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Mi vida gira en torno a dos pasiones que, en realidad, son una sola. El pole dance y el sexo.
Para mí no hay diferencia. Subirme a un caño, abrirme de piernas y sostenerme sólo con la fuerza de mis muslos es el mismo vértigo que me corre por dentro cuando un hombre me penetra y siento que me estoy disolviendo en él. La danza me enseñó que la gravedad puede ser vencida, que el cuerpo tiene poderes ocultos, y el sexo me confirmó que no hay placer más honesto que rendirse al instinto.
Empecé a bailar pole a los diecisiete. En un estudio chiquito, con un caño gastado y espejos que devolvían mi reflejo sudado y torpe. Pero en ese torpe reflejo había algo más: una mujer que se miraba con deseo a sí misma. Ahí descubrí lo que hoy es mi verdad: que mi sensualidad no es un accesorio, es mi identidad. Cada giro, cada desliz, cada pose invertida era una confesión erótica. El pole me dio un lenguaje nuevo para decir con el cuerpo lo que siempre había querido gritar con la boca: quiero coger, y quiero hacerlo sin vergüenza.
Mi hambre por los hombres no tiene fronteras. No me enorgullece ni me avergüenza admitirlo: fui infiel en todas mis relaciones. Siempre. Aunque los amara, aunque jurara que con ese hombre sería diferente. La realidad es que mi deseo nunca supo de exclusividades. Y sí, me duele reconocerlo, pero también me calienta. Es un placer culposo, una cicatriz en mi piel que no quiero borrar. No hay fidelidad que pueda más que la fantasía de un cuerpo nuevo, de un olor desconocido, de una mano distinta recorriéndome como si yo fuera un territorio inexplorado.
Podría decir que escribo para justificarme, para que alguien me entienda, para que otras mujeres se animen a aceptar sus propios excesos. Pero sería mentira. Escribo porque necesito revivir cada escena. Porque cuando lo escribo, lo vuelvo a sentir en la piel, como si las letras fueran dedos. Como si cada palabra que pongo me abriera de piernas de nuevo.
Mi cuerpo es mi templo y mi condena. Soy una mujer hecha de curvas duras y blandas al mismo tiempo, músculos marcados por la danza y la acrobacia, pero con la suavidad de la piel que se eriza al menor roce. Mis piernas son largas y fuertes, capaces de sostenerme colgada de un caño, o de rodear la cintura de un hombre hasta dejarlo sin aire. Mis tetas no son perfectas ni grandes, pero me gusta cómo se mueven cuando salto o cuando gimo; cómo encajan en una mano grande, cómo se marcan los pezones cuando tengo frío o cuando estoy excitada. Mi culo… es un arma. Lo entrené bailando, saltando, apretando. Me gusta cuando me lo agarran con desesperación, cuando me lo muerden, cuando me lo marcan a cachetazos.
No busco halagos ni aprobación. Busco excitar. A vos, al que lee, al que vino a eso: a masturbarse con mis confesiones. Porque si algo aprendí en estos años de libertad es que el deseo se contagia, que el placer se multiplica cuando se comparte. Y yo soy insaciable. Soy Venus, y escribo porque no me alcanza con sentir: necesito que me sientan.
Escribo porque quiero que me conozcan de verdad. No esa versión recortada y educada que uno muestra en los almuerzos familiares, sino la mujer que se deja partir en dos por un tipo cualquiera en la oscuridad de un cuarto. La que se trepa a un caño y se abre de piernas hasta sentir que se quiebra. La que llora de placer y después se ríe porque sabe que no se arrepiente.
Mi visión de la vida es simple: estamos acá para sentir. Y yo siento todo con intensidad. No creo en el amor eterno ni en la fidelidad obligatoria. Creo en la entrega total del instante, en exprimirlo hasta que no quede nada, y después pasar al siguiente sin remordimientos. Mi religión es la piel, mi dios es el orgasmo, mi credo es el movimiento.
Venus no pide permiso. Venus se abre, se ofrece, se da. Y mientras me lean, mientras alguien se excite con estas palabras, voy a seguir escribiendo, porque es otra forma de bailar, otra forma de coger con la imaginación de otros.
