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Conocí a Viviana cuando todavía vivía en el departamento de Consti con Lucas, antes de que nos mudáramos. Ella estaba en el cuarto piso, yo en el segundo. Me acuerdo perfecto la primera vez que la vi: un vestido rojo ajustadísimo, tetas enormes y firmes que parecían desafiar la gravedad, las caderas anchas pero marcadas, la cintura chiquita como de veinteañera y esas piernas torneadas que parecían hechas para ser miradas con morbo. Tenía cuarenta y un años, pero si no me lo decía, yo le hubiese puesto treinta, y con toda la furia. Era mezcla de señora madura que ya sabe lo que quiere y de bomba sexual que no le pide permiso a nadie. Y yo pensaba: “la puta madre, ojalá yo me vea así cuando llegue a su edad”.
Lo que pasaba con Vivi era que tenía un matrimonio hecho mierda. Jorge, el marido, le aguantó cinco cuernos… cinco. Hasta que un día el tipo dijo basta y le pidió el divorcio. Yo me lo crucé en el ascensor una vez, antes de que se fuera, con cara de muerto en vida, como si supiera que todos en el edificio comentaban lo mismo: “esa mina se garchó a medio mundo y vos fuiste el último en enterarte”. Y ahí fue cuando Vivi, en vez de frenarse, explotó. Como si el divorcio le hubiera dado vía libre para dejar salir toda la calentura contenida. Empezó a abrirle las piernas a cuanto hombre le gustara o le trajera algún beneficio. Vecinos, pibes más jóvenes, tipos casados, etc. Yo misma me crucé varias veces con ella en el pasillo, despeinada, con olor a sexo fresco y con esa sonrisa de zorra satisfecha que no necesita explicación.
La mina se hizo un OnlyFans, y ahí fue que se armó el candombe. Todos en el edificio nos enteramos. No porque ella lo ocultara mucho, sino porque era obvio que alguien la iba a escrachar. Y sí, se filtró, como pasa siempre. El tema más heavy no fue que los vecinos nos morfáramos las fotos y los videos de ella metiéndose dildos enormes o cabalgando a un pendejo de veinte años. El verdadero drama lo vivía su hijo, Santiago, que tenía quince años y estaba en pleno colegio secundario. Imaginate: los compañeros se pasaban los links, las capturas, y lo cargaban con la concha de su vieja en HD. El pibe no podía ni mirar a la cara a nadie. Yo lo vi bajar la mirada en el hall del edificio, colorado, como queriendo que se lo trague la tierra. Y lo entendía, porque debe ser lo más humillante del mundo: que la mina que te dio la vida sea la misma con la que los demás se pajean mirando. O la que se entrega sin culpa.
Pero claro, a Vivi eso parecía importarle cada vez menos. Una tarde, tomando un café en mi cocina, me lo dijo sin filtros:
—Boluda, yo sé que al pendejo le cuesta, pero es mi vida. Yo tengo derecho a disfrutar. No voy a pasarme el resto de mis años haciéndome la monja.
Y yo le contesté, medio riéndome, medio provocándola:
—Sí, Vivi, pero te lo garchás hasta al portero del edificio. ¡Un poco de discreción no vendría mal!
Ella se cagó de risa, me miró fijo con esos ojos verdes que parecían querer devorarme, y me dijo:
—Si me calienta, me lo cojo. ¿Qué tiene de malo?
Y ahí, juro que por un segundo, me dieron ganas de besarla. Tenía esa forma de hablar que te hacía imaginarla en la cama, mandando, gritando, pidiendo más.
Me contó que una de las veces más intensas fue con… ¡un padre de un amigo de su hijo! Lo decía con un orgullo obsceno, como si saboreara el morbo:
—El tipo me agarró contra el lavarropas y me hizo acabar tres veces. Me decía al oído: “sos la mamá más puta que vi en mi vida”. Y yo, ¿sabés qué hice? Le dije que tenía razón. Porque me encanta. Me calienta que me digan puta.
