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Hoy se cumple un mes desde que regresé a vivir a mi ciudad. Qué caos. Hace unos años decidí irme a trabajar al Bajío, una experiencia que resultó bastante enriquecedora, pero siento que allá se agotaron las opciones y terminé volviendo.
Ahora soy un extraño solitario en mi propia colonia. Regresé al lugar donde crecí, conozco cada rincón de mi barrio y, aun así, me siento ajeno: todo me resulta familiar, pero yo ya no le resulto familiar a nadie.
No volví al departamento de la manzana uno, donde viví toda mi infancia y adolescencia —ese lo ocupa ahora mi tía, aunque en el fondo también lo siento mío—, sino a la casa que fue de mi madre. Ella falleció hace dos años y me dejó este hogar, parte de la razón por la que decidí regresar: poner en orden todo el papeleo de lo que ahora es mi inmueble. Aun así, todo es confusión.
Creo que mi vida se volvió extraña y enredada desde que conocí a Javier. Incluso hoy, solo ir a cortarme el cabello me regresó a ese día en que coincidimos en el curso de capacitación del banco donde entramos a trabajar. Qué locura: quién lo diría, que en un empleo nuevo iba a conocer a alguien que cambiaría mi manera de ver el mundo, mis pensamientos… que transformaría mi vida hasta este punto en el que ya no entiendo nada.
Desde mi regreso, que ha sido difícil porque el ritmo de la metrópolis es demasiado rápido y caótico, he tenido que reaprender y buscar cosas en las que antes ni reparaba, como la peluquería. Hoy salí a caminar por la colonia y encontré una de esas peluquerías/barberías que están de moda. Estaba vacía, solo el barbero. Pregunté el costo del corte: $150. Me pareció razonable y accedí.
Mientras hacía su trabajo, noté ciertas actitudes que me incomodaron bastante, al grado de sentirme acosado. La primera la dejé pasar, pero ya a la tercera, cuando sentí cómo recargaba su miembro en mi hombro, lo encaré y le pedí de favor que se limitara a terminar de cortarme el pelo, que no confundiera mi amabilidad y ganas de platicar con un intento de ligue. Lo vi incomodarse y hasta apenarse; me ofreció disculpas, aunque remató con un “es que te ves muy guapo”.
No respondí. Todo se volvió silencio e incomodidad. Terminó su trabajo, pagué, le di las gracias y me retiré. Y entonces apareció el recuerdo, esa misma sensación en la boca del estómago que tuve la primera vez que Javier empezó con lo mismo.
Cabe aclarar que Javier no fue así de directo como este tipo. De hecho, pasaron casi dos años desde que lo conocí hasta que algo sucedió entre nosotros. Y es que él era mi amigo. Hicimos click desde el primer día.
Recuerdo esa ridícula dinámica de presentación en el curso de inducción, la típica donde te hacen ponerte de pie y decir tus generales, tus hobbies, tus gustos. A todos los demás se los llevó el aire de lo banal, pero con él hubo algo distinto: la música. Descubrimos que para ambos era fundamental. El rock, el blues, el jazz… y además el deporte. Eso nos llevó a una amistad sólida, a compartir conversaciones, pasiones, momentos.
De esa conexión nació después una relación tan extraña, que desde entonces me tiene confundido, como si hubiera cambiado para siempre la manera en que entiendo los vínculos, la amistad y hasta el amor.
No creo que lo que sentí por Javier haya sido amor. Al menos no ese amor que tuve con mis ex parejas mujeres. Con él todo fue puramente carnal, una aventura, un descubrimiento de cosas que jamás imaginé siquiera intentar.
Porque, seamos honestos: nunca me han gustado los hombres. Hasta la fecha jamás me ha llamado la atención físicamente ninguno. Ni siquiera él. De hecho, Javier no me resultaba atractivo en lo absoluto.
Y aun así, pasó.
Todo se fue descontrolando poco a poco. Además de la convivencia diaria en el trabajo, empezamos a vernos también los fines de semana. Al principio éramos varios: un par de compañeras y compañeros de la chamba con los que salíamos de antro los viernes al terminar la jornada. Era divertido, pero como todo, con el tiempo algunos se hicieron de pareja, otros dejaron de interesarse en el plan, y así poco a poco nos fuimos quedando solo él y yo.
Siempre terminábamos en bares de rock, tomando cervezas. Además descubrimos que a ambos nos gustaba el squash, así que también nos volvimos compañeros de raqueta. Todos los miércoles y jueves acudíamos a jugar, y justo ahí, en esas canchas de Retablo, soltó su estúpida apuesta.
Vamos por partes: Javier era malísimo para jugar squash. Corría mucho, le ponía ímpetu, pero la verdad era malo. Yo le ganaba el 95% de las veces. Aun así, le encantaba apostar. Siempre eran cosas tontas: el Gatorade al terminar el juego, los tacos, las chelas del fin… en fin, le fascinaba perder su dinero, y a mí me encantaba hidratarme, cenar o beber gratis.
