Guía Cereza
Publicado hace 3 días Categoría: Fantasías 135 Vistas
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Bueno, acá estoy otra vez, Vicky Luana al teclado. Ya saben, en esta página yo siempre me mando mis delirios calientes y hoy quiero contarles un poquito de cómo salió lo de Liria, el hada insaciable (sí, ya me estoy riendo sola mientras escribo).

Todo empezó una noche cualquiera, boludeando en internet. Me crucé con unas imágenes de haditas, todas con esas caritas angelicales, pero con cuerpos curvilíneos, tetas bien puestas, culos redondos… nada que ver con la típica hada infantil de cuento de hadas. Y ahí dije: ¿y si me invento una historia donde las hadas no sean dulces ni castas, sino que garchen como si se les fuera la vida? Y listo, me calenté yo misma con la idea y la trama salió sola.

Me metí en la piel de Liria, esa hada princesa que lo tiene todo, pero quiere más: quiere sentir, quiere gozar, quiere correrse hasta perder la razón. Y ahí apareció Alder, tremendo semental, con su miembro colgando frente a ella, y ya saben lo que pasó después… (me río porque mientras lo escribía tenía que parar cada tanto, estaba demasiado metida en la escena 😏).

No me quise quedar solo en el sexo hardcore —aunque obvio, me encanta escribir eso— sino que le sumé tensión, acción, un poco de drama familiar, un padre rey controlador, un pretendiente manipulador… pero todo atravesado por la calentura. Porque sí, a mí me gusta que la fantasía tenga eso: que sea sensual, que te meta en un mundo mágico, pero que también te haga mojarte mientras leés.

Y sí, fue intencional que las escenas de sexo fueran así de intensas, casi bestiales, porque me calienta imaginar a un hada preciosa gimiendo a los gritos en medio del bosque, con su amante dándosela fuerte, tanto que hasta las ramas tiemblan. Eso es lo mío, lo saben: erotismo hardcore con un poco de poesía oscura de fondo.

El bosque me envolvía con su humedad. Sentía cada partícula de aire como un roce líquido en mi piel, como dedos invisibles que no pedían permiso para tocarme. El musgo bajo mis pies descalzos estaba tibio, vivo, casi palpitante, y las ramas altas parecían inclinarse hacia mí, como si también quisieran espiar lo que estaba a punto de ocurrir. Nunca me había acostumbrado a la sensación de ser observada por un bosque entero, pero esa noche, más que incomodarme, me excitaba.

Me llamo Liria. Soy un hada, la más joven de cientos que habitan el Árbol Comunal. Una criatura de luz, dicen los antiguos cuentos. Pero yo me sé hecha de otra materia: deseo, hambre, vacío. No nací para proteger flores ni para guiar viajeros perdidos. Nací para perderme yo misma. Desde pequeña lo entendí, cuando la savia de los árboles me parecía semen, cuando el canto de los pájaros me sonaba a jadeo, cuando mi propio cuerpo me reclamaba con urgencia antes de entender siquiera qué significaba ser tocada.

Esa noche me acerqué al lago oculto. El agua era un espejo negro, denso como un secreto. Me incliné para mirarme y me vi a mí misma: un ser pequeño, delicado a primera vista, pero dentro de mí hay un temblor constante, un fuego que se enciende con facilidad, como si todo en mi carne estuviera diseñado para el placer. Mi piel tiene la suavidad del polen recién liberado, tibia como la madera bajo el sol. Mi cintura se estrecha y luego estalla en caderas que me delatan, anchas, carnales, que parecen pedir manos que las sujeten. Mis muslos, fuertes y redondos, se juntan con un roce perpetuo, como si escondieran un secreto impaciente.

Mi vestido es apenas un disfraz de hojas cosidas entre sí, pardo, ceñido, tan corto que a veces dudo de si cubre lo suficiente… pero sé que en realidad me gusta que no lo haga. Se pega a mis pechos, dos frutos tensos que apenas caben en el escote, y se abre sobre mis piernas con descaro, dejando ver demasiado. A veces me arden de deseo antes de que alguien los toque, como si ellos mismos supieran que nacieron para ser atrapados en una boca, mordidos, chupados hasta que yo grite.