Yo la escuchaba y me corría un cosquilleo entre las piernas. Y Lucas, si llegaba a escuchar, se volvía loco, porque con él siempre jugábamos a fantasear con otras personas.
Después vino lo del OnlyFans, que ella me mostró desde su propio celular:
—Mirá, boluda, mirá lo que subí ayer.
Era un video de ella chupando una pija enorme, mirando a cámara como si estuviera hipnotizando al espectador. Se la tragaba toda y después la sacaba chorreando baba, diciendo: “¿te gusta cómo te la chupo?”.
Me dio vergüenza y excitación al mismo tiempo. Le dije:
—Sos una hija de puta, Vivi, me estás mojando la bombacha.
Y ella, con la sonrisa de zorra tatuada en la cara, me contestó:
—Cuando quieras, te enseño algunos trucos, nena.
Lo que pasaba era eso: yo la admiraba y la deseaba, a la vez que veía el desastre emocional que le dejaba al hijo. Una mezcla de fascinación y escándalo. Y ahí entendí que la verdadera tragedia no era que Vivi fuese una puta desatada —porque eso, en realidad, era lo más auténtico de ella—, sino que Santiago iba a tener que cargar con esa imagen para siempre.
Y en mi cabeza resonaban las palabras que ella me dijo esa tarde, con un vaso de vino en la mano:
—¿Sabés qué, Vicky? Prefiero que me digan puta todos los días, antes que sentirme muerta en vida.
Yo siempre tuve con Vivi esa complicidad de vecinas que se cuentan lo que no se atreven a decirle a nadie más. Ella venía a casa, se sacaba los tacos, tomábamos un café, y terminábamos hablando de los tipos que se cogía como si estuviéramos en una sobremesa eterna. Yo la escuchaba, me calentaba y a veces me daba culpa, porque al mismo tiempo sentía empatía por Jorge y por Santi. Era como ver un incendio en vivo: no podías dejar de mirar aunque supieras que iba a arrasar con todo.
Lo curioso es que Lucas también terminó metiéndose en esa novela. Una vez, bajando al hall, se cruzó con Jorge. El pobre tipo estaba arruinado, con las ojeras colgando y el gesto duro. Lucas me contó después lo que charlaron. Según él, fue Jorge el que sacó el tema, como si necesitara desahogarse con alguien, aunque fuese con mi novio.
—Boluda —me dijo Lucas esa misma noche, mientras me desnudaba—, no sabés lo que es ese tipo. Está lleno de bronca, pero no la sabe usar. Me dijo: “¿Te das cuenta lo que hace? ¿Te das cuenta que en vez de reconocer lo que pasó se puso a venderse en internet? ¿Vos entendés lo que es abrir el celular y ver que la madre de tu hijo aparece chupando pijas en una página para pendejos?”.
Yo lo miraba a Lucas con los ojos enormes, la tanga ya colgando de un costado, y sentía la contradicción. Porque me calentaba que me lo contara mientras me apretaba contra la cama, pero al mismo tiempo me daba pena ese hombre destruido.
Lucas siguió relatándome la bronca de Jorge mientras me mordía un pezón:
—Me lo dijo con una rabia contenida, como si quisiera romper algo. “Esta mina se ofrece como una puta barata, ¿entendés? No le alcanza con haberse cogido a medio edificio, ahora tiene que cobrar. ¡Como si eso la hiciera menos puta!”. Y yo lo escuchaba y pensaba en vos, Vicky, en cómo te ponés cuando me decís que te calienta que te digan puta.
Yo gemía, me arqueaba bajo su cuerpo, y entre jadeos le dije:
—Decímelo vos también, forro. Decime puta.
—Sos mi puta, Vicky. Mi puta caliente. Pero ¿sabés qué me sorprendió más? —me dijo entre embestida y embestida—. Que el tipo nunca nombró al hijo. Nunca. Como si el pibe no existiera. Como si toda la bronca que tenía le tapara los ojos y no viera que el que la está pasando como el orto es Santiago.