Y entonces llegó ese día, el principio de todo. Ya había perdido la cena de ese jueves y también la cubeta de cervezas en el Rocktagono (el bar que nos latía porque la banda en vivo tocaba chidísimo) para el viernes. Y fue cuando lo dijo:
—Uno más… si gano, me la mamás.
Yo me reí y le contesté:
—Estás pendejo.
Lo tomé como siempre: entre vatos esas cosas se dicen al aire. Además, nunca cerramos el trato con el clásico apretón de manos, así que lo dejé pasar. Le repetí que “nel, no apuesto eso”. Aun así jugamos el game… y perdí.
Él solo soltó un:
—¡A huevo, perro, me la pelas!
Nos reímos, fuimos a cenar y todo siguió normal. De hecho, todo siguió normal durante meses. El tema no se volvió a tocar. Seguimos trabajando, jugando, cotorreando como siempre.
Hasta la peda en casa de Miriam.
Ese día en casa de Miriam la fiesta se puso buena. Hubo mucha bebida y desmadre, todos la pasamos genial. Poco a poco la fiesta se fue vaciando hasta que en un punto le dije a Javier:
—Ya me voy, ya. Voy a pedir mi Uber.
Él respondió:
—Wey, vámonos. Yo te llevo.
Ese día no había llevado mi coche porque lo tenía en el taller, así que acepté. Además, vivíamos cerca.
Al llegar al edificio me dijo:
—Wey, déjame pasar a tu baño, me estoy meando.
Le dije que sí, era común entre nosotros. Después de satisfacer su urgencia, al cerrar la puerta del baño me soltó:
—Saca una chela, perro, y me voy.
Eso también era costumbre: terminar en casa de alguno de nosotros con una o dos cervezas más para cerrar la peda. Fue al refri, sacó dos, me extendió una y dijo:
—Ahh, ahora que recuerdo… tú me debes algo.
—¿Qué te debo, imbécil? —le respondí.
—No te hagas, perdiste… y me debes una mamada.
Yo me reí y contesté:
—¡Estás bien pendejo, pinche puto!
Él insistió:
—Nel, me la debes.
Seguimos riendo, bebimos otra cerveza y al final dijo que ya se iba. Pero antes pasó al baño otra vez. Y cuando salió, lo hizo con el pene de fuera, diciéndome:
—Esto es lo que te vas a comer.
Obvio me molesté. Le grité:
—¡No te pases de pendejo! Guárdate eso, cabrón. ¡Ya no mames, wey, sácate a la verga!
Se lo guardó, todavía cargado de risa. Solo dijo:
—Ya, ya, me voy. Luego nos vemos.
Y se fue.
Yo me quedé ahí, incómodo, con esa misma sensación que el barbero me hizo revivir hace poco.
El lunes en la chamba nos volvimos a ver y todo fue normal. No se habló del tema ni en la comida. Yo también lo dejé pasar; al final, esas bromas entre vatos suelen quedar ahí.
El miércoles, como siempre, fuimos a jugar squash. Y ahí volvió. Perdió y dijo:
—Van las chelas… pero si gano, me pagas lo que me debes.
Esta vez lo interrumpí, algo molesto:
—¿Qué traes con eso, cabrón?
Se soltó riendo:
—Ay, wey, es broma.
—No, cabrón. Una vez va, chido, todo queda en risa… pero tanta insistencia me preocupa. ¿Eres gay?
—¡No mames, puto, obvio no! Es desmadre, relájate. Además, me la viste y se te antojó.
Lo dijo riéndose y entonces le solté un madrazo en el brazo, de esos que dejan entumido. Se sobó y respondió:
—Ya, saca.
Volvió a perder. Pidió otro juego… y perdió de nuevo. Terminamos cenando en los tacos de siempre y quedamos en vernos el viernes en el Rocktágono para ver a la banda.
Pasé todos esos días dándole vueltas a sus palabras, tratando de identificar si era puro desmadre de compas o no. Lo que más me resonaba era ese “se te antojó”.
A ver, obvio había visto penes ajenos: en películas, en algún vestidor de la escuela… pero de ahí a “antojarse”, jamás. Nunca. Y regresando a ese día, tampoco sentí nada de deseo ni de antojo. Pero sus palabras se quedaron rondando en mi cabeza.
Llegó el viernes. Quedamos de vernos en donde siempre; cada quien llegó por su cuenta. Pedimos la cubeta respectiva y lo pasamos bien. Al terminar la banda, sugirió:
—Vamos a la casa, wey. Ahí tengo unas chelas.
Era aún temprano, así que accedí. Ya instalados en su depa, sacó un par de cervezas y me dijo:
—Wey, espérame, ya me cargaron los jeans.
Entró a su recámara y regresó en un short deportivo que le marcaba con claridad el miembro. Eso ya lo había hecho antes, pero esta vez, después de sus palabras, lo noté. Y creo que él también se dio cuenta de que lo noté… aunque no dijo nada.