Mis alas son transparentes, frágiles como cristal a punto de romperse, y sin embargo son lo único de mí que parece inocente. Brillan al sol, y a veces me engaño pensando que bastan para distraer de todo lo demás, de mi boca húmeda, de mis ojos demasiado abiertos, de mi cuello que late ansioso.

Mi cabello cae en una cola alta, pesado, castaño, siempre listo para ser jalado hacia atrás con violencia o acariciado con ternura. Mi rostro es dulce, casi infantil, pero mis labios desmienten cualquier candidez: los siento siempre hinchados, listos para besar, para morder, para suplicar. O para que el pulgar de algún ser masculino juegue con suavidad o deseo, anticipándose en su textura antes de buscar mi lengua.

Mis piernas son firmes, torneadas, siempre con un leve brillo de sudor cuando vuelo por el bosque, siempre dispuestas a abrirse más de lo que deberían. No soy un ser puro y virginal; estas piernas ya se han abierto en numerosas ocasiones para revelar el centro de mi placer a elfos, gnomos, incluso hadas macho de otras comunidades. Todos han sido amantes excepcionales. Pero existe un ser que ha sido el más significativo de todos, a quien busco con necesidad, urgencia.

No tardó en llegar. Sentí el crujir de ramas detrás de mí. Era un sonido húmedo, lento, pesado. Sabía quién era sin necesidad de volverme: Alder, el gris. El habitante prohibido del bosque. No era hada ni humano, ni bestia del todo. Era mezcla, era sombra, era deseo encarnado en un cuerpo alto, musculoso, con piel grisácea que brillaba bajo la luna como piedra mojada. Sus ojos eran brasas encendidas y cada vez que los veía me hundía más en un vértigo del que no quería escapar. Su figura es la más masculina de todas, y el más fuerte.

—Sabía que vendrías —dijo su voz, grave, casi líquida, como si surgiera desde el fondo de la laguna.

Mi corazón latió con violencia, no de miedo, sino de ansia. Cerré los ojos un instante, dejándome acariciar por su voz.

—Siempre vengo —respondí, apenas con un hilo de voz.

Él sonrió. Lo vi entre las sombras, acercándose, moviendo las ramas como si fueran cortinas de un teatro secreto.

Su mano me alcanzó. Era grande, dura, caliente. Me rozó el muslo desnudo y yo no hice nada por apartarme. El contacto fue como un rayo atravesándome desde la piel hasta los huesos. El bosque calló. Ni un insecto. Ni un soplo de viento. Solo el roce de su dedo subiendo lentamente por mi pierna.

—Tu cuerpo me llama antes que tus labios.

Yo lo sabía. Lo deseaba. Lo buscaba. Y aunque mi orgullo de hada me hacía fingir preguntas, mi piel gritaba antes que mi boca.

—¿Por qué siempre me buscas? —murmuré.

—Porque hueles a vida. Porque deseas que te devore.

Esa palabra, “devorar”, me atravesó como un filo húmedo. No me ofendió. No me asustó. Me abrió en dos. No me veía como un hada frágil: me veía como carne, como presa, como ofrenda. Y yo quería serlo.

Alder me sujetó de la cintura con una fuerza brutal, casi dolorosa, y me levantó contra el tronco rugoso de un roble. El frío de la corteza se incrustó en mi espalda, y solté un gemido que me traicionó. Él lo escuchó, lo saboreó, lo hizo suyo.

—Mírame —ordenó.

Abrí los ojos. Sus pupilas ardían como carbones. Dentro de ellas vi mi reflejo: mi rostro enrojecido, los labios entreabiertos, las alas temblorosas pegadas a la corteza. No era yo. Era otra, una versión oscura de mí, una que no conocía límites.

Alder bajó su mano hasta el borde de mi vestido. Lo levantó de un tirón y me dejó desnuda bajo la luna. Sentí el aire frío en mi sexo húmedo, la vulnerabilidad absoluta de estar abierta en medio del bosque. Y lo quise. Lo quise más que nada.

Pasó un dedo grueso por mi entrepierna. Lo deslizó lento, marcando un camino ardiente. Mi cuerpo respondió con un gemido corto, como si alguien hubiera tirado de una cuerda oculta dentro de mí.

—Eres la única que no huye —susurró.

—No quiero huir —confesé, con los labios temblando.