Ayer fue viernes, y todavía me corre por la piel como si hubiera sido hace diez minutos. Me levanté temprano, con esa mezcla de cansancio y ansiedad que me da cada vez que sé que tengo una clase larga en el estudio. El pole es agotador, pero también es mi combustible. Llegué al estudio con la ropa justa, ese top rosa que ya tiene las marcas del sudor de tantas batallas, y el shortcito negro que me queda apenas por debajo del culo.
El lugar estaba lleno de energía: las chicas que ya se colgaban de los caños, la música fuerte, el olor a magnesio en el aire, las risas y los gemidos ahogados de esfuerzo cuando alguna se caía o no le salía el truco. Mi profesora, una mina con una espalda que parece esculpida en mármol, me guiñó el ojo cuando entré: “Hoy quiero verte volar, Ani”. Y yo le respondí con una sonrisa.
Calentamiento: planchas, abdominales, estiramientos que me dolían pero que me iban aflojando la pelvis. Después, a trepar. El frío del caño en las manos, el roce contra los muslos hasta que la piel arde, la sensación de vértigo cuando quedo boca abajo y solo mis rodillas me sostienen. Me encanta cuando siento que estoy a punto de caer, como si la caída misma fuera parte del orgasmo que me genera el baile. Las chicas aplauden cuando alguien logra un truco limpio. Conseguí hacer una inversión perfecta, con las piernas abiertas en V, el torso tirado hacia atrás.
Después de casi tres horas mi cuerpo estaba rendido pero vibrante. Tenía los brazos rojos, los muslos marcados de moretones, la cara empapada en sudor. Así salí del estudio, caminando hasta la parada del colectivo en Lomas de Zamora (Buenos Aires, Argentina), con la mochila colgando y el corazón acelerado todavía por la adrenalina.
Subí al bondi y me senté en el fondo, pegada a la ventana.
Ahí me vibra el celular. Era un mensaje de Víctor.
—“¿Dónde andás, diosa?”
—“Volviendo del estudio, hecha mierda pero feliz. ¿Vos?”
—“Laburando un rato, pero ya me quiero escapar. ¿Tenés planes para hoy?”
—“Nada fijo… ¿por?”
—“Porque tengo ganas de verte.”
Me reí sola, apretando el celular entre las manos.
Le contesté:
—“¿Ganas de verme o ganas de cogerme?”
Tardó segundos:
—“Las dos cosas, pero si tengo que elegir, la segunda.”
Sentí un calor recorrerme las piernas, como si me hubiera bajado la fiebre. Afuera pasaban las calles de Lomas, el ruido de la gente subiendo, el olor a colectivo viejo, y yo ahí, con el celular en la mano y un cosquilleo en el clítoris.
—“Mirá que vengo de una clase y estoy con la piel en carne viva. Toda transpirada todavía.”
—“Mejor. Así me sabés más rico.”
Me mordí el labio.
—“Decime qué me harías si estuviera al lado tuyo ahora.”
—“Te haría abrir las piernas arriba mío, ahí mismo en el asiento, aunque nos miren todos.”
—“Sos un hijo de puta, me calentás en el bondi.”
—“Ese es el plan, hermosa. Decime qué harías vos.”
Y yo, con las mejillas coloradas, escribí despacio:
—“Te bajo el cierre, te meto la mano entre las piernas, te pajeo bien rico y te hago acabar en mi boca.”
No me contestó de inmediato, y pensé que se había asustado. Pero no:
—“A la noche paso por vos. No me hagas esperar.”
Guardé el celular y me quedé mirando por la ventana, con las piernas apretadas entre sí. Sabía que esa noche iba a terminar con mi cuerpo rendido de nuevo, pero no por el pole, sino por él. El viernes ya había sido intenso, y todavía no había terminado.
Yo quería que al abrir la puerta sintiera que la noche le pertenecía, que me pertenecía. Me metí a la ducha, me enjaboné lento, dejé que el agua me recorriera como dedos invisibles. Me sequé despacio, me perfumé, y después fui al placard con una certeza casi obscena: elegí la blusa blanca, liviana, de tela finita, que se pega a la piel cuando tenés calor. Abajo, una minifalda negra, corta al límite de lo indecente, tan ajustada que parecía pintada. Y, lo más importante, la tanga roja. Roja como la sangre, como el deseo, como la advertencia y la pasión.
Me miré en el espejo y me mordí el labio. El reflejo me devolvió la Venus que quería ser esa noche: provocadora, encendida, casi pornográfica. No necesitaba más nada.
