Guía Cereza
Publicado hace 1 semana Categoría: Fantasías 314 Vistas
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Esa noche, cuando llegué a la discoteca, todo parecía nublarse por un momento. La música, la gente, incluso el aire caliente del lugar, se desvaneció por un instante. En el centro de la pista, entre las luces titilantes y la multitud, la vi. Mary. Ella estaba allí, con ese vestido negro corto que parecía hecho para ella, realzando su figura de una manera que no podía evitar capturar mi atención.

Su presencia era magnética. Era imposible no notar su elegancia, pero también esa mezcla perfecta de confianza y naturalidad. No era una mujer que buscara ser el centro de atención, pero de alguna forma lo era, simplemente por ser ella misma.

Las luces caían sobre ella, iluminando sus piernas con un brillo sutil mientras se movía al ritmo de la música. Su cuerpo, curvado por la perfección de lo simple y lo natural. Era ese tipo de belleza que, por más que intentara, no podía evitar admirar.

Y sin embargo, lo que más me cautivaba no era sólo su apariencia, sino la forma en que me miraba de vez en cuando, con una sonrisa en los labios, como si supiera que yo la observaba, pero sin esa arrogancia que tanto me había acostumbrado a ver en otras.

Cuando me envió aquel mensaje, no pude evitar la oleada de pensamientos que recorrió mi mente. "Sería rico verte". Había algo en la forma en que lo dijo, en su tono escrito, que me hizo sentir una mezcla de excitación y desconfianza. Mary siempre había tenido esa habilidad de jugar con las palabras, de hacer que uno se sintiera especial, como si en cada mirada, en cada frase, estuviera abriendo una puerta a un mundo lleno de promesas y deseos no expresados. Pero yo sabía que, para ella, eso era solo parte del juego.

Y ahí estaba, parado en la barra, observando cómo ella se deslizaba entre las sombras de la discoteca. Cada movimiento suyo, cada giro, parecía diseñado para atrapar a quienes la rodeaban, sin esfuerzo, sin necesidad de ser explícita. La forma en que su cuerpo se movía al ritmo de la música, rozando sutilmente a los hombres mientras mantenía su distancia, era una danza que desbordaba sensualidad, pero sin perder la elegancia.

La miraba y no podía evitar sentirme atraído, atrapado en una red invisible que ella había tendido tan hábilmente a su alrededor. Cada mirada que lanzaba hacia algún hombre, cada sonrisa que le dedicaba, parecía estar hecha a medida para mantener a todos en suspenso. No era vulgar, ni descarada. Era una seducción sutil, casi como si estuviera compartiendo un secreto con todos los presentes, pero solo ellos sabían que nunca habría un desenlace claro, al menos no para todos.

Yo, desde mi rincón en la barra, observaba como un espectador curioso, casi en estado de trance, preguntándome qué pasaría si ella me dirigiera esa misma mirada. Esa misma sonrisa que parecía tener reservada solo para los valientes

El aire caliente de la discoteca me parecía aún más pesado conforme me acercaba a ella. La duda me atravesaba como un torrente: ¿realmente me atrevería a invitarla a bailar? ¿Qué pensaría ella de mí, de alguien más joven que ella, tan diferente de los demás hombres que rondaban su alrededor, hombres mayores, más experimentados? Pero entonces la cerveza, el bullicio, la energía del momento, todo eso me hizo dar el paso.

Me acerqué con una mezcla de nervios y determinación. La miré, y antes de que pudiera darme cuenta, las palabras salieron de mi boca. "¿Bailamos?", le pregunté. Era una canción de ritmo lento, sensual, uno de esos que te permite acercarte, sentir la cercanía del otro sin prisa. Ella levantó la mirada, como si estuviera evaluando mi osadía, y luego, con una sonrisa juguetona, aceptó.

"Claro, vamos", dijo, y su tono no dejaba lugar a dudas: ella sabía exactamente lo que hacía, y esa sonrisa confirmaba que el juego acababa de comenzar.