Seguimos platicando como siempre: de música, del trabajo, pura banalidad. Me ofreció otra cerveza, y otra vez, su bulto a la vista. Traté de disimular, pero me incomodé también. Se paró al baño y, al regresar, lo volví a notar. Esta vez más grande, hinchado. Estaba excitado.
Volteé la mirada de inmediato, bebí un gran trago y solté:
—Me voy. El lunes nos vemos.
—Espérate, puñal —me respondió—. Todavía tengo chela, y en el refri hay más.
—Ya, estuvo. Tengo sueño y mañana tengo cosas que hacer.
Insistió:
—Déjame acabo esta.
Revisó mi lata y agregó:
—Wey, acabátela y ya te vas.
Yo ya estaba de pie, en la puerta. La verdad, incómodo y más confundido, con ese “se te antojó” rebotando en mi cabeza. Me sentí nervioso. La neta, también tuve miedo.
Regresé a la mesa, levanté mi cerveza, le di el último trago y le dije:
—Wey, seguimos el viernes.
Javi respondió:
—Mañana mejor.
—Nos hablamos —dije.
Caminé a la puerta; él detrás de mí. Al salir, chocamos las manos y sonrió diciendo:
—Pinche puto, ¿por qué te vas?
—Tengo sueño.
—Naaa… pero bueno. Aquí voy a estar. Con cuidado, avísame al llegar.
Mientras manejaba, mi mente corría a mil por hora. ¿Qué fue eso? ¿Por qué se lo vi? ¿Por qué quería verlo más? ¿Por qué sentí eso? ¿Y por qué el miedo? Incluso noté un ligero temblor en mis manos.
Llegué a casa confundido y cansado de tanto pensar en lo vivido. El short de Javier seguía clavado en mis ojos. Le mandé un WhatsApp con un simple “llegué”. Me respondió con un “zaz, puñal”. Me fui a la cama.
Tuve una noche incómoda, tardé en conciliar el sueño y cuando por fin lo logré, fue ligero y lleno de vueltas. Al amanecer, seguía con sueño y desvelado. Traté de dispersar la mente: salí a desayunar barbacoa para la resaca y continué mi día intentando apartar como fuera las imágenes de la noche anterior. Mientras lavaba mi ropa, me llegó un mensaje de Javier:
“Wey, nos vemos en la noche. Vamos al bar.”
Respondí:
“Wey, no traigo lana. Pagué mi tarjeta y me quedé corto.”
Mentía. En realidad no quería salir. Tardó en contestar con un “no mames, yo invito, vamos”. Yo insistí: “No sé, deja termino y te aviso”, y apagué el celular. No quería verlo. No quería volver a sentirme así.
Me puse a lo mío: terminé de lavar, puse música y me senté a leer. Perdí la noción del tiempo hasta que sonó el timbre, trayéndome de vuelta al mundo. Me asomé por la mirilla: era Javier, con un doce de cervezas. Dudé en abrir, pero era obvio que no podía fingir. El volumen del estéreo me delataba, y el timbre de mi departamento suena más fuerte que la alerta sísmica. No había salida.
Abrí la puerta con un pretexto en mente.
—Wey, ¿qué pedo? ¿Por qué no contestas? —me dijo.
—Porque no ha sonado mi cel —respondí.
—¿Cómo va a sonar si lo apagaste? —contestó.
—No, wey, a ver… llévatelo, no lo cargué desde ayer. Deja lo pongo a cargar. Se me fue el pedo —mentí otra vez.
Abrió dos cervezas y dijo:
—Que vamos al bar.
Volví a mentir:
—No traigo varo.
—Chale, no hay pedo, yo invito.
—Además, wey, muero de sueño. Amanecí bien crudo y como que no dormí chido.
—¿Por qué? —preguntó.
—No sé… de esas veces que no descansas —asentí.
Encogió los hombros, bebió y cambió de tema:
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Wey, yo quiero dormirme temprano. Neta muero de sueño.
—¡Pinche puro! Son las nueve, wey. Hay que hacer algo.
—El próximo fin mejor, neta quiero descansar.
Entonces soltó:
—El próximo fin es puente. Vámonos a la playa, a Ixtapa, al hotel de la otra vez.
—Cabrón, no tengo feria. Pagué mis tarjetas, las dejé en ceros para ahorrar. Y aparte gasté un chingo en el taller.
—Yo pago el hotel y las casetas. Tú manejas y pagas las chelas, ¿cómo ves?
La neta el plan sonaba bueno, pero el miedo y la incomodidad seguían ahí. Mientras yo daba un sorbo a mi cerveza, él, en su celular, dijo de repente:
—Ya está, ya reservé. Nos vamos el jueves saliendo del jale.
La semana transcurrió tranquila y normal. Yo no tuve tiempo ni ganas de seguir pensando en lo anterior; traté de dejarlo atrás. El miércoles por la noche, previo al viaje, fuimos al squash y jugamos como siempre. Cenamos, y quedó de pasar por mí en la mañana para subir hileras y maletas e irnos.