Y ahí me quedé pensando, mientras sentía la pija de Lucas empujarme fuerte: sí, claro, pobre pibe. El tipo desahogándose en su odio, en su orgullo pisoteado, y el hijo tragándose la vergüenza de ver a su vieja convertida en el chiste del colegio.
Después, en la calma pegajosa del sexo, Lucas se prendió un cigarro y me lo dijo más claro:
—Jorge no odia que lo haya engañado, odia que ella disfrute. Eso es lo que no soporta. Que ella, en vez de arrodillarse y pedir perdón, se haya abierto más de piernas y encima cobre por mostrarlo. Eso lo destruye.
Y yo pensé que tenía razón. Jorge nunca pudo contra esa mujer. Nunca supo qué hacer con una mina que se le escapaba de las manos. Y ahora que la veía exhibirse como una diosa sucia para miles de pajeros, su ego se estaba desangrando.
Se lo conté después a Vivi, riéndome un poco, pero con cuidado. Ella levantó la ceja y me dijo, con esa voz áspera y cargada de provocación:
—Que se joda, Vicky. Yo no le debo nada. Él se cree que porque fue mi marido me tiene que controlar la concha. ¿Qué culpa tengo yo de que no me alcanzara con su pija tibia?
—Pero, Vivi… ¿y Santi? —le pregunté, bajando un poco la voz.
Ella suspiró, se pasó la lengua por los labios como si no quisiera contestar, y al final dijo:
—Ya va a entender. Es chico.
Esa fue la primera vez que me dieron ganas de sacudirla. De decirle que no todo podía reducirse al sexo. Pero en vez de eso, me quedé callada. Porque también me calentaba. Porque me hacía imaginarla desnuda, con esos pechos perfectos rebotando sobre un tipo cualquiera, mientras yo la espiaba por la rendija de una puerta.
Era así, con Vivi: una mezcla de empatía, enojo y deseo. La odiaba y la admiraba en la misma medida. Y al final siempre ganaba lo mismo: el fuego entre las piernas.
Me acuerdo de una tarde en la que yo estaba volviendo del súper con unas bolsas, transpirada y de mal humor, y cuando salí del ascensor la vi. Ahí estaba Vivi, apoyada contra la baranda de la escalera, seria, pero aun así con ese magnetismo de hembra que no se le iba nunca. Apenas me vio, cambió la postura, se enderezó y se me vino con una sonrisa medio forzada.
—Hola, Vicky —me dijo, con voz grave pero cálida.
Yo la saludé, la miré de arriba abajo y casi se me caen las bolsas. Tenía puesto un vestido negro azulado con brillos, de esos que parecen pintados en la piel. Súper corto, apretado, sin tirantes, y abajo de todo eso unos tacos aguja que la hacían parecer más alta, más peligrosa todavía, sosteniendo y estilizando unas piernas hechas para ser adoradas y manoseadas por mil manos.
—La puta madre, Vivi… —le solté riéndome—, estás para matar.
Ella, como si se alimentara de eso, me miró con cara felina, ladeó la cabeza y apoyó una mano en la pared. Me giró un poco el cuerpo, posando, y me dijo:
—¿Viste? Es para esta noche. Me junto con un cliente… un cincuentón con mucha guita que me paga lo que quiero con tal de verme así.
Me lo dijo con esa seguridad obscena que me dejaba siempre al borde entre la admiración y la calentura. Pero esa vez había algo raro en sus ojos. Una sombra, como de fastidio. Yo lo noté enseguida.
—¿Qué te pasa? Tenés cara de culo, más allá de que estás hecha un fuego.
Suspiró, bajó la mirada un segundo y después la clavó en mí, como si necesitara largar la bronca.
—Es Santi.
Yo automáticamente me puse seria.