Mi corazón latía rápido mientras me acercaba, sintiendo cómo mi cuerpo reaccionaba a la proximidad de ella. El sonido del merengue lento comenzó a envolvernos, y cuando tomé su mano, sentí un temblor en mi pecho. La atracción era palpable, pero lo que más me sorprendió fue la calidez de su cuerpo contra el mío. No era solo el roce de nuestras pieles. Era el peso de la cercanía, la electricidad que recorría cada espacio entre nosotros.

Ella no bailaba de forma agresiva, pero sus movimientos eran lo suficientemente cercanos para que cada paso, cada giro, cada leve roce, me hiciera sentir que estábamos en un espacio que solo nos pertenecía.

La música comenzó a envolvernos, un merengue suave que parecía marcar el ritmo de la respiración de ambos. Cada paso que daba me acercaba más a ella, y por un momento me perdí en la danza, en el vaivén del momento. Sentí su cuerpo, cálido y lleno de vida, moverse con la misma energía que la melodía, pero con un toque diferente: ella sabía lo que hacía.

De repente, sus ojos se encontraron con los míos, y fue como si el mundo se detuviera. Había algo en su mirada, algo juguetón, pero también desafiante. Como si supiera exactamente lo que buscaba, lo que sentía, y lo hiciera con la intención de mantener el control, de mantenerme en esa cuerda floja entre el deseo y la realidad. Ella era consciente del efecto que tenía sobre mí, de cómo su cercanía provocaba una reacción inmediata en mi cuerpo, y no hacía nada para evitarlo. Al contrario, parecía disfrutarlo.

El ritmo del merengue nos pegaba aún más. Podía sentir la presión de su cuerpo contra el mío, de manera tan sutil, tan calculada. Su aliento, apenas perceptible, tocaba mi rostro cada vez que se acercaba. Los movimientos de su cadera eran lentos, pero tan cercanos, que era imposible no notar cómo la música parecía hacernos fundir en un mismo espacio, en una misma energía. Y, a pesar de lo evidente, a pesar de la electricidad que sentía cada vez que sus músculos se tensaban al compás, ella no perdía esa calma, esa sensación de dominio.

Me costaba mantener el control. Pero cuando ella volvió a mirarme, esa sonrisa tímida pero decidida apareció en sus labios, y entendí que todo estaba siendo medido, calculado. Ella disfrutaba sabiendo lo que provocaba, y yo, por supuesto, no podía evitarlo.

 

 

El roce de su cadera contra la mía era un fuego lento, que no se quería apagar. Yo quería fingir que todo era parte del baile, pero cada roce me traicionaba y solo buscaba cómo sentirla aun más.

Nuestros movimientos se hicieron más lentos, más íntimos, como si el merengue hubiera cambiado de compás para regalarnos un espacio secreto en medio de la pista. Las pelvis comenzaron a encontrarse en cada giro, frotándose con un disimulo apenas creíble, como si bailáramos con inocencia, pero en realidad simulando un juego mucho más intenso. Mis dedos se deslizaron por la curva de su espalda hasta detenerse en la base de su cintura, y sentí cómo ella no se apartaba, al contrario, se pegaba un poco más, desafiándome con esa cercanía calculada. El baile acabó y ella se fue a su lugar.

Despues de un par de horas se cerró la discoteca y todos Salimos a casi al mismo tiempo. Afuera, el aire fresco contrastaba con el calor y el sudor del baile. Ella lo vio: el hombre con el que había estado bailando y coqueteando toda la noche cómo se alejaba tomado de la mano de otra mujer, entrando a un motel cercano con una confianza descarada. Su mirada cambió de inmediato, una mezcla de rabia y creo que de venganza. Ella se alejó y disimuladamente la alcancé y le pregunté qué hacia donde iba. Ella me miró, También miró hacia donde iba su pretendiente con otra y me respondió diciendo. Iba para mi casa, pero ¿sabes qué? Mejor me voy contigo. Giró hacia mí, y con un tono decidido me dijo:

—Vamos?

No pregunté nada. Caminamos rápido, cruzamos la calle y entramos en uno de esos moteles que estaban a solo unos pasos. El silencio del lugar aumentaba la tensión, y yo apenas podía creer lo que estaba pasando. Subimos a la habitación y cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, todo cambió.