El jueves, a las tres de la tarde, agarramos carretera rumbo a la playa. Llevábamos buen tiempo, pero yo tenía hambre, así que buscamos algo rápido para comer. Cerca de Morelia paramos en un restaurante decente. Aproveché para quitarme la ropa de Godín y ponerme unas bermudas; el calor estaba insoportable. Javier hizo lo mismo.
Mientras yo ya estaba en el auto, lo vi salir del restaurante con el short de aquella noche. Y de inmediato volvieron todos los sentimientos y pensamientos: nervio, miedo, tensión… todo un amasijo en la boca del estómago. Desvié la mirada. Entró al coche con una cerveza en mano y dijo:
—Vamos a la playa, venga.
—Vamos —dije, arrancando. Maneje un poco más rápido de lo normal, nada exagerado, pero sí quería salir del auto lo más rápido posible.
Lo escuché hablar de cosas sin importancia. Yo trataba de solo mirar al frente. Me abrió una cerveza y prendió un cigarro, hablaba y hablaba, pero yo no recuerdo ponerle atención; solo quería llegar.
A unos cincuenta minutos de llegar, paré en medio de la nada a estirar las piernas. Al regresar al auto, Javier hizo lo mismo. Al volver, me dijo:
—Me voy a jetaer, me despiertas al llegar.
Y así se relajó un poco, mientras yo lo observaba dormir, con la misma tensión de antes… y no podía dejar de notar lo que llevaba bajo el short.
Antes de llegar al hotel, ya en Ixtapa, pasamos por un Oxxo para más cervezas, hielos y refrescos, todo lo necesario para pasar un buen fin de semana. Llegamos al hotel; nos asignaron habitación con camas separadas. Fuimos a la playa de noche, con unas chelas en mano, a ver el mar. Luego regresamos a la terraza del cuarto para seguir bebiendo. Esa noche no salimos, la manejada de tantas horas había pesado.
Y mientras todo esto sucedía, el short seguía presente en mi mente, justo enfrente de mí.
Seguimos tomando y platicando, de manera relajada, aunque notaba que cada que podía se acomodaba el short o se tocaba de manera casual. No sabía si lo hacía normalmente, o si todo estaba en mi cabeza y era por las palabras de antes. Después de todo, yo a veces también hago movimientos inconscientes similares, ¿estaba exagerando o sobrepensando?
Tomé un sorbo de la bebida y seguí platicando, cambiando la música en el celular y poniendo a cargar la bocina que llevé. Él se fue al baño, y yo busqué un cigarro. Cuando volvió, solo en bóxer, dijo:
—Tengo calor.
El bulto era más notorio que antes. No pude evitar verlo. Lo notó, porque al voltearlo a ver sonrió y casi guiñó un ojo. Me miré y le dije:
—Te pasas, cabrón, vístete.
—Nel, hace calor —respondió—.
Se sentó y sacó una cerveza de la hilera. Fui al baño y ahí entendí algo que antes no había notado. La evidencia de lo que acababa de hacer quedó clara. Sentí coraje: ¿por qué? ¿Qué chingados pretende con esto?
No sabía cómo reaccionar: ¿reclamarle? ¿pedir una explicación? Fingir que no me di cuenta parecía la opción más sensata. Salí del baño, busqué otra cerveza y lo vi con esa cara de satisfacción de quien se ha relajado demasiado después de un momento íntimo consigo mismo.
Decidí fingir que todo estaba bien, aunque por dentro me revolvían sentimientos extraños. Continué con la plática y las cervezas, hasta que en cierto punto decidí salir un rato. Ya eran más de las doce de la noche y le dije:
—Wey, ahorita vengo, voy a dar el rol por la playa.
—Vale —respondió.
Caminé un rato, tratando de despejar la mente. Incluso fui a recepción a ver si había habitación disponible para cambiarme, pero fue en vano: era puente y todo estaba lleno. Regresé a la playa y me senté frente al mar, tratando de olvidarlo.
En eso, Javier apareció, todavía con su short. Se acercó y preguntó:
—¿Qué pedo? ¿Estás bien?
Asentí con la cabeza. Él se quedó parado junto a mí. Insistió:
—¿Qué traes, wey?
—Nada —respondí.
—Ya cabrón, escúpelo, no quiero que estés incómodo, vamos llegando.
Volteé la mirada y lo primero que vi fue su short, luego su cara.
—Wey, neta, ¿qué pedo contigo? ¿Qué chingados pretendes? ¿Por qué andas de exhibicionista conmigo? —le pregunté.
Se rió:
—Wey, no mames, siempre he estado así.
—Nel, no mames, sabes de qué hablo —insistí.
—Neta no… pero pus que te incomoda, sí. Bien, que no dejas de mirarme… se te antoja, ¿verdad? —dijo en tono de broma.
—Ves, cabrón… al chile, eso no está chido, tu broma… ya estuvo, ya estuvo —respondí.
—Pues, ¿qué quieres que haga para que estés cómodo? —preguntó.