—¿Qué pasó?
Ella se acomodó el vestido, como si le pesara, y se mordió el labio.
—Volvió del colegio hecho una furia, angustiado, mal. Yo ya sabía que todos en la escuela se habían enterado de lo mío… —me miró directo, sin culpa—. Pero hoy fue distinto. Hoy me dijo que hay un grupito de pibes que lo joden. Que le dicen: “che, ya compramos los packs de tu vieja, mirá cómo se la cogen” y también "¡Tremendo ojete tiene tu mamá!". Y que se los mostraron, Vicky. Le mostraron el video en el celular, ahí en la cara.
Me quedé helada.
—¿En serio, Vivi? ¿Le hicieron eso?
Ella asintió, con bronca.
—Sí. Y me puteó a mí. Me gritó que le arruiné la vida, que soy una vergüenza, que no quiere ni mirarme. Y yo… —sacudió la cabeza, con un gesto extraño, mezcla de orgullo y culpa—. Yo le dije que no tenía por qué espiar mis cosas, que yo hago lo que quiero. Pero adentro me dolió, boluda.
La escuchaba y me chocaban dos cosas: la madre herida y la puta orgullosa en el mismo envase. No podía dejar de mirarle las tetas apretadas en ese vestido, la piel brillante bajo la luz del pasillo, los labios pintados como un pecado. Y al mismo tiempo pensaba en ese pibe, humillado frente a todos, con la cara ardiendo de vergüenza mientras le mostraban los videos de su propia madre chupando pijas.
—Mirá, Vivi… —le dije despacio—. Entiendo que quieras vivir tu vida, disfrutar… yo también lo haría. Pero Santi es un pendejo. No sabe cómo manejarlo. Y eso lo está destruyendo.
Ella se me acercó, el perfume me pegó directo en la nariz, dulce y fuerte, como un veneno.
—¿Y qué querés que haga, Vicky? ¿Que deje de coger? ¿Que me encierre? No puedo. No quiero.
Me salió medio en chiste, medio en serio:
—Por lo menos que no se enteren todos los compañeros de tu hijo que tenés la concha más cara del barrio.
Ella se rió, con esa carcajada ronca que siempre me hacía temblar.
—Ay, boluda, me lo decís así y me calienta. ¿Sabés cuántos se matarían por pagarme?
Me agarró del brazo, me miró con ese brillo de zorra desafiante y me dijo bajito:
—¿Querés que te muestre el video que más vendí este mes?
Yo me mordí el labio. Sentía que no debía, pero me hervía la sangre de ganas.
—Sos una hija de puta, Vivi.
—Lo sé —me contestó, dándome un guiño y alejándose con esos tacos que resonaban en el pasillo—. Y esta noche alguien va a recordármelo.
A veces pienso que el morbo más oscuro no está en lo que vemos en una pantalla, sino en esas historias que se cruzan en la vida real y que te sacuden porque no son ficción. En internet hay miles de videos, miles de tabúes actuados, toda esa mierda melodramática de “la mamá del amigo”, “la vecina infiel”, “la madrastra prohibida”. Cosas que están armadas para excitar pero que sabés que son mentira. Y sin embargo, como diría Dross, la realidad siempre supera a la ficción. Lo que viví con Viviana, lo que vi en ella y en su familia, era de carne y hueso. No había guion ni actores. Era una mujer de cuarenta y uno, con un hijo adolescente que sufría la vergüenza más devastadora, y un ex marido arruinado por su orgullo. Y yo, como testigo, como cómplice, me descubrí más excitada que nunca, más confundida también.