Ella se acercó, me miró de frente y notó algo en mis ojos. Supo de inmediato que yo era inexperto, que era la primera vez que estaba tan cerca de una mujer así. En lugar de apartarse, esa certeza pareció excitarla. Una sonrisa cómplice apareció en sus labios mientras comenzaba a desabrocharse el vestido sin apartar sus ojos de los míos.

La tela cayó lentamente, revelando su ropa interior negra, ajustada, que apenas cubría lo necesario. Avanzó hacia mí, tomó mis manos con firmeza y las llevó hasta sus senos, tibios, suaves, presionándolos contra mis palmas como si quisiera enseñarme a sentirla. Mi respiración se volvió descontrolada, y ella soltó un gemido breve, ahogado, al notar cómo la tocaba con torpeza pero con hambre.

Se inclinó hacia mí, me besó con fuerza, sin suavidad, como si quisiera marcar el ritmo desde el inicio. Su lengua buscaba la mía mientras sus manos ya se deslizaban por mi pecho, bajando hasta mi cintura. Yo apenas podía seguirle el paso, temblando entre el nerviosismo y el deseo que me quemaba por dentro.

 

Ella me besaba con hambre, sin darme tregua, y al mismo tiempo sus manos comenzaron a desabrochar mi camisa con rapidez. Una vez abierta, deslizó sus dedos por mi pecho y me empujó suavemente hacia la cama.

—Tranquilo —susurró con una sonrisa desafiante—. Yo me encargo de todo.

Me mordió el labio inferior y bajó con lentitud, desabrochando mi pantalón. Lo abrió y tiró de él hasta dejarme solo en ropa interior. Yo temblaba, entre la excitación y los nervios, y ella lo notó.

—¿Es tu primera vez, verdad? —me preguntó mientras acariciaba mi abdomen con la yema de los dedos.

No pude responder con palabras, solo asentí. Ella sonrió aún más.

—Me encanta —dijo, con un tono sucio que me erizó la piel—. Voy a enseñarte cómo se hace de verdad.

Se quitó el sostén frente a mí, dejando que sus senos quedaran al descubierto. Tomó mi mano y la apretó contra ellos.

—Tócalos… más fuerte. Quiero sentir que me deseas.

Obedecí, torpe pero con hambre, y sus gemidos se volvieron más intensos. Ella bajó aún más, quitándome la ropa interior de un tirón. Yo intenté cubrirme, inseguro, pero ella me detuvo.

—No te escondas —dijo mirándome fijo, con la respiración agitada—. Así, que se te ponga duro, es como lo quiero.

Me empujó hacia la cama y se subió sobre mí, completamente desnuda. Su cuerpo tibio y suave se pegó al mío, y empezó a moverse lentamente, frotando su vagina contra mi muslo con descaro mientras jadeaba en mi oído.

—¿Sientes lo que me haces? —susurró con voz entrecortada—. Vas a darme todo esta noche.

Yo apenas podía resistir, atrapado entre sus caderas y sus labios que me devoraban sin pausa. El control era suyo, y lo disfrutaba, llevándome cada vez más cerca del límite.

Mary seguía sobre mí, moviéndose con lentitud, luego otra vez se inclinó hacia delante y comenzó a besarme el cuello con suavidad. Bajó despacio, dejando un rastro húmedo con sus labios que descendía por mi pecho. Yo respiraba agitado, sin poder detener los temblores de mi cuerpo.

—Me encanta verte así… —susurró con una voz ronca mientras rozaba mi piel con su lengua—. Todo tembloroso… todo mío.

Sus labios continuaron hacia abajo, hasta mi abdomen, donde se detuvo para lamerme lentamente, marcando círculos con la punta de la lengua. Yo tenía una erección enorme sin poder contenerme, y ella lo notaba.

—¿Lo sientes? —me preguntó, dándome un pequeño mordisco juguetón antes de chupar suavemente la piel—. Cada vez que me retuerzo en tu cuerpo… me enciendo más.