—Me limito a decirte: controla la exhibición y compórtate, por fa.
—Va… pero, wey, ¿por qué estás nervioso o qué? Neta lo podemos platicar sin bromas, en serio, si lo consideras —dijo.
—Pues hay… como tú veas —respondí.
Sacó una cerveza de la bolsa de su short, la abrió y me la dio. Abrí la mía y nos quedamos en silencio frente al mar, hasta que dijo:
—Vamos a dormir, mañana regresamos con sol.
Llegamos a la habitación en silencio, todavía flotaba la incomodidad. Yo decidí darme un baño, traía arena pegada al cuerpo, sudor de la manejada y de un día que se había hecho eterno. Javier encendió la tele, escuché cómo metía la hielera y tiraba las latas vacías. Cuando salí de la regadera ya parecía dormido. Me fui a mi cama y tardé mucho en conciliar el sueño: miles de pensamientos me daban vueltas, entre ellos la imagen del bóxer, la excitación de Javier, sus palabras sobre “el antojo” y la posibilidad de que, tal vez, sí sentía curiosidad por todo eso. La idea me taladraba. Aun así, en algún punto me venció el cansancio y logré dormir unas pocas horas.
Desperté alrededor de las nueve, con el calor de la costa pegando fuerte. El aire acondicionado estaba apagado y eso lo hacía insoportable. Javier no estaba ni en su cama ni en el cuarto. Encendí el aire y la tele, revisé el celular: un mensaje suyo. “Wey, vine a desayunar, estoy bien crudo. Aquí te veo o en la playa, depende de a qué hora despiertes.”
Me espabilé, busqué bermudas, sandalias, gorra, lentes oscuros y bajé al restaurante. Javier ya no estaba, así que desayuné tranquilo, viendo TikTok y Facebook. Luego subí por el traje de baño y la toalla para ir a la playa. Lo encontré tirado bajo una palapa, cerveza en mano.
—¿Ora, desayuno de campeones? —le solté.
Él levantó la lata, brindó al aire:
—Salud. ¿Desayunaste?
Chiflé, agarré una botella de agua, me llené de bloqueador y corrí al mar. Estuve dentro como dos horas, muy relajado. Al volver, Javier dormía. Tomé más agua y me fui a la alberca. Pasadas las tres nos encontramos otra vez y fuimos a comer al restaurante del hotel.
—¿Qué plan? —preguntó.
—Dormiré un rato, y por la noche vamos al bar.
—Va que va.
Me fui al cuarto. Él dijo “al rato te veo” y desapareció. Regresó tipo siete, ya con ganas de salir. Cada quien se bañó, nos vestimos y salimos rumbo al centro a buscar rock and roll.
Encontramos un bar casi vacío: apenas dos o tres mesas con gente. Era temprano, faltaban quince para las diez. La banda tocaba hasta las once. Pedimos de beber, charlamos, celebramos cada rola buena, y así se nos fue la noche hasta que dijimos “vámonos”.
Manejé de regreso. Subimos a la terraza del hotel para rematar con unas chelas. Y ahí volvió su dinámica: su short mugroso, su paquete exageradamente notorio esta vez, quizá porque no traía boxers o porque se transparentaba demasiado. Ambos estábamos más tomados de lo normal. Abrió la hielera, me extendió una cerveza y me lanzó:
—¿Qué, wey, te gusta? ¿O por qué me ves?
Caí en cuenta: sí, lo estaba mirando. Volteé rápido y le recordé:
—Quedamos en algo.
Él contestó:
—Wey, no estoy haciendo nada. Además, ¿qué tanto me ves?
Ya encabronado me levanté:
—Vete a la verga.
Intenté entrar al cuarto, pero me cerró el paso. Me agarró la mano y la puso sobre su miembro.
—Dátelo, si te gusta —dijo.
Sentí cómo se endurecía. Le quité la mano de golpe, lo empujé y le solté un madrazo en el pecho. Cayó sentado en la silla, riéndose.
—Ya, puto, ya chale, wey. Es puro pedo, ahí muere.
Le dio un trago a su cerveza. Yo salí casi corriendo del cuarto, con la respiración entrecortada, nervioso. Para colmo estaba excitado y muerto de miedo al mismo tiempo. Caminé tambaleándome, no sabía si por la peda o por todo lo que acababa de pasar. Llegué a la playa y me dejé caer frente al mar. Fue ahí donde me di cuenta de que estaba llorando… y ni siquiera entendía bien por qué.
Me levanté limpiando las lágrimas y caminé. Sentía ese temblor de nervios, el mismo del primer beso, del primer “atreverme a hacerle algo a alguien”. Mi mente era un torbellino. ¿Qué pasó? Se sintió bien estar cerca de ese cabrón… pero también se pasó de pendejo. Y lo más cabrón: me gustó la sensación de su pene endureciéndose en mi mano. Pero yo no soy gay. Y él, físicamente, ni siquiera me gusta. Lo que me atrapó fueron las sensaciones.
