
Compartir en:
Me desperté, no por el sol que tímidamente se colaba por las cortinas, sino por el ritmo acompasado de su respiración. Me giré, mis ojos ajustándose a la luz tenue para delinear su figura. Su rostro, en el abandono del sueño, era una imagen de paz que contrastaba con la tormenta que se desataba en mi interior. Un deseo silencioso y urgente comenzó a recorrer mi cuerpo.
Con la lentitud de una caricia, me deslicé fuera de las sábanas, sintiendo el aire fresco en mi piel. Me arrodillé a su lado, mi mano buscando su intimidad a través de la tela suave de sus bóxers. Sentí el pulso firme y la dureza que se formaba bajo mi tacto. Era una invitación irresistible. Con cuidado, liberé su erección, y el aire en mis pulmones se detuvo por un segundo. La visión de su miembro, vibrante y erguido, era hipnótica.
Me incliné, el cabello cayendo en cascada sobre su abdomen. Llevé la punta de mi lengua hasta la punta de su hombría, trazando círculos lentos y húmedos. Un gemido profundo, casi un gruñido, escapó de sus labios. Con mis manos, lo tomé, sintiendo la piel suave y la firmeza que me volvía loca. Me moví de arriba abajo, aumentando la presión con mis dedos, explorando cada centímetro de su anatomía con la reverencia de quien descubre un tesoro.
Mis labios y mi lengua se volvieron más atrevidos. Lo tomé en mi boca, deleitándome en su sabor, en la firmeza de su carne, en el ritmo palpitante que me llenaba. Él se arqueó, sus manos aferrándose al cabecero de la cama, los músculos de su abdomen tensos. El control que tenía sobre su placer me embriagaba. Sentía su éxtasis acercarse, lo saboreaba en el aire. Sus respiraciones se volvieron jadeos, mi nombre una súplica.
En ese momento de máxima tensión, él se incorporó un poco, sus ojos oscuros me miraron con una súplica que encendió aún más mi deseo. "Un dedo, amor. Por favor, un dedo", susurró con la voz ronca. Y fue en ese preciso instante, con su voz ronca y su petición, que el placer se transformó en algo más, en una complicidad tácita que solo nosotros entendíamos. Me moví para besar su boca una vez más, un beso que supo a deseo y a la inminente entrega de su cuerpo. Mi mano, guiada por su súplica, se movió hacia sus glúteos. El calor de su piel bajo mis dedos era un pulso vivo. Con delicadeza, la punta de mi dedo se posó en la entrada de su ano, y con un movimiento suave pero decidido, busqué su punto de placer.
Él arqueó la espalda y un gemido profundo, de pura rendición, llenó el silencio de la habitación. Con mi dedo dentro de él, me deleité en la sensación de su cuerpo contrayéndose a mi alrededor. Cada movimiento era una caricia, una promesa de más. Con mi otra mano, continué mi labor, mi boca y mi lengua subiendo y bajando por la longitud de su miembro, mientras mi dedo exploraba con cuidado en su interior. Él estaba al borde, podía sentirlo en cada uno de sus temblores. Sus jadeos se convirtieron en un murmullo de mi nombre, una y otra vez, y su agarre en el cabecero de la cama se hizo más fuerte. De repente, su cuerpo se tensó, un grito ahogado escapó de sus labios, y se vació en mi boca. Me quedé allí, saboreando el momento, su placer y el mío. Exhausta y satisfecha, me derrumbé a su lado, mi cabeza sobre su pecho, escuchando el latido furioso de su corazón que, poco a poco, regresaba a la calma. El amanecer, por fin, nos encontró unidos.