Cuando sonó el timbre, mi cuerpo ya estaba latiendo como un tambor. Abrí y ahí estaba él, con esa sonrisa canchera que me daba bronca y ganas al mismo tiempo.
—“La puta madre…” —murmuró al verme, repasándome de arriba abajo con los ojos.
—“¿Qué pasa?” —le pregunté, haciéndome la inocente.
—“Que me vas a volver loco vestida así.”
—“Ese es el plan, ¿no?” —contesté, girando apenas para que viera cómo la falda apenas tapaba el principio de mi culo.
Entró como un animal enjaulado que por fin encuentra salida. Me arrinconó contra la pared. Sentí el golpe seco de mi espalda contra el yeso, su respiración fuerte en mi cuello, su mano apretando mi cintura.
—“Hacía mucho que no tenía tantas ganas de alguien.”
—“Mentira, decís eso siempre.”
—“Puede ser, pero hoy lo digo en serio.”
Me besó con esa desesperación que yo necesitaba. Su lengua se metió en mi boca como un asalto. Yo lo agarré del pelo, lo apreté contra mí, sintiendo cómo su erección ya me buscaba a través del pantalón.
—“Decime qué color de bombacha tenés puesta.”
Me reí contra su boca.
—“Rojo pasión.”
—“Mostrámela.”
Me empujó un poco hacia atrás y levantó mi falda con brutalidad. Ahí estaba, brillando bajo la luz amarilla de la cocina. Me tocó por encima de la tela, despacio primero, y después más fuerte.
—“Estás empapada, hija de puta.”
—“¿Qué esperabas? Me calentaste desde el bondi.”
Me dio vuelta, me apoyó contra la mesada y me la bajó con un tirón que casi la rompió. Yo me abrí de piernas sin pensar, sintiendo el aire fresco entre mis muslos. Sus dedos entraron en mí con facilidad, como si ya hubieran estado esperándolos desde la tarde.
Gemí, mordiendo el borde de la blusa, mientras él me susurraba al oído:
—“Así me gusta, mojada y entregada.”
—“No me hagas esperar más, Víctor. Metémela.”
Se bajó el pantalón ahí mismo, y me penetró de una. Sentí el golpe seco, el cuerpo llenándome de calor, y lancé un gemido tan fuerte que seguro algún vecino escuchó.
—“Dios… cómo aprieta esta conchita.”
—“No pares, por favor, no pares…”
Me agarró de las caderas y empezó a bombear con fuerza, cada embestida me chocaba contra la mesada, el ruido de piel contra piel llenaba la cocina como música obscena. Yo empujaba hacia atrás, queriendo más, queriendo que me rompa.
En un momento me levantó en brazos, me sentó sobre la mesa y me abrió las piernas como un libro. La falda ya estaba hecha un ovillo en la cintura, la blusa arrugada y abierta, mis tetas escapando por el escote.
Me sostuvo de los muslos y me dio más rápido, más profundo, hasta que sentí el orgasmo subir como una ola imparable.
Me arqueé, lo miré a los ojos y grité su nombre mientras me escurría, con todo el cuerpo temblando.
Me moví sobre Victor como si estuviera frente a la barra de pole, pero en lugar de la música y los espejos, lo tenía a él, jadeando, con sus manos aferradas a mi cintura como si se estuviera hundiendo conmigo. Y ahí entendí que mi cuerpo es escenario aunque nadie aplauda: cada giro, cada arqueo, cada respiración entrecortada es una coreografía brutal y hermosa.
—Llevame a la cama —le dije.
Él obedeció. Me cargó y me llevó sosteniéndome del culo mientras yo me aseguraba a su cintura rodeándola con mis piernas.
Me tiró al colchón, se sacó la remera y terminó de desnudarse mientras yo lo esperaba ya con las piernas abiertas. Se me echó encima y procedió a arrancarme lo poco que me quedaba de ropa, mientras me devoraba a besos y mordidas.
Gruñó y me agarró del pelo. Y yo, lejos de resistirme, arqueé la espalda como en un backbend del pole, llevándolo conmigo, sintiendo su sexo entrar más profundo. Me sostuve con las manos en el borde de la cama, haciendo palanca con mis brazos como si fueran barras invisibles. La tensión en mi cuerpo era la misma que cuando sostengo un invertida: puro control disfrazado de abandono.
—Sos una puta hermosa —me dijo, ahogado.