Se detuvo un instante, mirándome a los ojos mientras sus labios seguían muy cerca de mi vientre. Su expresión era pura lujuria.

—Me calienta tanto verte rendido debajo de mí —confesó en voz baja—. Ver cómo pierdes el control solo con mi boca… Eso me excita de un hombre.

Sus besos se hicieron más intensos, mezclando succiones suaves con lamidos más largos, como si quisiera marcarme con su boca. Yo apenas podía hablar, solo gemir entrecortado, y eso la excitaba aún más.

—Eso… gime para mí —dijo con una sonrisa maliciosa—. Quiero escucharte, quiero que sepas que cada sonido tuyo me moja más…

Volvió a besarme el abdomen, más abajo, deteniéndose de nuevo para mirarme fijamente mientras pasaba la lengua lentamente sobre mi piel.

—¿Sabes qué es lo mejor? —susurró casi jadeando—. Que cada segundo que te beso y chupo el abdomen, siento cómo me derrito por dentro. Estoy muy mojada.

Mary jadeaba contra mi boca mientras mi ella tomó mi mano y la metió dentro de su ropa interior para que yo sintiera y tocará su vagina húmeda y tibia. Mi mano seguía atrapada entre sus piernas, guiada por la suya. Su respiración se volvía más rápida, más caliente, y sus movimientos sobre mis dedos eran cada vez más intensos. De repente me miró fijo, con los ojos encendidos, y me besó con una fuerza que me dejó sin aire.

—Ya no aguanto más… —murmuró entre jadeos, rozando sus labios húmedos sobre los míos.

Se levantó apenas, con la piel brillando de sudor, y comenzó a despojarse de lo que quedaba de su ropa. Su cuerpo quedó completamente desnudo frente a mí, y me sostuvo la mirada con una seguridad que me incendiaba. Lentamente se inclinó hacia abajo, tomó mi ropa interior y la bajó con un movimiento decidido, liberando mi erección. Sus manos agarraron mi pene y empezó a masturbarme de arriba abajo mientras soltaba un gemido ronco, excitada por lo que sentía en su mano.

—Mmm… duro, caliente… así me gusta —susurró mientras mordía su labio, con una sonrisa sucia y satisfecha.

Me tomó de la base, acariciándome con lentitud, y luego frotó la punta de mi pene contra su vagina empapada. El sonido húmedo y el calor de su sexo me arrancaron un gemido involuntario. Ella me miraba sin dejar de moverlo despacio contra sí misma, jugando con la tensión.

—¿Quieres meterte dentro de mí, cierto? —me dijo, jadeando, apretando su cuerpo contra el mío—. Pues hazlo… quiero sentir cómo me clavas, cómo me llenas.

Se acomodó sobre mí, guiando la entrada con su mano, y con un movimiento lento y firme comenzó a deslizarse hasta que me envolvió por completo. Ambos soltamos un gemido profundo. Sus uñas se clavaron en mi pecho mientras me miraba sorprendida, los labios entreabiertos.

—Dios… —jadeó, cerrando los ojos un instante antes de volver a mirarme—. ¡No esperaba que la tuvieras así… Oh Dios!

Su sorpresa se convirtió en un gesto de puro placer. Movió sus caderas despacio, penetrándose con mi pene y saboreando cada centímetro, y luego se inclinó para besarme con desesperación, sus gemidos vibrando dentro de mi boca mientras comenzaba a cabalgarme, cada vez más húmeda, cada vez más entregada.

Mary comenzó a moverse sobre mí con un vaivén lento, probando cada centímetro, disfrutando de la sensación de tenerme hundido en ella. Sus uñas se aruñaban en mi pecho mientras sus senos subían y bajaban frente a mis ojos, temblando con cada movimiento de su cadera.

Se inclinó hacia mí, jadeando fuerte contra mi oído:

—Mmm… me encanta montar la verga de un hombre así… sentir cómo me llena… —su voz temblaba, cargada de lujuria—. Te voy a enseñar lo que de verdad vuelve loca a una mujer.

Aceleró el ritmo, frotando su clítoris contra mí mientras me cabalgaba más fuerte, los gemidos escapándole entre mordiscos en mis labios.