Se inclinó. Sus labios, ásperos y tibios, rozaron los míos sin llegar a besarme del todo. Yo me arqueé, queriendo más, rogando sin decirlo. Cuando por fin me besó, lo hizo con violencia. Su lengua invadió mi boca como una serpiente ardiente, y yo me aferré a su cuello, sintiendo cómo la piel áspera raspaba mis dedos.

Su otra mano ya se había metido entre mis piernas. No jugaba. No pedía. Me penetró con un dedo grueso, y el bosque entero pareció estremecerse conmigo. Mis uñas se clavaron en su espalda. Gemí contra su boca. Él gruñó satisfecho, empujando más fuerte.

—Tu cuerpo me pertenece —dijo.

Yo no contesté con palabras. Mi cuerpo respondió arqueándose, abriéndose, empapándose.

Entonces liberó su miembro. Era desmesurado, oscuro, palpitante como si tuviera vida propia. Lo apoyó contra mi sexo y lo frotó lentamente, en círculos, haciéndome enloquecer.

—Pídelo —susurró.

—Hazlo —le rogué, con la voz rota.

Entró en mí de golpe. Un dolor agudo me partió en dos, pero detrás del dolor llegó un placer salvaje que me arrancó un grito. Me aferré a él como si el tronco pudiera hundirme más, como si el bosque entero necesitara oírme. Alder embistió una y otra vez, con una violencia rítmica que hacía vibrar mis alas contra la corteza.

—Más… más, por favor, más... —gimoteé, sin pudor, sin medida.

Él obedeció. Cada embestida era un terremoto en mi vientre. Sentía que mi cuerpo iba a romperse, que mi alma iba a escaparse por mis gemidos, que la luna iba a grabar en su espejo la imagen de mi entrega.

El bosque estaba vivo, latiendo con nosotros. Las hojas temblaban. El agua del lago se agitaba sin viento. Todo participaba de nuestro acto. Yo me dejé poseer, abierta, rota, extasiada.

—Dime que me deseas —gruñó Alder, apretándome contra el tronco.

—Te deseo —jadeé, con lágrimas de placer en los ojos.

—Dime que me perteneces.

—Te pertenezco. Toda, completamente tuya.

Y con esas palabras, me rompí en un orgasmo brutal, un estallido que me arrancó del mundo y me devolvió en mil fragmentos brillantes. Mis alas se contrajeron y luego se abrieron, lanzando destellos. Alder rugió y se corrió dentro de mí, llenándome con una fuerza que parecía fuego líquido.

El bosque guardó silencio otra vez. Solo quedábamos él y yo, respirando como bestias, sudorosos, manchados, exhaustos. Yo apoyé mi frente en su pecho, temblando todavía, sabiendo que nada de lo que era antes quedaba en pie.

En ese momento entendí que ya no había retorno. Me había entregado. Era suya. Y lo peor, o lo mejor, era que yo lo había querido así.

No podía dejar de pensar en él. Ni un solo instante. Desde esa noche en que Alder me abrió como si mi cuerpo fuera tierra blanda, desde que me llenó con su semilla ardiente como si quisiera plantar dentro de mí un bosque nuevo, cada pensamiento, cada respiración, cada latido era suyo. Me había vuelto adicta. No era una metáfora, era una verdad física, química, animal.

Mi sexo ardía con solo recordar la violencia de sus embestidas. Mis muslos se estremecían cada vez que el viento me rozaba, como si mi piel aún guardara la huella áspera de sus manos. Y lo peor, o lo mejor, era que no me importaba perderme en esa dependencia. Quería más. Quería fundirme de placer por su miembro desmesurado, que su gruesa erección se enterrara en mí hasta olvidarme de mi nombre, de mi hogar, de todo lo que significaba ser un hada.

Pero Alder no me pertenecía por completo. O quizá sí, pero bajo sus reglas. Después de poseerme en el lago, cuando todavía mi cuerpo se convulsionaba con los ecos del orgasmo, él habló con una seriedad que me hirió más que ritmo brusco, entrando y saliendo de mi vagina.

—No podemos permanecer juntos todo el tiempo, Liria.

Lo miré incrédula, jadeando aún, con el cuerpo húmedo y abierto contra su pecho.

