Lo conocimos en Guía Cereza, después de algunas conversaciones donde el morbo fue floreciendo sin apuro, con inteligencia, picardía y ese toque de misterio que tanto nos enciende. Él se llamaba Fernando. Tenía una forma de escribir que seducía sin empujar. Más que un cazador, era un hombre que sabía estar, leer entre líneas, provocar sin invadir.
La primera vez que nos vimos fue en un bar pequeño del norte. Nos tomamos unas cervezas y hablamos de todo y de nada. Isabel estaba preciosa esa noche, con su blusa clara que dejaba insinuar su escote natural y ese cabello crespo cayendo libre sobre sus hombros. Como siempre al principio, estaba tranquila, observadora. Pero yo la conozco. Sé leer el calor que le sube por el cuello cuando algo —o alguien— le enciende las ideas. Su piel blanca se ruborizaba cuando él la miraba, pero no apartaba la mirada. Yo también la miraba. Ambos lo hacíamos. Y creo que eso fue lo que nos unió.
Al final de la noche, sin necesidad de hablarlo, lo que ocurrió fue natural: ella me besó a mí primero, y luego a él. Fue un beso lento, casi tímido, pero lleno de promesas. Nos fuimos a casa sin tocarnos más, pero sabiendo que volveríamos a vernos.
Pasaron algunos días. Días en los que cada mensaje encendía aún más la imaginación. Isabel no me hablaba mucho de él, pero lo pensaba. Lo sentía. Y yo también. La idea de volver a verlo nos rondaba como una promesa ardiente que no podíamos quitarnos de la piel.
La segunda vez fue distinta. Nos encontramos un sábado, almorzamos juntos, conversamos como si fuéramos viejos conocidos y después —con una tranquilidad natural— fuimos a un motel. Uno con buena luz, con esa silla “Movistar” que había sido testigo de muchos encuentros, pero que esa tarde viviría algo más que sexo.
No hubo prisa. La besamos por turnos. Las manos comenzaron a recorrer, a leer su cuerpo como si en su piel estuvieran escritos secretos de placer. Fernando, con una mezcla perfecta de morbo y ternura, pero especialmente sin apuro, la fue descubriendo con infinitas ganas de disfrutar de la hembra que tenía ante él. No dejó rincón sin explorar, y ella se abrió para él por todos sus resquicios. Incluso por esa puerta que años atrás fue territorio prohibido, pero que yo fui el primero en conquistar con paciencia, deseo y amor. Él no pidió permiso para desearla; la deseó como si ella le perteneciera esa tarde, y ella le respondió como si también lo hubiera estado esperando. Se comieron la boca. Se buscaron con el alma.
Isabel temblaba entre sus brazos. Su cuerpo —curvilíneo, generoso, lleno de vida— respondía con una entrega tan profunda que no pude evitar sentir un pequeño y delicioso toque de celos. No de esos que hieren, sino de los que alimentan el fuego. Verla gozar en otros brazos, tan viva, tan mujer, no me alejaba: me encendía.
Yo no fui un observador. También la recorrí. También la tomé. Guie con mi mirada, con mis caricias, marcando el pulso con una mano firme en su cintura. Nuestros labios recorrían su cuerpo desde distintos frentes, devorándola con deseo compartido, sincronizados por el placer de verla rendida. Nuestras bocas bajaban por su vientre, sus muslos, por la parte baja de la espalda, por ese lugar secreto donde se une la locura con el alma. Estaba empapada. Y por necesidad imperiosa, Fernando y yo bebimos de su néctar como si nuestra vida dependiera de ello.
Sus jadeos llenaban la habitación, su espalda se arqueaba buscando más, su mirada nos suplicaba que no paráramos nunca. Cada vez que Isabel se vino, el cuarto tembló. Y cuando ella nos tomó a ambos con su boca, alternando con una destreza intuitiva y hambrienta, entendí que habíamos cruzado una línea invisible. Una línea que no se puede desandar.
Cuando finalmente nuestros cuerpos explotaron, Isabel abrió la boca y nos recibió. No por obligación, sino por deseo. Se bebió el fruto de nuestro placer como si fuera parte de un rito antiguo. Como si al hacerlo se hiciera aún más nuestra, y nosotros aún más suyos. Luego nos besó, con esa ternura desbordada que solo existe cuando el deseo ha sido satisfecho sin culpas. Cuando el alma se rinde porque el cuerpo ya lo dijo todo.
Lo que vivimos ese día fue más que sexo. Fue una alianza. Una forma de decirnos que nuestro amor de pareja era tan fuerte, tan pleno, que incluso podíamos compartir el placer que nos sobra sin perder nada, sin dejarnos ir. No fue un trío. Fue un ritual. Un momento exacto donde el deseo, la libertad y el respeto se encontraron en una misma cama.
Y sí, cuando todo terminó, Isabel quedó entre los dos, con una sonrisa entre satisfecha y extasiada. Su cuerpo todavía temblaba, y sus ojos —que aún brillaban— buscaban los míos para recordarme que, al final, siempre éramos ella y yo.
Esta historia es 100% real.
Ahora dime… ¿te provocó? ¿te imaginaste siendo ese “Fernando”? ¿te sentiste capaz de estar ahí, entre nosotros, sosteniendo la mirada, marcando el ritmo, ganándote ese lugar y disfrutando de ese maravilloso escenario? Entonces lee bien: no buscamos a cualquiera … queremos a un hombre con presencia, inteligente, intuitivo, seguro de sí mismo. Alguien que entienda que el deseo se construye con palabras y silencios, con gestos que no suplican ni explican. Un tipo que transmita confianza, que no necesite alardear, que sepa cuándo guiar... y cuándo dejarse guiar, porque al final —y esto es inevitable— si estás con Isabel, acabarás rindiéndote. No por debilidad, sino porque no hay otra forma de entregarse a una mujer como ella.
Así que si crees que tienes lo que se necesita, si no te tiembla la voz ni el deseo, contáctanos en el perfil … tal vez en nuestro próximo relato esté tu nombre.