Me encanta que me hable así.
—Y vos me das justo lo que necesito —le respondí, clavándole la mirada con descaro.
Lo giré con un movimiento rápido, usando mis piernas como si fueran lazo, montándolo arriba como si ejecutara un spin. Me dejé caer, rodando la cadera como cuando hago bodywave en la barra, ese movimiento ondulante que arranca suspiros en clase, solo que esta vez arrancaba gemidos profundos de Victor.
—No pares, por dios, no pares… —su voz sonaba rota.
—¿Así te gusta? —le pregunté, apretando con fuerza mi pelvis contra la suya—. Como si bailara encima tuyo.
Salté de un movimiento a otro: lo montaba como cowgirl y después me impulsaba hacia atrás, apoyando las manos en el colchón, arqueando mi cuerpo en una especie de puente, sosteniéndome solo con piernas y brazos. Un truco de pole llevado a la cama, un equilibrio imposible que me hizo sentir invencible y puta a la vez.
Victor me miraba como si no entendiera qué estaba pasando, como si estuviera viendo un show privado en el que él era espectador y protagonista. Me arrancó un grito cuando me empujó de golpe hacia abajo, embistiéndome con fuerza.
Lo sentí rendirse en mi control. Sus manos ya no buscaban manejarme, solo sostenerse. Yo era la que marcaba el ritmo, como en mis prácticas, golpeando con la música invisible de nuestra respiración, de nuestra piel chocando, del colchón protestando. En cada cambio de posición yo era la directora, la bailarina y la puta.
Victor me dio vuelta con una violencia tan natural que me hizo sentir ligera, como si fuera de trapo, como si mi cuerpo estuviera hecho para obedecerle. Boca abajo contra el colchón, con el pelo tapándome media cara y la respiración entrecortada, entendí que no hacía falta resistirme: yo quería esa fuerza, esa brutalidad de macho que me dejaba dominada y a la vez excitada hasta la locura.
Me empujó la espalda con una mano, fuerte, obligándome a hundirme contra las sábanas, y con la otra me abrió las caderas. Yo no esperé ni un segundo: arqueé la espalda con un gemido, levanté el culo como si lo ofreciera en bandeja.
—Dale, cogeme —le dije en un susurro ronco, desesperado.
Él no contestó. No necesitaba. Me embistió de atrás con un golpe seco que me arrancó un grito ahogado contra el colchón. La fricción era feroz, como si me estuviera marcando desde adentro.
—¡Así, sí! —jadeé, con la cara hundida en la almohada, apenas levantándola para respirar—. ¡Así, más fuerte!
—Sos mía ahora… —gruñó entre dientes, clavándome la pelvis como si me quisiera partir en dos.
Los sonidos se mezclaban: mis gemidos que rebotaban contra las paredes, su respiración animal, el chirrido del colchón que parecía a punto de romperse. Y yo, ahogándome en mi propio deseo, moviendo las caderas para recibirlo más hondo, más rápido, como si no existiera nada más en el mundo que esa penetración brutal.
—¡Sí, Victor, sí! —grité, perdida en la mezcla de dolor y placer que me sacudía entera—. ¡No pares, no pares!
Él aumentó el ritmo, cada embestida era más desesperada, como si se le fuera la vida en vaciarse dentro mío. Sentí cómo su control se iba resquebrajando, cómo se volvía puro instinto. Sus manos me apretaban los glúteos con tanta fuerza que me ardía la piel, y yo me arqueaba más, ofreciéndome, rendida, deseosa de que me explotara encima.
—¡Cómo me gusta tu culo, pedazo de puta! —dijo con voz quebrada por el esfuerzo.
—Es tuyo esta noche —contesté entre jadeos, apretando los dientes mientras el calor se extendía por mi vientre.
De repente, lo sentí salirse de mí con un gruñido ahogado. Me mantuvo en la misma posición, el culo bien arriba, mientras se masturbaba con violencia. En segundos lo escuché explotar:
—¡Ahhh... !
Su leche caliente me bañó el culo en un chorro espeso y feroz. Gemí al sentirlo caer sobre mi piel, deslizarse entre mis nalgas como una marca indeleble. Quedé ahí, temblando, jadeando contra el colchón, con la espalda arqueada todavía, como si mi cuerpo no quisiera soltar la postura de entrega.