—¿Por qué dices eso? —pregunté, como si no entendiera, aunque lo entendía demasiado bien.

—Tu lugar está en el árbol. No debes alejarte de él por mucho tiempo.

Sus palabras eran un cuchillo. El Árbol Comunal: ese gigante que se erguía en el corazón del bosque, donde las hadas hembras se recogían cada noche, donde el rey Barnass, mi padre, reinaba como macho fecundador, distribuyendo su semilla entre quienes él decidía. Era la ley. La tradición.

—No quiero volver todavía —le dije, con un temblor en la voz que era súplica y desafío al mismo tiempo.

Él me apretó de la barbilla, obligándome a mirarlo a los ojos.

—Debes hacerlo. Barnass no perdona. Y no permitiría jamás que una de sus hijas fuera poseída por alguien como yo.

Me mordí los labios. Sentí que la rabia y el deseo se mezclaban, un veneno dulce en mis venas.

—No me importa lo que mi padre permita o no. Te quiero a ti. Te quiero dentro de mí.

Su mirada se endureció. Era una mezcla de ternura cruel y dominio absoluto.

—Tú ya eres mía, Liria. No necesitas decírmelo. Pero no puedes desafiar las leyes del árbol sin pagar un precio.

No contesté. Solo lo besé, buscando en su boca la respuesta que él no me daba con palabras. Necesitaba sentirlo otra vez. Necesitaba que su miembro me recordara quién era ahora.

Él cedió. Su cuerpo me aplastó contra el tronco húmedo y volvió a penetrarme sin aviso, brutal, como si quisiera grabar en mi carne la advertencia. Grité, pero no de dolor, sino de placer desesperado. Mis alas golpearon la corteza con violencia, y cada embestida era una confirmación de lo que yo ya sabía: no podía vivir sin él.

—Nunca tendrás suficiente de mí —gruñó Alder, mientras se hundía más y más.

—Nunca —jadeé, con lágrimas de placer en los ojos.

—Pero no siempre me tendrás.

La contradicción me destrozaba. Quería llorar, quería reír, quería morir allí mismo, con él dentro de mí.

Cuando me derrumbé contra su pecho, temblando por el orgasmo, él me acarició el cabello con una suavidad imposible en esas manos ásperas.

—Regresa a tu árbol, Liria. Hazlo antes de que tu padre te busque.

Su tono era firme. Un mandato. Y yo odiaba obedecer, pero sabía que tenía razón. Barnass no era un rey cualquiera: era el macho fecundador. Su poder no era solo político, era sexual, genético, absoluto. Había llenado a decenas de hembras hadas con su semilla. Había marcado a todas mis hermanas con la obediencia y el miedo. Y a mí, que había nacido de su esperma la Noche de las Mil Estrellas Fugaces, me reclamaba con un control más feroz que al resto por ser especial.

El Árbol Comunal no era un hogar. Era una prisión de savia y raíces. Allí las hadas hembras éramos vigiladas, disciplinadas, prohibidas de ser tocadas por criaturas que no fueran hadas macho. Nos decían que era por la pureza de la estirpe, pero yo lo sabía: era por el dominio del padre sobre nuestras entrañas.

Y ahora, con Alder, yo había cruzado la línea. Mi vientre ya no era puro, pero no lo era desde antes de Alder. El problema ahora era que estaba manchado por el semen de un ser prohibido, y lo deseaba más que el aire.

—No quiero que me obligue a volver —susurré, aún en sus brazos.

—Él no tiene que obligarte. Tu cuerpo te traicionará. Cuando estés lejos de mí, sentirás el vacío, y ese vacío te arrastrará de vuelta a su árbol.

No quise escucharlo. Lo besé otra vez, desesperada, con la lengua hundida en su boca, queriendo devorarlo como él me devoraba a mí. Pero sus palabras me perseguían incluso en el placer.

No podía elegir entre Alder y el árbol. Y sin embargo, cada vez que su miembro se abría paso en mi vulva palpitante, sabía con certeza que nunca volvería a soportar la disciplina de Barnass sin rebelarme.

La adicción era ya irreversible. Y en el silencio húmedo del bosque entendí que estaba condenada: o perdería a Alder, o traicionaría a mi padre. Y en ambas opciones, perdería algo de mí para siempre.