Mary apretó mis muñecas contra la cama, inclinándose sobre mí mientras movía sus caderas con más fuerza. El choque de nuestros cuerpos llenaba la habitación de un ritmo húmedo y constante. Sus gemidos eran más intensos, casi gritos contenidos.

—¿Lo sientes? —jadeaba mientras se movía sin detenerse—. Me encanta estar encima, me encanta usar tu cuerpo… así… ahh… —mordió mi labio, mirándome con los ojos encendidos—. Voy a hacer que aprendas a dar placer, vas a recordarme cada vez que toques a otra mujer.

Su sudor caía sobre mi pecho, y cada embestida era más profunda, más desesperada. Sus movimientos tenían la seguridad de alguien que dominaba, pero en su mirada ya se notaba algo distinto: una sorpresa encendida, un destello que decía que lo que estaba sintiendo la estaba llevando más allá de lo que esperaba.

El ritmo de sus caderas se volvió frenético, húmedo, desesperado. Mary me cabalgaba con fuerza, inclinando la cabeza hacia atrás mientras gemía sin pudor, dejando escapar jadeos cada vez más rotos.

—Ahhh… sí… así… ¡no pares! —gritó entre respiraciones agitadas, clavando las uñas en mi pecho.

Sus músculos se tensaban alrededor de mí, apretándome con una fuerza húmeda que me volvía loco. Se inclinó hacia mi oído, con la voz quebrada por la excitación.

—Mmm… me encanta sentir cómo me estiras por dentro… eres mío ahora… todo tu cuerpo está bajo mi control…

Apretó su entrepierna con más fuerza contra mí, su clítoris rozando en cada embestida, y de repente un espasmo recorrió todo su cuerpo. Su vientre se contrajo, su respiración se quebró en un gemido prolongado y sus caderas se sacudieron contra mí, dejándola temblando.

La vi mirarme con los labios entreabiertos, los ojos semicerrados, y entendí que estaba siendo dominada por una oleada de placer.

Mary quedó unos segundos temblando sobre mí, con el pecho agitado y el sudor resbalando por su cuello. Su mirada ardía, húmeda, encendida de placer. Pero no se detuvo. Se mordió el labio y, todavía jadeando, empezó a mover sus caderas de nuevo, más rápido, más fuerte, como si quisiera exprimir hasta la última gota de placer de mi cuerpo.

—Mmm… no voy a parar… —susurró con la voz rota, mientras su vagina aun humeda se apretaba con desesperación alrededor de mí—. Quiero más… quiero que me comas hasta que no pueda respirar…

Me tomó del rostro y me besó con rabia, hundiendo su lengua en mi boca mientras su pelvis se estrellaba contra la mía una y otra vez. Sus gemidos eran más intensos, casi gritos cargados de lujuria.

—Ahhh… asi! —gritó, arqueando la espalda y apretando sus pezones con una mano mientras seguía cabalgándome sin descanso.

Yo ya estaba al borde, el calor creciendo dentro de mí sin control. Mary lo notó, me miró con esa sonrisa sucia y excitada, y apretó más fuerte contra mí, frotándose con violencia mientras jadeaba:

—¡No te corras todavía… quiero otro orgasmo encima de ti… ¡Dame más, MAS!!

Mary me cabalgaba con furia, cada embestida más húmeda y ruidosa que la anterior. El choque de nuestros cuerpos retumbaba en la habitación, mezclado con sus jadeos desbordados. Sus pechos se agitaban delante de mí, y sus uñas arañaban mis hombros como si quisiera marcarme.

—¡Dios, sí!… más… más fuerte… —gritaba, con la voz cada vezmás quebrada por la lujuria.

Aceleró todavía más, sus movimientos se volvieron erráticos, desesperados, como si buscara romperse sobre mí. Su clítoris se frotaba con fuerza en cada embestida y de pronto su cuerpo se tensó por completo. Soltó un grito ahogado, casi salvaje, mientras su vientre se contraía y su sexo palpitaba alrededor de mí con un calor insoportable.