—Mirá cómo me dejaste, toda chorreada —le dije, sonriendo apenas, sin darme vuelta, sintiéndome sucia y hermosa.
Victor respiraba fuerte detrás mío. Podía escucharle los gruñidos de satisfacción, el peso de su cuerpo derrumbándose sobre la cama.
—Sos una hija de puta deliciosa —me dijo al fin, todavía sin aire.
Sabía que estaba agotado, lo sentía en su respiración irregular, en la manera en que el colchón temblaba bajo su peso. Pero yo no sé quedarme quieta después de acabar; el cuerpo me pide más, aunque sea en forma de juego, de roce, de ese contacto húmedo.
Me dejé caer despacio de costado y me giré hacia él, todavía con las piernas abiertas. Lo busqué con la mano, encontré su miembro aún palpitante, rosado, casi sensible de más. No me importó: me pegué a él y empecé a frotarme, deslizando mis glúteos, mis muslos y mi sexo húmedo contra su piel empapada. Sentí su calor mezclarse con el mío, una pasta tibia que nos embarraba a los dos.
—Qué hermosa pija tenés —le dije entre risas jadeantes, empapándome más adrede.
Victor gruñó, primero con fastidio fingido y después con esa risa grave que me encanta.
—Pará, me estás matando, nena.
Seguí restregándome, como una gata en celo, frotando mi clítoris contra la base de su verga húmeda. Yo sabía que le estaba doliendo de sensibilidad, pero también sabía que le encantaba verme así, hambrienta incluso después del estallido.
De golpe, en un gesto brusco, me agarró del pelo con fuerza. Me jaló hacia atrás, inclinándome la cabeza hasta quedar arqueada, mirándolo al revés, con mi boca entreabierta y los labios brillosos de saliva.
—¿Querías joderme? —me dijo con una sonrisa torcida, todavía sin soltarme el pelo—. Ahora bancátela.
Se incorporó despacio, y de repente lo vi pasar por encima mío. Sus piernas se acomodaron a ambos lados de mi torso, como si me enjaulara, y su sombra se proyectó sobre mi cuerpo desnudo. Su miembro seguía duro, aunque más pesado, y bajó directo hacia mi boca. Me lo metió sin aviso, tibio, denso, todavía enchastrado con su propia eyaculación.
—Tomá, limpiame vos ahora —gruñó, empujando apenas la cadera hacia adelante.
Gemí con la boca llena, tragando su sabor fuerte, la mezcla metálica y espesa que me llenaba la garganta. Me sostuvo el pelo con más firmeza, obligándome a mantener la boca abierta mientras sus últimos espasmos temblaban dentro mío.
—Dale, chupala bien, que todavía late —me ordenó entre dientes.
Me entregué, succionando despacio, limpiando con la lengua cada resto, como si lo devorara por dentro. Sentí su respiración agitarse otra vez, aunque ya sin la urgencia de antes, más bien con un placer de revancha, como si necesitara dejar en claro quién mandaba.
Cuando al fin me soltó el pelo, yo bajé la cabeza contra el colchón, exhausta pero con una sonrisa pícara en los labios.
—Sos un animal, Victor —le dije, todavía con la voz ronca—. Te re cebás.
Se desplomó a mi lado, tirándose de espaldas y dejando escapar una carcajada áspera.
—Y vos no parás nunca, Anabella —contestó, mirando el techo como si estuviera agradecido de seguir vivo después de semejante revolcada.
Me giré para mirarlo, con el pelo desordenado pegado a la cara y el cuerpo todo marcado por su fuerza. Lo besé en el pecho, suave, como si en ese gesto pudiera borrar la ferocidad anterior.
—¿Estás bien? —le pregunté, jugando con mi dedo en su abdomen sudado.
—Me dejaste seco, hija de puta —dijo enseguida, cerrando los ojos—. Dame veinte minutos aunque sea, insaciable.
Me reí contra su piel, sabiendo que ese “veinteminutos” era la promesa velada de otra ronda más adelante.
Quedamos tendidos en la cama como si hubiésemos peleado una guerra. El aire era denso, espeso de tanto jadeo acumulado, de sudor, de olor a sexo impregnado en las sábanas. Yo tenía la cara aplastada contra su pecho, todavía caliente, y sentía sus latidos desacompasados, como si mi propio corazón hubiera migrado adentro suyo.