El bosque se iba quedando atrás, y sin embargo yo sentía que no podía salir de él. Aunque mis alas me llevaban hacia el árbol, aunque cada aleteo me alejaba del lago, lo que Alder había dejado dentro de mí seguía palpitando, profundo, como una semilla que germinaba contra mi voluntad. Volaba despacio, con las piernas todavía temblorosas, con el vientre tibio, húmedo, cargado de su esencia.

Cada vez que el aire fresco rozaba mi sexo, recordaba cómo me había abierto, cómo su miembro enorme me había desgarrado y luego me había reconstruido de nuevo. Recordaba el calor espeso de su semen llenándome, y con el recuerdo me invadía un escalofrío de placer que me hacía apretar los muslos en pleno vuelo.

No podía dejar de pensar en lo que vendría después. La próxima vez que nos encontráramos, ya no quería solo sentirlo dentro de mí. Quería probarlo. Quería arrodillarme ante él, deslizar mis labios por la dureza monstruosa de su miembro, saborearlo hasta que su esperma ardiente se derramara en mi lengua. Quería tragarlo, hacerlo parte de mí, sentir cómo ese sabor me volvería adicta para siempre.

Mientras volaba, mis pensamientos se volvieron tan obscenos que tuve que morderme los labios para no gemir en voz alta. No podía llegar así al árbol, con la mirada perdida en fantasías, con el cuerpo suplicando otra embestida. Y sin embargo, era exactamente así como llegué.

El árbol se alzó ante mí, gigantesco, con sus raíces como brazos de un dios enterrados en la tierra, con sus ramas extendidas como cúpulas de un templo vivo. Allí vivíamos todos, hembras y machos, bajo la ley férrea de mi padre. El aire estaba impregnado de savia, de feromonas, de disciplina.

Cuando aterricé en una de las plataformas que rodeaban el tronco, todos los ojos se volvieron hacia mí. Mis hermanas dejaron de hablar entre ellas y me miraron con extrañeza, algunas con envidia, otras con malicia. Los machos se tensaron, como si intuyeran algo en mi cuerpo que yo no podía ocultar. Por supuesto, intuían que esa atractiva hada, la princesa, se había estado apareando salvajemente.

—¿Dónde has estado, Liria? —preguntó una de mis hermanas, con un tono cargado de sospecha.

No respondí de inmediato. Caminé despacio, con las alas todavía vibrando, tratando de fingir indiferencia, aunque sabía que la humedad en mi sexo me delataba.

—En el lago —dije por fin, con la voz plana, como si no significara nada.

Un murmullo recorrió a las hadas. Algunos se miraron entre sí, desconfiados. Otros bajaron la mirada con un respeto extraño. Pero antes de poder avanzar más, alguien me detuvo en pleno vuelo. Una mano fuerte me agarró del brazo y me obligó a girar en el aire.

Era Ren.

El brillo de su cabello rojo parecía una llamarada contra la penumbra del árbol. Siempre había detestado su presencia. Tenía el rostro hermoso y los labios suaves de un amigo fiel, pero yo sabía lo que escondía detrás: un deseo feroz, una obsesión que lo consumía en silencio. Fingía lealtad, fingía cuidado, pero sus ojos lo traicionaban cada vez que se clavaban en mi cuerpo.

—Liria —me dijo, con una sonrisa falsa, demasiado cortés—. Todos están preocupados. Has estado demasiado tiempo fuera.

Intenté zafarme de su agarre, pero me sostuvo con más fuerza, como si no tuviera intención de dejarme ir.

—No necesito que te preocupes por mí —contesté con frialdad.

—Tu padre preguntará por ti. Y sabes lo estricto que es con nosotros… con ustedes —corrigió, consciente de que yo no era cualquier hada, sino hija del rey Barnass.

Su cercanía me resultaba insoportable. Podía sentir cómo sus ojos se deslizaban por mi cuello, por mis pechos, por mis caderas. Me miraba como si quisiera desnudarme allí mismo, como si supiera, con instinto animal, que ya no era pura, que había sido poseída por alguien más.

—No necesito tus advertencias, Ren —dije con un hilo de voz cargado de veneno.

Él arqueó una ceja, como si disfrutara de mi incomodidad.

