación, como si estuviera tocando un nervio vivo.
Tomé el dildo, lo cubrí con lubricante y lo acerqué. La primera presión fue lenta, deliberada. Sentí cómo mi cuerpo lo aceptaba, centímetro a centímetro, mientras mis dedos seguían jugando con el piercing, manteniendo esa corriente constante de placer. Empecé a mover el dildo, primero suavemente, luego con más ritmo, dejando que mi cuerpo dictara el pace. Mi respiración se volvía más pesada, mis caderas se alzaban para encontrar cada movimiento. Los sonidos de la película se mezclaban con mis propios jadeos, y por un momento, me perdí en la sensación, en el calor que crecía en mi bajo vientre.
No sé cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos u horas. Mi cuerpo estaba en llamas, cada terminación nerviosa encendida. Cambié el ángulo del dildo, buscando ese punto que siempre me hacía arquear la espalda. Cuando lo encontré, un gemido escapó de mi garganta, alto, sin control. Mis dedos se movían más rápido ahora, el piercing un centro de placer que me llevaba al borde. Sentí la presión creciendo, una ola que se formaba, lista para romper.
Y entonces, llegó. El orgasmo me atravesó como un relámpago, haciendo que mis piernas temblaran y mi cuerpo se convulsionara. Mantuve el dildo en su lugar, dejando que las réplicas me recorrieran, cada una más suave que la anterior, pero igual de deliciosa. Me quedé allí, jadeando, con una sonrisa perezosa en los labios. La película seguía sonando, pero ya no importaba. Había encontrado exactamente lo que necesitaba.
Me levanté lentamente, todavía sintiendo los ecos de ese placer en mi cuerpo. Apagué la tele, guardé todo en su lugar y me metí en la ducha, dejando que el agua caliente relajara mis músculos. Mi esposo llegó más tarde, disculpándose por el retraso, pero yo solo sonreí. Había tenido mi noche, y había sido mía, completamente