La cabeza me hacía un torbellino. Porque yo juego con Lucas a esto del cornudo consciente, a fantasear con otros tipos, con la idea de compartir lo que hacemos. A él le calienta escucharme decir que me cogí a tal o cual, que lo pienso y lo deseo mientras me la mete. Con Lucas no tengo que ocultar nada, y eso es liberador. Pero no todos son Lucas. En el mundo hay más Jorges que Lucas, más tipos que se sienten dueños de la concha de sus mujeres, más machos argentos orgullosos, posesivos, que prefieren morirse antes de aceptar que la mina disfrute con otro. Y me queda esa pregunta flotando: ¿qué pasa cuando la mujer se planta y dice “esta soy yo, me gusta, y no me importa si me odiás”? ¿Qué pasa cuando, como Vivi, te abrís a todo, incluso a exponerlo en internet, aunque tu hijo se caiga a pedazos por eso?
Esa contradicción me perseguía, pero no me impidió excitarme. Porque al final, la calentura arrasa con la moral. Y la prueba más clara me la dio la misma Vivi cuando me mandó un mensaje de WhatsApp una noche. Un simple: “Mirá esto, boluda. Es el que más me compran.” Venía con un archivo de video.
Yo estaba en la cama con Lucas, medio dormida, cuando me llegó. Se lo mostré. Él se rió, incrédulo.
—¿En serio te lo mandó? —me dijo, acariciándome la pierna.
—Sí. Y quiero verlo con vos.
Nos quedamos en la penumbra, la luz del celular entre los dos, como si estuviéramos por abrir la caja de Pandora. Le di play. Y ahí estaba ella. Viviana. En la cama de su cuarto, completamente desnuda. Se arrodillaba frente a un hombre que no se veía entero, solo la pija. Una pija enorme, gruesa, venosa. Ella la agarraba con las dos manos y la escupía como una actriz porno, pero con esa naturalidad de hembra experimentada que lo hacía distinto. Lo miraba a la cámara y decía:
—Qué hermosa poronga, papito.
Yo sentí un golpe en el pecho. Era ella, mi vecina, la madre de un pibe que veía todos los días en el ascensor.
Lucas se quedó duro, excitado. Me miró y me dijo bajito:
—Dios mío, Vicky… esto es lo más fuerte que vi en mi vida.
Y no lo dijo por el contenido en sí, sino por el contexto detrás de escena.
En el video, ella se la tragaba toda, hasta el fondo, y después la sacaba chorreando baba. Se reía, como una zorra, y repetía:
—Me encanta tu pija, bebé.
Y se la volvía a comer, con unas ganas que me daban hambre incluso a mí.
Yo gemí, me toqué sin darme cuenta. Lucas me agarró la mano y la llevó a su verga, que estaba dura como una piedra.
—Dale, amor… mirá cómo la chupa tu vecina —me dijo entre dientes.
Yo obedecí, con los ojos clavados en la pantalla. El hombre acababa en la boca de Vivi, ella se lo tragaba, se lamía los labios y decía:
—Hmm, qué rica leche...
Lucas me empujó contra la cama, me abrió las piernas y me la metió sin esperar. Yo grité, con el celular todavía en la mano, el video repitiéndose una y otra vez.
—Decime que te calienta —me exigió, jadeando.
—Sí, la concha de tu madre… me calienta verla.
—Decime que sos igual que ella.
—Soy igual, Lucas, soy tu puta, como Vivi. Y me encantaría comerme yo también esa flor de pija.
El ritmo se volvió animal. Yo gemía con la voz quebrada, sentía que me escurría con cada imagen, con cada palabra que ella decía en el video. Y cuando finalmente me explotó el orgasmo, lo grité con rabia:
—¡Sí, soy puta, soy puta!
Lucas acabó sobre mis tetas, jadeando, con el celular todavía reproduciendo la voz de Vivi diciendo que le encantaba la leche de ese tipo. Y los dos nos quedamos temblando, sudados, mirándonos como si hubiéramos atravesado un límite.
Ese fue el polvo más intenso en meses.