—¿Dónde has estado exactamente, Liria? —insistió, inclinándose hacia mí, bajando la voz—. El bosque no es lugar seguro para una princesa.

Me hervía la sangre. Lo odiaba. Lo odiaba porque quería poseerme con la misma violencia que Alder, pero sin la genuina brutalidad de Alder. Lo odiaba porque fingía protección cuando en realidad solo buscaba un resquicio para entrar en mí.

—No tengo que darte explicaciones —le escupí.

Pero él no se movió. Me mantuvo atrapada con su mano y sus ojos ardientes. Entonces bajó aún más la voz, casi en un susurro venenoso.

—Huelo algo en ti, Liria. No es el aroma del bosque. No es savia, no es rocío. Es… diferente.

Me tensé. Sentí un nudo en el estómago. ¿Podía oler a Alder en mí? ¿Podía percibir el rastro de su piel en la mía, de su semen todavía tibio en mi interior?

—Suelta mi brazo, Ren —le ordené, clavándole los ojos.

Pero él sonrió.

—No puedo. Porque si lo hago, me perderé la oportunidad de descubrir qué guardas en tu silencio.

Lo odié más que nunca. Lo odié porque, en el fondo, tenía razón: guardaba un secreto ardiente en mi vientre, un secreto que me condenaba. Y sabía que Ren no descansaría hasta arrancármelo, aunque tuviera que usar la fuerza o la mentira.

Mi cuerpo se estremeció. No de miedo, sino de rabia y de placer oculto. Porque mientras lo odiaba, mientras deseaba librarme de él, también recordaba a Alder. Y en esa comparación, Ren era nada. Un insecto frente a una bestia. Un susurro frente a un rugido.

Y sin embargo, no podía negar que sus ojos me desnudaban. Que su cercanía encendía un odio que rozaba el placer. Que su deseo, por más miserable que fuera, era otro espejo donde mi corrupción brillaba.

—Si no me sueltas ahora, Ren, juro que lo lamentarás —dije, con un temblor que era tanto amenaza como confesión.

Él se inclinó aún más, hasta que sentí el roce de sus labios cerca de mi oreja.

—Te deseo, Liria. Y tarde o temprano lo sabrás.

Me soltó de golpe, como si nada hubiera pasado. Sonrió con calma, como un verdugo que sabe que la ejecución no será hoy, pero llegará.

Caminé hacia el interior del árbol con la respiración agitada, con la humedad de Alder todavía en mí, con el veneno de Ren clavado en la piel. Sabía que mi regreso no pasaría inadvertido. Sabía que todos sospechaban. Y, más que nada, sabía que mi padre pronto lo sabría también.

Y aun así, mientras atravesaba la corteza viva del árbol y sentía las miradas clavarse en mi espalda, solo pensaba en una cosa: en la próxima vez que encontraría a Alder, en cómo me arrodillaría ante él, en cómo probaría lo que me había negado.

El resto, mi padre, mis hermanas, Ren, todo lo demás… podía esperar.

El salón real del árbol comunal estaba iluminado con la luz dorada que se filtraba entre las copas, repleto de aromas dulces y de la música suave que producían las alas de las concubinas de mi padre al revolotear en torno suyo. Decenas de cuerpos femeninos, suaves y desnudos en parte, se reclinaban a sus pies, esperando una mirada, una palabra, o el gesto que significaba que esa noche él las poseería. Algunas acariciaban su cuerpo musculoso y enorme, otras masajeaban sus muslos atléticos mordiéndose los labios por deslizar sus delicadas pero atrevidas manos hacia la entrepierna del rey. El aire olía a flores abiertas y a sudor de cuerpos recién unidos, como si cada respiración de ese espacio recordara que Barnass era el macho supremo, el fecundador absoluto, el padre de casi todas las hadas que allí vivían. Así como yo deseaba a Alder con todo mi ser, estas hadas deseaban con feroz apetito sexual a mi padre, buscando cada una ser su preferida.

Cuando entré, mis pies apenas rozando la superficie de la madera bruñida y viva, todos los ojos se posaron en mí. Un murmullo atravesó el salón, como el roce de alas entre las ramas. Mi padre, sentado en el trono de savia endurecida, ladeó la cabeza y frunció el ceño. La diferencia con la expresión satisfecha con la que había acariciado a la última de sus concubinas fue brutal, como si toda la ternura se evaporara en cuanto me vio.