No sé cuánto caminé ni hacia dónde. Era de noche, todo oscuro, apenas se veían las luces de algunos hoteles a lo lejos. Sentí el cansancio, la sed, el peso de la arena bajo los pies. Todo era confusión. Di media vuelta pensando en regresar y dormir bajo una palapa frente al hotel. Ahí caí en cuenta: no traía el celular. Mientras más caminaba, más cansado me sentía, pero al mismo tiempo menos tenso. La sed me mataba. Recordé la cerveza que había dejado a medio tomar y deseé un trago.
Aún no veía el hotel ni nada conocido. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? En mi cara quedaban las lágrimas secas. Ya no me sentía borracho, sólo confundido. Perdido conmigo mismo. Y caminaba, caminaba… y nada. Entonces todo lo de hace unos minutos, esas horas intensas, desapareció.
Entré en pánico.
—¿Chale, me perdí? ¿Pero cómo? —me repetía.
Si sólo caminé en una dirección y ya iba de regreso… ¿cómo chingados no encontraba nada? No mames, no estaba en un bosque. ¿Y si ya me pasé y no me di cuenta?
¿Qué hago? Concéntrate, pendejo. Atento a las señales, a ver si ves algo conocido. Pero a un lado estaba el Pacífico, al otro los manglares. Hoteles, sí, pero ninguno era el mío. Y de frente… de frente no sabía qué me esperaba.
Seguí caminando, ahora muy atento a todo, buscando cualquier indicio de que estaba cerca. Y por fin, metros más adelante, ahí estaba Javier. Parado, como esperándome. Cuando me vio, gritó:
—¡Cabrón, qué pedo! ¿Dónde vergas andas?
Se le notaba la preocupación en la voz.
—¡Cabrón, me espantaste! Pensé que te habías metido al mar. Ya hice un desmadre en el hotel, todos te están buscando, seguridad y todo.
Al verlo, sentí una mezcla rara: alivio de no estar perdido en medio de la noche y del océano, y coraje por todo lo vivido. Lo empujé y le solté:
—No mames, cabrón, solo fui a caminar.
Las piernas se me doblaban del cansancio, el peso de la arena me hundía y la sed era insoportable. Tanto caminar, tanto inhalar salitre, ya no podía más.
—¿Estás bien, cabrón? ¿Qué pedo? —preguntó Javier.
—Sí, wey, solo fui a caminar. Tengo sed.
—Vente, vamos, hay que avisar. ¡Cabrón, ya íbamos a ir por la marina para buscarte!
—Wey, no mames… necesitaba despejarme, calmarme, porque neta estaba a nada de romperte tu pinche madre. Te pasas de imbécil.
Se quedó callado unos segundos y soltó:
—Wey, perdí. Sí me la mamé… pero al chile, de huevos, me gustó. Y sé que a ti también.
La furia me regresó de golpe, pero el cansancio me ganaba. No tenía fuerzas para soltarle un madrazo. Entonces se volteó y dijo, medio en broma:
—Ya, ya, wey, puro pedo. Ahí muere. Ríete y relájate… ¿vamos por una chela?
—Síguele y te voy a poner en tu madre. Quiero agua, me muero de sed —le respondí.
Caminamos de regreso al hotel en silencio, con esa rara complicidad de lo que había pasado y no queríamos hablar. Él fue a recepción a avisar que ya aparecí, a decir no sé qué más. Yo entré directo al cuarto, tomé agua como si nunca hubiera tomado en mi vida, me tiré en la cama.
Volví a llorar. De miedo, de alivio, de frustración, de coraje, de deseo, de confusión… de todo y tal vez más. Pero el cansancio era demasiado y me dormí pronto.
El sábado me desperté tarde, eran las once de la mañana. Tenía las piernas pesadas, cansadas, y otra vez estaba solo. No sabía dónde estaba él, ni siquiera si había vuelto a dormir. Supuse que sí, porque su cama estaba destendida.
Me levanté, fui al baño, me metí a la regadera y luego bajé a buscar algo de comer. Lo necesitaba. Aún cargaba con toda la confusión de la noche anterior, pero al menos pude desayunar tranquilo y después regresar a la playa, dispuesto a dejar que el agua y la sal se llevaran lo que había pasado.
Me instalé bajo una palapa, sin intención de buscar a Javier. Tenía decidido no estar con él en todo el día, ni en la noche. El mar sería mi refugio. Me metí a nadar hasta las boyas que marcaban el límite del hotel. Ahí, donde las olas ya no molestaban, mientras flotaba, pensé: sí, lo que pasó es raro, pero fue real. No voy a pelearme conmigo mismo, pero tampoco lo voy a buscar. Hoy es la última noche, vine a disfrutar del mar.
De regreso en la palapa dormí un rato, me di un regaderazo, fui a comer y luego, con tenis y la playera que traía en la mochila, salí al centro. Tomé un taxi para no usar su coche. Caminé, me perdí entre las tiendas, me cayó la noche y entré a un bar. Pedí un par de cervezas, revisé el celular.