—Ahhh… me corro… me corro encima de ti… —jadeó, hundiendo sus uñas en mi piel.

Su cuerpo temblaba, sudoroso, y sus movimientos descontrolados me exprimían sin compasión. Yo estaba al borde, gimiendo bajo ella, sintiendo cómo me exprimía con cada espasmo. Mary me miró con el rostro enrojecido, los labios temblorosos, y susurró con una sonrisa sucia:

—No pares… Ahora quiero que termines dentro de mí… quiero sentirlo todo…

Mary cayó exhausta sobre mí después de correrse con fuerza, pero todavía con esa mirada encendida. Me empujó suavemente, y con una sonrisa sucia se deslizó debajo de mí, abriendo las piernas sin pudor.

—Ahora te toca a ti… —jadeó, acariciando mi rostro con una mano mientras con la otra guiaba mi erección de nuevo a su interior—. Mételo… quiero que termines dentro de mí.

Me acomodé sobre ella y la penetré de un solo movimiento profundo. Mary arqueó la espalda y gritó con fuerza.

—¡Ahhh… sí!… así… más… —su voz se cortaba con cada embestida, apenas podía hablar mientras sus uñas se aferraban a mi espalda—. Dame todo… no pares… ¡más duro!

La embestía sin detenerme, cada vez más rápido, y podía sentir cómo mi cuerpo se tensaba, el final acercándose sin control. Ella lo notó y me miró fijamente, sudorosa, con el rostro desbordado de lujuria.

—¿Ya vas a correrte, ah? —susurró con voz rota, jadeando mientras mordía mi oído—. Hazlo… quiero sentirte crecer dentro de mí… córrete aquí, adentro, como un hombre de verdad.

Su respiración estaba descontrolada, sus gemidos cada vez más sucios, más rotos por la intensidad.

—Ahhh… sí… dame todo lo que tienes… lléname… ¡quiero sentir cómo me llenas por dentro! —gritaba mientras yo embestía con furia, perdiendo el control.

Un calor insoportable recorrió mi cuerpo y exploté dentro de ella, descargándome por completo. Mary me recibió arqueando su cuerpo, gritando entre jadeos mientras apretaba sus piernas contra mi cintura, hundiéndome aún más.

—¡Sí, así… todo dentro… no pares…! —soltó, estremeciéndose con cada espasmo que la recorría mientras yo terminaba dentro de ella.

Quedamos pegados, sudorosos, respirando agitados, hasta que mi cuerpo cayó sobre el suyo, agotado. Ella sonrió con malicia, acariciándome la nuca mientras todavía sentía mi calor dentro de ella.

—Mmm… así me gusta… —susurró, aún jadeante—. Que termines bien adentro… que me uses hasta quedarte sin fuerzas.

 

—Dame más, Mary… —le susurré en el oído con un tono desesperado—. No me hagas esperar tanto… necesito sentirte más.

Ella sonrió, con esa seguridad que me volvía loco. Me besó de nuevo, lento, con la lengua acariciando la mía, y me respondió jadeando:

—Lo sé… todavía estás ardiendo. Me encanta verte así, tan excitado.

Se recostó a mi lado, desnuda, con el pecho subiendo y bajando por la respiración agitada. Pasó sus dedos por mi abdomen, mirándome con una mezcla de lujuria y calma.

—Podríamos seguir… —dijo con una sonrisa cansada—. Pero déjame… un minuto…

Yo me acerqué a besarle el cuello, mordiéndolo suave, queriendo provocarla para que no se detuviera.

—No me hagas esperar tanto, Mary… —insistí en voz baja, con la erección todavía firme contra su muslo.

Ella soltó un gemido corto, se estiró sobre la cama y me acarició el pecho. —Relájate un poco conmigo… todavía queda noche…

Seguimos hablando unos minutos, yo tratando de calentarla de nuevo con besos en sus labios y caricias sobre sus senos. Pero poco a poco, noté cómo su voz se fue apagando, sus ojos se cerraban y sus labios se quedaban en silencio entre beso y beso.

