Hola primero que todo me disculpo si este no es el apartado para este tipo de historia. Hoy les voy a contar una historia que me paso hace un tiempo. Yo estaba buscando sex casual en una app que inicia por T. Allí conocí a una nena muy interesante.

Se llamaba Laura, 28 años, morena, con una seguridad y un estilo super. Hablamos por unos días hasta que La conocí personalmente en un bar de Chapinero, la conversación fluyo super, terminamos hablando de sexo sin tapujos y ella, con esa mirada pícara, me dijo:

—Yo tengo un fetiche que pocos hombres aceptan… ¿Será que usted sí me deja?

Yo me reí entre curioso y arrecho.

—Depende de qué tan raro sea, ¿no?

—No es raro —contestó sonriendo—, es rico. Pegging, papi. Yo con mi arnés y usted de goloso.

Se me quedó viendo como si me desnudara con los ojos. No tuve que pensarlo mucho. Ese atrevimiento me calentó.

Terminamos en mi apartamento. Apenas entramos, ella sacó de su bolso un arnés negro que tenía un dildo grueso como de 19 cms, realista, con venas marcadas. Me quedé mirándolo con la verga palpitando.

—¿Está listo para probar algo nuevo? —preguntó, mordiéndose el labio.

—Hágale —le dije, sintiendo cómo el culo me empezaba a dilatar.

Nos besamos con hambre, ella me mordía el cuello y me empujaba hacia la cama. Se quitó la blusa, el sostén, y sus tetas firmes rozaron mi pecho. Yo estaba duro, así que me bajé el pantalón y me tiré en la cama.

—No, papi, no crea que esto es así de fácil. Hoy manda es mi verga. Póngase en cuatro —me ordenó.

Ese tono me partió la cabeza. Obedecí, quedé con el culo en alto y el verga re dura de las ganas. Ella me sobó las nalgas, me escupió entre las piernas y empezó a jugar con un dedo.

—tranquilo, papi, que yo te la meto sabroso.

Sentí cómo me fue dilatando, primero lento, después más profundo. Mis gemidos eran un desorden.

—Eso, marica… así, qué rico —me decía mientras me preparaba.

De repente escuché el sonido del látex ajustándose. Me volteé y la vi colocándose el arnés, acomodando ese dildo como si fuera su propia verga. La imagen me encendió como nunca.

—Míreme, papi… míreme cómo me le voy a clavar —dijo con voz baja, poniéndose detrás de mí.

De un empujón me la metió, gruesa, dura. Gemí como una puta y me aferré a las sábanas. El dolor se mezcló con un placer brutal. Ella empezó despacio, bombeando rítmico, hasta que me acostumbré.

—Eso, así me gusta, que lo sienta. Tiene un culo divino.

Yo gemía, moviéndome con ella, cada embestida más fuerte. El cuarto se llenó de nuestros jadeos y del sonido de la piel chocando. Me jaló del pelo y me arqueó la espalda.

—Pídala, papi, dígame que lo culeé más.

—¡Cúleme más duro, hp! —grité, perdido la calentura y la arrechera.

Ella obedeció. Me taladraba sin compasión, con un ritmo animal. Yo estaba empapado de sudor, con la verga mía a punto de reventar.

—Qué rico lo mueve, gonorrea… me va a matar —le decía entre gemidos.

Me pegó nalgadas, me hablaba sucio al oído, me trataba como suyo.

—Usted es mi puta esta noche, ¿oyó?

—Sí, lo soy… soy suyo —contestaba yo, completamente rendido.

Me agarró de la cintura y aceleró más. El placer era insoportable, sentía la próstata explotando.

—Véngase, marica, córrete para mí perra —me gritó.

Y no aguanté más. Me vine con un gemido largo, me vine chorreando sobre la cama. Ella no paró hasta asegurarse de que me sacó hasta la última gota. Luego se quedó quieta, respirando fuerte, y me dio una nalgada final.

—Se portó bien. La próxima vez se la meto con uno más grande.

Yo apenas podía hablar, estaba mamado, pero seguía muy ganoso.

—Haga lo que quiera… pero vuelva a hacérmelo.