En una ocasión, me crucé a Santi en la puerta del edificio, como tantas otras veces, pero esa tarde fue distinta. Yo venía cansada del trabajo, con la blusa pegada al cuerpo por el calor húmedo de la calle y el pelo todavía oliendo a perfume choto que me pongo para no gastar el caro en la oficina. Lo vi ahí, apoyado contra la pared, con la mochila caída a un costado, fumando como si le pesara cada calada. A simple vista era un pendejo más, de esos que juegan a hacerse los malos porque todavía no saben lo que es ser realmente malo, pero en la mirada tenía otra cosa: un tormento, un pozo negro que me dio escalofríos.
Lo saludé por pura cortesía, porque la verdad es que me dio lástima.
—Hola, Santi —dije bajito, sonriendo apenas.
Él levantó la cabeza, me miró directo a los ojos y me clavó esa mirada con un desprecio que me atravesó como un cuchillo. No fue indiferencia, fue asco. Como si al verme hubiera reconocido algo en mí que le repugnaba, como si yo fuera un espejo sucio donde se reflejaba la imagen de su madre.
Me incomodó. Me sentí desnuda frente a él, y no de la forma que me gusta sentirme desnuda, sino como si de golpe alguien hubiera descorrido un telón y expuesto lo peor de mí sin que yo pudiera evitarlo.
Me mordí el labio y, aunque me hirvió la sangre por dentro, me quedé callada. Porque, de alguna manera, entendí. Tal vez él tenía razón. Yo soy adicta al sexo, no me escondo. Pero no soy como su madre, no soy cruel. Nunca jugaría con alguien que no sabe en lo que se mete, nunca haría sufrir por capricho. Lucas es cornudo porque lo eligió, porque le calienta verme así, llegar de la calle, de la cama de otro, con aliento a semen ajeno y besarlo en la boca como si nada.
Esa es la diferencia.
Como dije antes, no todos son Lucas. Pero Jorges, sobran.
Me acuerdo de la primera vez que se lo confesé a Lucas, excitada, después de haber estado con un tipo en el gimnasio. Llegué a casa, todavía con la concha mojada, y él me esperaba en el sillón.
—¿Dónde estabas, Vicky? —me preguntó, fingiendo celos, con los ojos brillando.
—¿Querés que te lo diga? —le respondí con una sonrisa insolente, tirándome arriba de él.
—Decímelo. Dale. Contame todo.
Y yo se lo conté, con cada detalle sucio, mientras él se ponía duro debajo mío.
—Me la metió en el vestuario… todavía tengo su olor acá abajo. ¿Querés probar?
—La concha de tu madre… —gruñó, mordiéndome el cuello—. Me volvés loco, perrita.
Con Santi no era así. Con él era otra cosa. Yo apenas lo saludé y me devolvió una mirada que me dejó temblando, como si me hubiera desnudado de un tirón, sin permiso, y no para gozarme sino para juzgarme. Y lo peor es que no me equivoqué: en su desprecio había una verdad que me dolió admitir.
Pero, en el fondo, la sensación de haber quedado marcada por esa mirada de adolescente me siguió ardiendo toda la noche, incluso cuando más tarde Lucas me pidió que se la chupara mientras miraba la tele y yo, obediente, lo hice con esa entrega que me sale natural. Lo peteé y masturbé hasta que lo dejé eyacular en mi boca. Tragué hasta la última gota, lo besé con el aliento cargado y le susurré al oído:
—¿Te hago feliz, mi amor?
—Muy feliz, mi vida.
Y sin embargo, cuando cerré los ojos, lo último que vi fue la cara de Santi mirándome con asco.
La segunda vez que me crucé con Vivi fue muy distinta a la primera. Ella estaba en la vereda, con una sonrisa cansada de ama de casa que se inventa pretextos para no sentir el vacío. Me frenó con un gesto y me dijo:
—Che, Vicky, ¿no querés subir a tomar unos mates? Hice medialunas caseras.