—Liria —dijo, con esa voz grave y vibrante que hacía temblar incluso la corteza del árbol—. ¿Dónde has estado?

Sentí cómo la pregunta me atravesaba el pecho, como si me desnudara más que si me arrancara las alas. Pensé en Alder, en el peso de su cuerpo contra el mío, en la dureza que me había llenado hasta hacerme temblar, en lo que había dejado dentro de mí, que aún parecía latir en lo profundo. La garganta se me cerró por un instante, y solo cuando noté la presión de todas las miradas fui capaz de responder.

—He volado más allá de las ramas exteriores —dije con un hilo de voz—. Necesitaba ver el cielo abierto.

Mi padre alzó la mano y las concubinas se apartaron, dejando el camino libre para que me acercara. Su mirada no tenía ternura; era escrutinio, dureza.

—¿Más allá de las ramas exteriores? —repitió, con la voz cargada de amenaza—. Tú sabes que ninguna de mis hijas debe abandonar la protección del árbol. El mundo allá afuera está lleno de peligros, de criaturas que no respetan la pureza de nuestra sangre.

Bajé los ojos, mordiéndome el labio. Si supiera que ya he entregado mi cuerpo al goce de esas otras criaturas desde hace tiempo…

Sentí que las lágrimas querían romper la presa de mis párpados, pero las contuve con un esfuerzo doloroso. No podía confesar. No podía decirle que lo que de verdad me retenía allá afuera no era el cielo abierto ni la curiosidad, sino la carne de Alder, el calor de su semen derramándose en mi interior.

—Padre, yo… solo quise respirar lejos de la corte —dije, intentando sonar firme—. No es fácil estar aquí siempre bajo tu mirada.

Un silencio se extendió, pesado, insoportable. Mi padre se puso de pie, dejando que su altura imponente dominara todo el salón. Sus alas se desplegaron lentamente, majestuosas, como un recordatorio de su poder. Y, aunque sus ojos solo se enfocaron en mí, los de las otras hadas se concentraron en el centro de su simetría, ese punto entre el torso y las piernas donde, bajo la protección de un taparrabos de oricalco, todas —incluso yo— sabíamos o nos imaginábamos que colgaba un miembro poderoso, y unos testículos constantemente cargados de esperma fértil.

—¿Estás insinuando que mi mirada es una carga para ti? —preguntó, y el eco de sus palabras golpeó a cada una de las hadas presentes.

Tragué saliva, sintiendo cómo el nudo en mi garganta se hacía insoportable.

—No, padre. Solo… quiero ser libre de volar a veces.

Él se acercó un paso, y las concubinas murmuraron, algunas con un dejo de lástima, otras con evidente desprecio hacia mi imprudencia. Inclinó el rostro hacia mí, y con un dedo largo y fuerte me levantó el mentón para obligarme a mirarlo.

—Eres mía tanto como todas tus hermanas —dijo en un susurro grave, pero audible para todos—. No toleraré que una de mis hijas se arriesgue a manchar la estirpe. Tú sabes que está prohibido que otro ser te toque, que otro ser se atreva a fecundarte. ¿Lo comprendes, Liria?

Asentí, conteniendo el llanto que me quemaba los ojos, porque sabía que si una lágrima caía, él lo interpretaría como debilidad, como desobediencia.

—Sí, padre —susurré, apenas audible.

Me soltó con brusquedad, y el contacto desapareció como si nunca hubiera estado, dejándome con la piel ardiendo y el corazón desbocado. Volvió a su trono, rodeado de sus hembras, y el murmullo del salón se reanudó, pero esta vez cargado de tensión.

Me quedé de pie, sabiendo que todos me observaban, sabiendo que ninguna de mis hermanas ni de las concubinas comprendería lo que yo sentía: la necesidad incontrolable de volver a Alder, de buscar de nuevo esa carne que me había marcado, de probar lo que aún no me había atrevido, de beber de él, de hacerlo mío hasta lo más prohibido.

Y en silencio, con el llanto aún contenido en mi garganta, juré que nada me detendría. Ni siquiera mi padre, el rey Barnass.

Fin de la primera parte. Pronto subiré la continuación 💋

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