Él respiraba profundo, con la boca entreabierta. Me encantaba mirarlo así, destruido, agotado por mí, como si me hubiera dado todo lo que tenía y aún así yo siguiera deseándolo. Pasé un dedo por su abdomen sudado, dibujando líneas invisibles.
—Sabés que sos un hijo de puta hermoso, ¿no? —le dije en voz baja, con una sonrisa que no se veía pero se sentía en mi tono.
Victor soltó una carcajada seca, breve.
—Y vos sos una nena peligrosa. Me vas a dejar seco un día de estos.
—Eso querés vos —le retruqué, mordiéndole el pecho.
Se acomodó un poco, puso la mano sobre mi culo y lo apretó con desgano, como marcando su territorio aun sin fuerzas.
El calor de su piel me arrulló más que cualquier manta. No sé en qué momento exacto me venció el sueño, pero lo último que recuerdo es tener el oído pegado a su pecho, escuchando ese tambor desordenado que al fin se fue calmando. Ni siquiera me importó la incomodidad de estar pegajosa, con los muslos húmedos, el pelo apelmazado de sudor y los restos de su semen todavía en mi culo. Era como si mi cuerpo dijera basta y se rindiera ahí mismo, encima del suyo, vencida pero satisfecha.
Nos dormimos así, como animales que se acaban de despedazar. Sin caricias tiernas, sin palabras dulces, sin la ridiculez de un abrazo romántico. Era cansancio puro, brutal, el cuerpo apagándose porque ya no podía más.
Cuando abrí los ojos al otro día, la luz del sol se colaba descarada entre las persianas. Tenía la boca seca, la garganta áspera de tanto gemir y gritar la noche anterior. Me moví apenas y sentí su brazo todavía sobre mi cintura, pesado, protector sin proponérselo.
—Buen día, terremoto —murmuró Victor, con la voz cascada, medio dormido todavía.
—Buen día, bestia —contesté, arrastrando las palabras mientras me estiraba como una gata.
No hubo besitos en la frente ni palabras empalagosas. Hubo algo más honesto: un silencio compartido y una necesidad animal que volvió a despertar en segundos. Me giré hacia él, lo encontré ya con una sonrisa ladeada, como si me leyera la mente.
—¿Otra vez? —dijo, con esa media risa incrédula.
—Obvio. ¿Qué esperabas, irte sin desayunarme tu pija? —le mordí el labio inferior y él ya estaba endureciéndose contra mi vientre.
El mañanero fue rápido, sin adornos, puro instinto. Me arrastré hacia su entrepierna y se la chupé, saboreándola, mordiéndo ese órgano endurecido por mí, besando y sucionando el glande humedecido por sus propios fluidos. Después me subí arriba de él, todavía medio adormecida, con el pelo desordenado y la voz ronca. Lo cabalgué con movimientos cortos, intensos, buscando mi placer sin rodeos, como quien se toma un café fuerte antes de salir a la calle. Él me agarró los muslos con fuerza, y gruñó:
—Estás loca, Anabella. Me vas a matar.
—Morite entonces —jadeé, acelerando el ritmo—. Pero morite adentro mío.
Acabamos casi al mismo tiempo, entre jadeos y un par de risas ahogadas, como si todo fuera un chiste sucio compartido. No fue romántico, no hubo ternura. Fue simple, directo, un reinicio del cuerpo para arrancar el día.
Después me bajé de él y me tiré de espaldas, mirando el techo. Victor se levantó primero, fue a la cocina y volvió con un vaso de agua que me alcanzó sin decir nada.
—Gracias —le dije, tomándomelo de un trago.
—Hoy laburo todo el día.
—Yo tengo que ir al estudio —respondí, acomodándome el pelo y juntando mi ropa del piso.
Nos vestimos sin apuro, pero tampoco con la solemnidad de una despedida. Era la naturalidad de dos cuerpos que se cruzan, se devoran y después siguen cada uno su camino.
—Nos hablamos —dijo él, dándome una palmada en el culo mientras pasaba a mi lado.
—Obvio —le contesté, guiñándole un ojo—. Vos avisame cuando quieras otro terremoto.
Salí a la calle con la sensación pegada en la piel, el sexo todavía latiendo, la mente revuelta. No había promesas, no había compromisos. Solo quedaba la certeza de que, cuando nos diera hambre de nuevo, nos volveríamos a encontrar para repetir la guerra.