
Compartir en:
Bogotá nunca deja de dar sorpresas. Lo que me pasó anoche en un taxi todavía me tiene con la cabeza en otro lado.
Eran casi las 9 de la noche, yo estaba mamado esperando en la Séptima, con frío y con esa ansiedad de que no pasaba nada. Por fin paró un taxi amarillo, un spark viejito. Subí sin muchas expectativas, pero apenas vi al conductor se me encendió el radar: un man trigueño, barba de dos días, camiseta pegada al cuerpo y unos brazos marcados de tanto manejar. Ese tipo de macho que no necesita más para imponerse.
—“¿Pa’ dónde, va?”
—“Chapinero.”
Arrancó normal, pero al minuto ya me di cuenta de que el viaje no iba a ser cualquiera. El man no quitaba los ojos de mis piernas abiertas, mirándome por el retrovisor con esa sonrisa medio morbosa. Cada semáforo era lo mismo: su mirada bajaba, y yo lo dejaba. En vez de incomodarme, me estaba prendiendo como nunca.
En un cruce, se río y me dijo:
—“Parce, cierre esas piernas o me distrae y nos matamos.”
Yo, cagado de la risa, pero con el corazón a mil, le solté:
—“Pues no mire.”
—“¿Y cómo no voy a mirar, marica, si está bueno ese paquete?”
El ambiente cambió de inmediato. Ya no era charla normal, era juego. Sin pensarlo, se desvió por una calle oscura cerca a la plaza de Lourdes y parqueó. Me miró fijo, con esa seguridad que solo tienen los que saben lo que quieren.
—“Venga pa’ adelante, que yo no soy de miradas nomás.”
Me pasé al asiento del copiloto con un cosquilleo en el cuerpo. Apenas me senté, me puso la mano en la pierna, subiéndola hasta agarrarme el bulto.
—“Uy, papi, está bien armado… ¿se lo va a esconder o me lo va a mostrar?”
Me bajó el cierre sin esperar respuesta y me la sacó. Yo gemí bajito, viendo cómo me la sobaba con una mano dura, de obrero. Sentir su palma caliente fue como un chispazo directo a la verga. Yo no me aguanté y le respondí igual: deslicé la mano hacia su entrepierna, y cuando le abrí el pantalón casi me vuelvo loco. Tenía una verga gruesa, venosa, ya mojada en la punta.
Nos quedamos ahí, pajéandonos frente a frente, respirando agitado en el taxi cerrado, con el olor a gasolina y con el aroma de macho caliente. Él me decía al oído con voz ronca:
—“Eso, marica, hágale… sáquela toda, qué ricura… míreme a los ojos.”
Y yo le respondía con la voz entrecortada:
—“Está muy buena, que rica esa vergota, se le ve brutal así duro.”
El sonido de nuestras manos pajeándonos al mismo ritmo era lo único que se escuchaba, aparte de los gemidos bajos. Por un momento, Bogotá desapareció. Solo existían esas dos vergas palpitando en nuestras manos.
Él se inclinaba sobre mí, sudando, con la camiseta pegada al cuerpo. Me agarró la nuca y me hizo acercarme más, casi rozando nuestras bocas, pero sin llegar al beso. El morbo estaba en la tensión, en vernos a los ojos mientras nos jalábamos duro.
—“Quiero ver cómo acaba, papi… mójeme todo el carro si quiere.”
Yo estaba al borde. Sentía las piernas temblar, la respiración entrecortada. Lo vi morderse el labio, su cara de macho aguantando, y eso me remató. Empecé a venirme en chorros, manchando mi camiseta, la palanca de cambios y hasta el tablero. Apenas sentí la corrida, me jaló más fuerte y acabó él también, soltando un gruñido mientras su leche me cayó en la mano y en el asiento.
Quedamos jadeando, empapados, con el taxi convertido en un sauna improvisado. El olor era brutal: sudor, sexo fresco y gasolina. Nos miramos, todavía agarrándonos las vergas flácidas, con una sonrisa cómplice.
Se limpió rápido con un trapo viejo que tenía en la puerta, se acomodó el pantalón y arrancó el carro como si nada hubiera pasado. Solo me dijo, mirándome de reojo:
—“Bueno, parcero… la próxima la hacemos completa. Yo lo recojo donde sea.”
Yo llegué a mi casa, la mente dando vueltas y el número de un taxista que ya no pienso soltar. Desde esa noche, cada vez que veo un taxi amarillo, no pienso en transporte… pienso en verga.