Había varios whats: ¿Dónde estás? Contesta.
Le respondí: todo bien, salí a dar el rol, te veo al rato.
Me contestó con un “ok”.
No quería regresar, pero no soy de los que huyen. Siempre he preferido encarar lo que me da miedo. Así que volví.
Cuando entré al cuarto él estaba en la terraza, escuchando música y tomando cerveza. Le hice un gesto de saludo, él respondió levantando su chela. Me acerqué con un:
—¿Qué pedo?
—Bebo. ¿Y tú, a dónde vergas fuiste?
—Por ahí. ¿Tienes chelas?
—Date, compré un 18.
Agarré una de la hielera. Nos quedamos en silencio un buen rato, los Caifanes sonando en la bocina.
—¿Quieres otra? —me dijo cuando se paró.
—Va.
Noté que estaba en puro bóxer. Me pasó la lata, chocamos y seguimos tomando.
Entonces, sin mirarme, lanzó la pregunta:
—Wey, ¿te gustó?
Me hice pendejo.
—¿Qué?
—No te hagas —dijo.
—Wey, neta, olvidemos eso. Hagamos como que no pasó.
—Pero sí pasó. Y sentí que te gustó. A mí me gustó. Y desde hace un chingo tengo ganas de sentirte así.
Le respondí serio:
—Wey, yo no soy gay. A mí no me gustan los hombres. Tú no me gustas.
—Ni a mí. Eso creía. Pero contigo es distinto. Desde hace tiempo me dan ganas. Nunca lo había sentido con nadie más, pero contigo sí.
Yo estaba tenso, sin saber cómo frenar esa confesión.
—Wey, estás mal. ¿De dónde sacaste eso?
—No sé. Empezó como un pensamiento, y fue creciendo. En el squash, en las pedas, en el trabajo… me calienta la idea de estar contigo.
No supe qué contestar. Y en ese silencio, se acercó. Me agarró la mano y la puso sobre su verga. La sentí crecer y endurecerse en segundos. No la solté. Él me guiaba la mano, marcando el ritmo.
—¿Ves? Tú también quieres —me dijo con una sonrisa torcida.
Lo miré, y sí… lo estaba disfrutando. Ese detalle me prendió. Verlo perder el control, verlo gozar, me hizo seguir. Pero como estábamos en la terraza, aparté la mano. No quería que alguien nos viera.
Él no se detuvo. Me jaló hacia dentro del cuarto, corrió las cortinas y me sentó en la cama. Se bajó el bóxer y volvió a poner mi mano en su verga, esta vez con más fuerza. La movía, la agitaba, y escuchar sus gemidos me estaba excitando todavía más.
De pronto me tomó la cabeza. Con la otra mano sujetó mi barbilla y la empujó hacia adelante. Quiso meterla en mi boca. Yo giré la cara, pero insistió. Y al final lo logró: sentí su glande caliente rozar mis labios, abrirse paso hasta dentro.
Al principio me resistí, pero pronto cerré los ojos y me dejé llevar. Comencé a chuparlo, a sentir el peso, el sabor. Lo escuchaba jadear, gemir, decir mi nombre entre dientes.
Hasta que murmuró, con la voz cortada:
—Voy a acabar…
Y no hubo tiempo. El primer chorro me llenó la boca, caliente y espeso. Luego otro, y otro. Espasmos que lo hacían arquearse y gemir fuerte, casi gritando. Intenté apartarme para escupir, pero me sujetaba con fuerza de la cabeza. Terminé tragándomelo todo. El sabor era extraño, pero me gustó. No sé por qué lo hice, solo lo tragué.
—Qué rico, papi… —soltó entre jadeos.
Lo vi recuperarse, con el pecho subiendo y bajando. Se dejó caer en la cama y, aún con media erección, me preguntó:
—¿Te gustó?
No respondí. Sentía una mezcla de culpa y de excitación, porque mientras lo mamaba también me había estado pajeando. Y él lo notó.
—Acaba tú —me dijo, poniéndome de nuevo su verga en la boca.
Mientras lo chupaba, acabé. Un orgasmo intenso, largo, que me hizo gemir contra él.
Él terminó riéndose, se tumbó a mi lado, me abrazó y dijo:
—Esto queda entre nosotros, te lo juro.
Me dio una nalgada, se acomodó y se quedó callado. Yo, todavía con el corazón acelerado, sin saber si lo que había pasado era un error… o algo que llevaba tiempo esperando sin darme cuenta.
Desperté a media noche al sentir su miembro muy duro entre mis nalgas. Él me abrazaba fuerte y nos quedamos así por un momento. Sentí su respiración agitada sobre mi espalda. Empezó a moverse muy despacio, intentando penetrarme. Lo detuve y le dije “no”, pero me abrazó aún más fuerte y lo volvió a intentar, sin éxito. Aun así, continuó moviéndose sobre mí, como si lo hubiera logrado.
