
Compartir en:
¡setenta y cinco squirts! Y no, no es exageración, fue un desmadre total, y les aseguro que después de eso, ni la cama, ni yo, ni él, volvimos a ser los mismos, aunque sabemos que nos van a creer, pero si fue cierto y si dejamos las sabanas lavadas, un charco de agua enorme.
Todo comenzó un viernes por la noche. Él me había dicho que tenía un reto para mí, pero no me dijo cuál. Me pidió que me pusiera mi lencería favorita, esa negra de encaje que deja todo lo necesario a la vista, y que me preparara porque no iba a dormir mucho, pero lo que hariamos no lo podriamos hacer en casa, nos tendriamos que ir a otro sitio, nuestro motel de viejas andanzas..
Encendió unas velas, puso música suave y me vendó los ojos. Me acostó en la cama, con las piernas abiertas, completamente expuesta, vulnerable, pero excitada como nunca. Sentía su respiración en mis muslos, sus manos acariciando cada rincón de mi cuerpo, y de repente, sin previo aviso, me embistió con su lengua directo en el clítoris.
Pero esta vez no era como las otras… él tenía un plan. Sabía perfectamente cómo manejar mi cuerpo, cómo llevarme al límite y hacerme explotar una y otra vez. Jugaba con su lengua, con sus dedos, con esos movimientos circulares, lentos y profundos que me volvían loca.
Cada vez que sentía que estaba a punto de venirme, aflojaba el ritmo, me hacía suplicar, y justo cuando me desesperaba, volvía a acelerar hasta que ya no podía más, y me venía como una fuente desbordada, con un squirt que mojaba todo a su paso.
El primero fue explosivo, pero apenas era el inicio.
Él no se detenía. Iba por más. Cada squirt era contado en voz alta. “Vamos, mi amor, dame el número dos... el tres… el cuatro…”. Y así, entre risas, gemidos y temblores, me fue llevando al borde, una y otra vez.
Jugó conmigo de todas las formas posibles: me puso boca arriba, luego me volteó boca abajo, me levantó las caderas, me puso sobre sus rodillas como si me fuera a dar nalgadas, pero lo que me daba era puro placer. Cada posición, cada caricia, era calculada para hacerme desbordar.
Cuando llegamos al número treinta, ya la cama estaba empapada, los dos estábamos sudados, pero no parábamos. Él seguía con esa mirada de lobo, disfrutando cómo su mujer se retorcía y gemía sin control.
En un momento, sacó un vibrador de su colección, ese que me hace temblar desde el primer segundo, y lo combinó con sus dedos dentro de mí, buscando y masajeando mi punto G sin piedad. Ahí fue cuando los squirts comenzaron a salir de a pares, era una locura, ya ni siquiera podía controlar mi cuerpo, me venía sin parar, mojándolo todo.
Cuando llegamos al número sesenta, yo no podía más, me temblaban las piernas, me dolían los músculos de tanto contraerme, pero él no paraba, seguía dándome palabras sucias al oído: “Dame más, amor, quiero ver hasta dónde llegas…”
Y llegamos. Al squirt setenta y cinco.
El último fue el más intenso, fue como si todo mi cuerpo se rindiera, me arqueé como si fuera a levitar, grité, gemí, lloré de placer, y me derrumbé, totalmente agotada pero feliz.
Nos quedamos abrazados en medio del desastre que habíamos hecho, muertos de la risa, besándonos, acariciándonos como si hubiéramos ganado un maratón sexual.
Les digo algo, tener un hombre que conoce cada rincón de tu cuerpo, que no le da miedo jugar contigo, explorarte, llevarte al límite, es el mejor afrodisíaco que existe.
Y sí, después de esa noche, me bautizó como su fuente sagrada.
Otro día les contaré cómo fue la vez que me hizo venirme en el cine sin que nadie lo notara…
¿Quién se atrevería a intentar romper nuestro récord?