Al final, Mary se quedó dormida ahí, desnuda a mi lado, todavía con el cuerpo tibio y la piel húmeda del sudor. Quizás cansada por lo que acabábamos de hacer, quizás porque sabía que yo aún la deseaba y eso la excitaba, pero también la agotaba.

Yo me quedé mirándola, todavía encendido, con ganas de más, sintiendo cómo mi cuerpo seguía pidiéndola, aunque ella ya se había dejado vencer por el sueño.

Ella estaba rendida, con el cuerpo húmedo, tibio y cansado por lo que habíamos hecho minutos antes. Dormitaba sobre la cama, respirando agitada, con el sudor aún resbalando por su piel. Yo seguía excitado, duro, incapaz de detenerme. Me acerqué lentamente, me acomodé entre sus piernas y la penetré suave, despacio, sintiendo cómo su cuerpo, aunque agotado, me recibía húmedo y caliente.

La penetraba con fuerza sostenida, sintiendo cómo su vagina, aún húmeda y caliente, me apretaba cada vez más. El ritmo era firme, sin pausas, buscando exprimir lo último que me quedaba. Mary, agotada, gemía bajo, con los labios entreabiertos, dejándose hacer. Sus músculos apenas reaccionaban, pero cada contracción interna me volvía más loco, como si su cuerpo me estuviera pidiendo más aunque ella ya no pudiera controlarlo.

El calor subió por mi vientre, mis testículos se tensaron y el momento llegó. Mi pene palpitó fuerte dentro de ella y la primera descarga espesa salió con fuerza, llenándola profundo. La sentí estremecerse, con un gemido entrecortado mientras mi semen la cubría por dentro. Cada embestida la hundía más en el colchón, y cada nueva oleada la hacía temblar aunque estuviera exhausta.

Yo gruñía entre dientes, sin soltarla, bombeando dentro de ella hasta vaciarme por completo. Sentía cómo el líquido caliente se acumulaba en su interior, desbordando la presión contra sus paredes húmedas. Sus piernas flojas se apretaban apenas contra mis caderas, como si me quisieran retener aún más adentro.

Cuando finalmente me detuve, quedé dentro de ella, jadeando, sintiendo mi pene todavía duro goteando lo último en su vagina empapada. El calor compartido era brutal, pegajoso, húmedo, como si la mezcla de su excitación y mi semen nos uniera en un desorden imposible de separar. Mary sonrió débil, rendida, con la piel enrojecida y los pezones aún duros, satisfecha de haberse dejado usar hasta el final.

 

—¿Otra vez…? —murmuró Mary, medio dormida, sintiendo cómo la penetraba suave.

—Sí… aún estoy excitado… necesito correrme.

—Mmm… estás duro otra vez… —jadeó con los ojos entrecerrados—. Hazlo entonces… cómeme, aunque la verdad es que estoy cansada.

—No puedo parar, Mary… te deseo demasiado.

—Eso me calienta… que no te canses de mí… que quieras usarme hasta acabar dentro.

—Eres perfecta… estas muy rica.

—Sigue… métemela más fuerte… quiero sentir tu verga llenándome otra vez.

—Estoy cerca… no aguanto más.

—No te detengas… quiero que termines dentro… me excita saber que no puedes controlarte conmigo.

—Ahhh… Mary…

—Sí… córrete… dame todo… quiero que me llenes… me encanta cuando un hombre se viene en mí…

 

El sudor se fue secando en nuestros cuerpos, y la respiración poco a poco recuperó su ritmo. No hubo palabras dulces ni caricias tiernas. Solo silencio, cuerpos exhaustos y la certeza de haber exprimido cada gota de deseo en esa habitación.

Cuando el amanecer se coló por las cortinas del motel, nos vestimos sin miradas largas ni promesas. Ella ajustó su vestido, yo busqué mis llaves. Apenas un par de sonrisas cómplices, como si hubiéramos compartido un secreto sucio y perfecto.

Salimos juntos, pero afuera cada uno tomó un rumbo distinto. Sin despedida romántica, sin ataduras. Solo dos cuerpos que se habían encontrado, se habían usado con todo el consentimiento y el fuego posible, y que ahora seguían adelante como si nada.

 

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