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El destino, caprichoso y directo, quiso que me la encontrara en una cita médica cualquiera en el corazón de El Poblado, por el San Fernando Plaza. Ella no era una paciente más, era la coordinadora del lugar. Una mujer alta, imponente, de esas que no pasan desapercibidas aunque lo intenten. Tenía un porte elegante, una sensualidad innata y una mirada que sabía hablar sin decir una sola palabra.
Cabello rubio perfectamente peinado, uñas rojas que gritaban pasión contenida, y un cuerpo que parecía haber sido diseñado para provocar. Trocita, con curvas generosas como para acelerar, pechos naturales que llenaban su blusa blanca y un trasero que desafiaba las costuras del pantalón. Cuando nuestras miradas se cruzaron, lo supe: había fuego, aunque ella aún no lo aceptara.
Me acerqué sin titubear, directo como siempre.
—Tienes un cabello precioso —le dije con una media sonrisa—. Habla muy bien de ti.
Ella sonrió, sorprendida. Me dijo que era casada, como si eso fuera una barrera.
—No soy celoso —respondí sin pestañear.
Se rió, nerviosa, pero no lo negó. Y ahí empezó todo.
El café que tomamos días después fue solo la excusa. La recogí a la salida de su trabajo. Subió al carro y el aroma de su perfume lo llenó todo. Me incliné, fingiendo buscar algo, solo para inhalarla más cerca. Nuestros rostros quedaron a milímetros. Las ganas eran demasiadas. Nos besamos con hambre, con urgencia. Sus labios sabían a deseo y peligro. No pasó más esa noche, salvo mis dedos jugando con sus senos por el escote de su blusa. Pero supimos que ese café no era el final, era apenas el inicio.
Los encuentros eran difíciles. Lo prohibido siempre lo es. Pero por fin, un viernes, logramos escaparnos. Le envié una lencería roja y un juego de cartas eróticas días antes. Cuando la recogí, le vendé los ojos apenas subió al carro. Ella, nerviosa, mojada, expectante. La tensión nos envolvía como una niebla espesa.
La llevé a un apartamento reservado solo para nosotros. Con la música que le gustaba de fondo —vallenatos suaves y melancólicos—, la guie dentro aún vendada. Sus suspiros me decían todo. Le acaricié los brazos, el cuello, los labios. Le susurré al oído.
—Tranquila... Hoy solo tienes que sentir.
Con delicadeza, fui quitándole la ropa. La lencería roja resaltaba sobre su piel blanca, adornada por lunares estratégicamente colocados. La giré, la apoyé sobre la cama en 4 como Perra, con todo ese culote delicioso al frente mío y la esposé con unas esposas como tipo policía, de metal frío y promesas calientes. La puse en cuatro y comencé a explorarla con mi lengua, mis dedos dentro de ella moviéndolos cada vez más rápido, mientras chupaba su clítoris como también le metía mi lengua por su vagina. Su cuerpo temblaba, húmedo, expuesto, entregado. Sus gemidos eran una melodía sucia y dulce, por lo que dijo: No aguanto más, murmuró con la voz quebrada por el deseo y un gran suspiro. Entonces ven... pero apenas estamos comenzando.
La tomé con fuerza, la embestí con hambre, con ansias guardadas por semanas. Entré en ella sin pedir permiso, como quien reclama lo que ya es suyo, pues la penetré hasta el fondo sin avisar, sintió mi verga profunda, se arqueó, se aferró a las sábanas, gritó:
—¡Jueputa... huy me dolió pero qué ricooo!
Y yo, entre embestida y embestida, entre nalgadas y susurros al oído, le dije:
—Eres mi puta, mi perra, mi zorra, mi amante, mi hembra deliciosa.
El orgasmo llegó como una ola caliente, simultáneo, perfecto, casi violento. Nos desplomamos sobre la cama, jadeando, riendo, besándonos con ternura después del caos.
Y pensar que mientras su esposo está trabajando ella está gimiendo de placer como una puta perra, más me excitaba el momento... Después se escuchó:
—Ahora me toca a mí —dijo con una sonrisa salvaje, subiéndose sobre mí.
Y lo cogió con propiedad, mi verga se la metió como si fuera suya, como si ya le perteneciera, que pasó después… fue aún más salvaje. Porque ella no era solo una mujer hermosa: era una diosa del placer que llevaba demasiado tiempo dormida, era una ninfómana, arrecha ardiente y fogosa, había desatado todos sus instintos salvajes. Y yo había sido el culpable de despertarla.
—¿Dónde estabas todo este tiempo? —susurró, jadeando, mientras cabalgaba sobre mí.
Yo solo sonreí, apretando sus caderas—. Esperándote para esto. Y me dijo: si yo quiero ser tú Puta, Perra y Zorra...