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Habían pasado varios días desde aquella promesa suspendida en el aire, y ahora nos preparábamos para lo inevitable. Debo admitir que el primer encuentro fue algo torpe. Por eso decidí dejar pasar un tiempo, pero esa tarde bastó una mirada sostenida para encender un deseo imposible de ocultar.
Necesitábamos coincidir para sacar adelante un proceso conjunto, aunque nunca logramos estar totalmente solos. Hasta esa noche. Sin planearlo, coincidimos con Pablo, quien también hacía horas extra.
Quise evitarlo. No quería forzar un encuentro y volver a quedar insatisfecha. Caminé hacia su oficina con mi vestido azul de escote atrevido y las medias de liguero que hacían juego con mi ropa interior. Al entrar descubrí que no estaba solo: el jefe de operaciones lo acompañaba y su mirada indiscreta se clavó en mi escote. “Mejor vuelvo mañana”, dije, recogiendo mi orgullo. De regreso a mi oficina puse música suave, intentando sumergirme en mis pendientes y crear un espacio confortable para mí.
De pronto, un corte de luz interrumpió la rutina. Las pantallas se apagaron y el edificio quedó en penumbras. Caminé hacia el área común, donde aún había algo de iluminación, y sentí pasos tras de mí. El perfume de Pablo me delató que era él, y antes de avanzar más, su mano se posó en mi hombro, subió hacia mi cuello y detuvo mi marcha.
La energía volvió de golpe a la oficina, pero la tensión ya estaba encendida. Me pidió revisar un informe juntos, aunque su mirada hablaba un lenguaje distinto, cargado de segundas intenciones.
Sentados frente a frente, cada palabra se volvió más baja, más íntima, hasta transformarse en otra cosa. Mientras buscaba documentos en su laptop, nuestras manos se rozaban apenas, suficientes para desatar una corriente eléctrica en el aire. Pablo sostenía mi mirada más de lo debido, y yo, en lugar de apartarla, lo dejaba estar. La oficina, con su silencio cómplice, se transformaba poco a poco en un escenario distinto, cargado de promesas imposibles de ignorar.
Pablo se levantó despacio, como si midiera cada paso hacia mí, podía ver su erección y yo no quería ceder tan pronto a sus intenciones. Se inclinó detrás mío, y me dijo, "parqueadero, ahora!"
No iba a correr por una erección, así que continué mi trabajo y él atónito retrocedía y tomaba asiento de nuevo. Hubo unos minutos de silencio, guardé el trabajo, me levanté y dejando mis senos justo a la altura de su boca le dije "si quieres ir al parqueadero, quiero que me comas mi vagina aquí mismo debajo del escritorio, y solo si me haces empapar mi vestido iré contigo al parqueadero".
Mi invitación fue una orden, Pablo se dispuso a acomodarse bajo el escritorio y yo me quité mis bragas, comenzó a lamerme como si su vida dependiera de ello y con mi pie sentía su verga dura y dispuesta. Aunque tratara de mantener la compostura estaba deseando que me penetrara ahí mismo, quería apoyarme sobre el escritorio y sentir sus embestidas, pero no era posible, en cualquier momento podría llegar alguien.
Así que paramos, limpié su boca y lo besé, mientras tomaba la llave de su carro y le susurré "te espero en el parqueadero". Otra vez éramos unos adolescentes, parecía que la urgencia y las hormonas no dieran espera pero la verdad es que ese sótano oscuro era lo que más nos llenaba de deseo, ser vistos o escuchados era posible pero no importaba.
Allí llegué yo, abrí la puerta trasera y me acomodé en las sillas, retiré mi sostén y mis zapatos y comencé a estimularme no quería perder el calor que llevaba, luego apareció Pablo, entró en el carro y al verme instalada, sonrió y comenzó de nuevo a lamer y chupar mi vagina, yo solo cubría mi boca porque no aguantaba más, lo quería dentro de mí inmediatamente, cuando por fin sentí su miembro Pablo ahogaba mis gemidos con su mano y poco a poco aumentaba el ritmo, quería venirme, pero el quería alargar esa sensación que estaba creando para mi, diciéndome "quiero compensarte, no te corras todavía, quiero que lo hagamos al tiempo" así que ahora yo estaba encima de él y solo quería arquear mi espalda y sentirlo muy adentro mientras movía mis caderas, entonces él trataba de no hacer ruidos pero ya el movimiento del carro seguro nos delataba, y seguimos así hasta que yo estaba a punto de llegar y el se unió eyaculando en mi escote y mi cara.
Nos quedamos tumbados sonriendo como un par de colegiales, tocamos temas del trabajo mientras el se esmeraba en limpiarme y ajustar mis medias y mi sostén para regresar a la oficina.
Al regresar, el jefe de operaciones nos esperaba. Le expliqué que habíamos salido por un café y le mostré los avances del informe. En ese momento entró Pablo, casualmente con un café en la mano, lo que reforzó mi excusa. Noté en sus labios un rastro de mi pintalabios y, con un gesto rápido, le indiqué que se lo quitara. Martín salió de la oficina para continuar revisando otros equipos, y el silencio volvió a ocupar el espacio. Entonces apoyé mi cabeza en su hombro; sonreímos. La oficina seguía siendo la misma: pantallas encendidas, documentos por revisar, un informe pendiente. Pero entre nosotros, el ambiente estaba cargado, eléctrico, con la certeza de que no sería la última vez. La promesa de volver a desatar ese deseo flotaba ahí en el aire.