La sensación fue extrañamente placentera: su pene rozando mi piel me puso caliente y permití que siguiera. Cada roce cerca de mi entrada se sentía más intenso y más excitante. De pronto, se levantó y fue a buscar algo en su maleta. Me senté para observarlo, pero estaba oscuro. Vi su silueta volver y acercarse a mí, esta vez poniendo su miembro en mi boca. Mientras lo hacía, escuché el pop de un frasco abriéndose.
Se recostó detrás de mí y continuó el vaivén de su pene. Esta vez estaba muy húmedo y cada vez rozaba más mi ano, chocando lentamente al principio, luego más rápido. Intuí que se había puesto algún tipo de lubricante, tal vez crema. Poco a poco fue presionando su punta, y con la lubricación previa y ejerciendo más presión, cedí. Fue doloroso. Grité y le dije que me dolía, pero no lo saqué. Él permaneció quieto dentro de mí.
Sentí cómo se expandía mi músculo y, mientras lo hacía, el dolor cedía poco a poco, dejando paso a una extraña mezcla de placer y dolor. Luego comenzó a bombear, primero muy lento y cuidadoso, aumentando gradualmente la intensidad. Sentí un placer intenso y doloroso a la vez, jadeé y grité.
—¿Quieres que pare? —me preguntó.
—No, sigue —respondí.
Me tenía completamente excitado. Sentir su miembro dentro de mí, escucharlo gemir, su manera de abrazarme y apretarme, todo me encendía aún más. Finalmente, volteó mi cabeza y me besó apasionadamente, mientras aumentaba la velocidad y la fuerza del bombeo. Cada vez más intenso, hasta que sentí que eyaculaba dentro de mí con un grito ahogado en mi espalda.
Me excitó tanto que terminé eyaculando sin tocarme. Sus espasmos continuaban, y cuando giré la cara, me dio un beso intenso mientras sus palpitaciones aún eran fuertes. Justo después, otra eyaculación llenó mi interior, mientras me sujetaba fuerte de la cintura, profundizando la penetración y gritando de placer.
Nos quedamos así varios minutos, inmóviles, disfrutando de la relajación que seguía al orgasmo. Me abrazó, me besó en la espalda, y nos dormimos juntos. Yo seguía con él dentro; no sentí cuándo se salió. Solo sentí un dolor extraño, fuerte pero placentero.
No dijimos nada, pero ambos supimos que a partir de ese día todo cambiaría. Sería el inicio de una relación diferente, llena de aventuras sexuales, complicidad y un tipo de amistad íntima que hasta entonces no habíamos experimentado.
Al amanecer, nos bañamos juntos, desayunamos, empacamos y antes de salir hacia la carretera para regresar, lo volvimos a hacer. Esta vez me dolió mucho menos, pero fue igual de intenso y excitante.
Y así emprendimos el regreso a casa. Fue un viaje raro, silencioso; no hubo mucha conversación en el camino. Maneje la mitad del trayecto con el dolor de haber vivido mi primera vez y con el silencio incómodo de la vergüenza y el placer mezclados.
Al llegar a casa, abajo de mi depa, Javier dijo:
—Güey, gracias, lo pasé increíble, gracias por todo. Quiero hablarte de dos cosas: esto es solo tuyo y mío, jamás se lo contaré a nadie, y no quiero que nuestra amistad cambie. No quiero que seamos novios ni pareja; quiero seguir siendo tu amigo y cómplice. Y si hay sexo, mejor, pero prometo respetarte siempre. Por favor, no te sientas culpable, no hiciste nada malo; solo nos dejamos llevar por el deseo, como muchas veces te vi llevarte a varias mujeres. Esto es igual, pero entre nosotros.
Me dio la mano, me ayudó a bajar las cosas en la casa, me abrazó y me besó en los labios. Se despidió con un “mañana te veo” y se fue. Yo me quedé solo, con un no sé qué en el pecho, pero disfrutando todo lo que había pasado.
Al día siguiente todo volvió a la normalidad. Los días pasaron, llegó el primer fin de semana, vino a casa y volvimos a lo sexual. Así se repitió cada vez más seguido; a veces incluso en lugares públicos me lo chupaba o hacíamos cosas allí mismo. Así fue la relación con Javier hasta que le dieron un cambio a otra ciudad. Lo hablamos, nos despedimos, y así como empezó, todo terminó.
Bueno, seguimos siendo amigos; hablamos por teléfono y por Facebook, pero ya no nos volvimos a ver. Con el tiempo, él se casó con una mujer que conoció allá, tiene una hija, y casi no hablamos del pasado. Me da gusto saberlo bien.
Yo no tengo pareja y sigo sin sentir atracción por ningún hombre; continúo disfrutando estar con mujeres. Han pasado muchas por mi cama, pero a veces deseo volver a sentir lo que sentí con Javier. El barbero me lo recordó y despertó aquel deseo otra vez. Tal vez esta nueva/antigua ciudad me tenga algo preparado… o tal vez será que el barbero… Lo único que se es que hoy extraño a Javier.
Na, ya no quiero pensar en eso. Que todo fluya y a ver qué pasa.