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La pandemia había convertido todo en un laberinto de restricciones, pero el deseo siempre encuentra caminos. Ese día, el plan era claro: un intercambio con una amiga que habíamos conocido hace unas semanas. Ella era de esas mujeres que se saben deseadas… lesbiana la mayor parte del tiempo, pero con la chispa de la curiosidad encendida cuando algo, o alguien, le despierta las ganas.
Ella traería a un amigo suyo. Alto, de complexión media, algo más dotado que yo, aunque nunca me ha importado medir centímetros cuando tengo a mi mujer mirándome como si fuera el único hombre sobre la tierra. Yo con mis quince, suficiente para hacerla gritar y retorcerse… pero esa tarde su fantasía era otra: doble penetración. Y no solo vaginal, también anal.
Llegamos al hotel. No era un hotel cualquiera, era uno de esos que las parejas swinger conocemos bien. Pagas dos habitaciones, pero en realidad solo ocupas una. Discreción, silencio, y las paredes listas para escuchar todo.
Recuerdo la electricidad en el aire cuando cerramos la puerta. Los cuatro estábamos ahí, mirándonos, midiendo las miradas, pero con el deseo ya encendido. Fue ella, mi mujer, la que dio el primer paso. Me besó con esa intensidad que me roba el aliento, y mientras lo hacía, él se acercó por detrás, acariciándola, apretando sus caderas.
Pronto estábamos desnudos, el ambiente cargado de ese olor a piel, perfume y anticipación. La escena se formó casi sin pensar: yo tumbado, mi amiga sobre mí, besándonos mientras mis dedos se hundían en su sexo húmedo, explorándola, abriéndola. Ella gemía suave, mordiéndome el labio, mientras mi mujer, sobre mí, montaba mi verga con ese vaivén que me hace perder el control.
Y detrás de ella, él… empujando fuerte, entrando por su culo con un ritmo profundo y constante. Los gemidos de mi mujer eran distintos esa vez, más rotos, más intensos, como si su cuerpo no pudiera procesar tanto placer al mismo tiempo.
Desde mi posición, la veía rebotar sobre mí, sus pechos moviéndose, el sudor en su cuello… mientras sentía el calor de su coño apretando mi verga y la forma en que su respiración se volvía irregular cada vez que él embestía desde atrás.
A ratos, mi amiga se levantaba y se acomodaba sobre mi boca. La lamía con hambre, bebiendo de su humedad, mientras mis manos seguían ocupadas en su interior. Ella gemía y me agarraba del cabello, y yo me entregaba, saboreando el sabor salado y dulce de su excitación.
En un momento, todo cambió. Él y yo nos tumbamos uno al lado del otro, y mi mujer, con una mirada de puro fuego, se colocó encima de nosotros. Despacio, como quien saborea un pecado, fue acomodando nuestros dos miembros dentro de su vagina, llenándose por completo, gimiendo como nunca la había oído. Nos mirábamos él y yo, en silencio, pero entendiendo que ahí no había competencia, solo la misión compartida de llevarla al límite.
Sus uñas se clavaban en nuestros pechos, su cuerpo temblaba, y su gemido se convirtió en un grito ahogado cuando se vino encima de nosotros, temblando como una ola que rompe contra la orilla.
Pero no terminó ahí. Después de varias rondas, él tomó a mi esposa y se la llevó a la otra habitación. Yo me quedé con mi amiga, que ya estaba lista para seguir. Y seguimos… hasta que el tiempo dejó de importar.
Cuando volvieron, todos teníamos las mejillas encendidas, los cuerpos sudados, y una mirada de conspiración sucia que solo se comparte entre quienes han cruzado ciertos límites juntos.
Al final de la tarde, decidimos llevar a mi amiga a su casa. El amigo de ella se fue en su moto, pero el viaje de regreso no fue precisamente tranquilo. Ellas dos, en el asiento de atrás, comenzaron a acariciarse, besarse, explorarse como si yo no estuviera. Las veía por el retrovisor… y no pude evitar acelerar.
No fuimos a casa. Fuimos al apartamento de un amigo que estaba fuera de la ciudad. Y allí, otra vez, se desató la tormenta. Sexo hasta la noche, sin pausas, con olor a sudor y placer impregnado en cada pared.
Terminamos exhaustos, tirados en el sofá, el cuerpo adolorido, pero con la mente aún ardiendo. Esa noche no fue solo sexo… fue exceso. Una orgía de sensaciones, de miradas, de gemidos.
Y aún hoy, cada vez que paso por la puerta de ese hotel y recuerdo la habitación con dos llaves, siento ese cosquilleo en la piel… el que me recuerda que con ella, siempre, todo es posible.