Acepté porque la curiosidad me puede más que cualquier excusa. Y porque, lo confieso, algo en ella me atraía. No físicamente, sino esa especie de aura desesperada que tienen las mujeres que se saben deseadas pero al mismo tiempo repudiadas. Entré a su departamento, puso la pava en el fuego y mientras tanto me habló sin parar, como si necesitara un oído fresco.
Las medialunas estaban riquísimas, y se lo dije.
—Boluda, encima de buena en la cama sos buena en la cocina.
—Jaja, gracias, gorda. Es lo segundo que mejor sé hacer.
Charlamos de mil cosas: del edificio, de las minas del barrio, de chusmeríos de pasillo. Nos reímos mucho. Pero cada tanto, como si no pudiera evitarlo, ella desviaba todo hacia el sexo. Era como si necesitara validar su existencia a través de las pijas que había devorado en su vida.
—Mirá que yo he tenido cada polvo… —me dijo, sirviéndose otro mate—. Una vez, te juro, terminé tan rota que al chabón no le salió ni una gota más. Lo dejé seco, literal.
—¿Tanto? —me reí.
—Sí, y más también. Pero viste cómo es… al principio te buscan por eso, y después te tiran la etiqueta de trola y te escupen en la cara.
Se le nublaron los ojos, y ahí salió Jorge en la conversación. El hombre que primero la había adorado y después la había destrozado a punta de juicio moral.
—Me decía que era una enferma, una puta. Que lo traicioné. Y yo, boluda, me lo creí. Hasta que me dejó como si yo fuera basura.
Yo la escuchaba con una mezcla rara de ternura y de rechazo. Porque la entendía, sí, pero también sabía que en algún punto ella misma había jugado ese juego hasta que la culpa la devoró.
—¿Y vos cómo hacés, Vicky? —me preguntó de golpe, como si necesitara comparar—. ¿Cómo hacés para que Lucas no te odie?
Le clavé la mirada y le sonreí con malicia.
—Lucas no me odia porque le calienta. Es su fantasía. Él me pide que se lo cuente todo, hasta el detalle más sucio. Le gusta besarme cuando vuelvo con la boca todavía con sabor a otro. Eso lo enciende.
—La puta madre… —dijo Vivi, casi envidiando—. Yo con Jorge nunca pude. Ni siquiera podía mencionarle un polvo anterior porque me gritaba que era una traidora.
Tomó un sorbo largo de mate y me miró fijo, como queriendo arrancarme la receta de mi libertad.
—Vos no entendés, Vicky. Lo que vos tenés con él es un lujo. Yo me quedé con el odio de Jorge y con un hijo que me mira como vergüenza.
Cuando nombró a Santi sentí otra vez ese nudo en el estómago. Lo vi ahí parado en la puerta del edificio, mirándome con asco, como si hubiera descubierto algo que yo misma me niego a mirar de frente.
Le apreté la mano a Vivi, porque de algún modo comprendía su tormento. Entendía la furia de Jorge, su impotencia de macho herido. Entendía la desolación de ella, que lo había dado todo y había terminado marcada. Y, sobre todo, entendía a Santi. Ese chico que carga el peso del juicio sobre el cuerpo de su madre, y que sin saberlo también me había juzgado a mí.
Me fui de su casa con el sabor dulce de las medialunas todavía en la boca y un regusto amargo de verdad en la lengua. Vivi quería envidiarme, pero yo sabía que también cargaba mis propios fantasmas. Lucas podrá excitarse con mis confesiones, sí, pero a veces me pregunto qué pasará el día que ese juego deje de excitarlo y empiece a dolerle de verdad.
Y ahí entendí algo: todas nosotras estamos atrapadas en el mismo melodrama. Solo que con distintos papeles, distintos nombres, distintos hombres.
Lo voy a decir de frente, sin rodeos, porque sé que algunos de ustedes —los que están leyendo estas páginas con la respiración agitada y la mano quizás ya metida en el pantalón— esperan que llegue el momento en que les cuente cómo me la comí a Vivi, cómo terminamos las dos enredadas en el sillón de su living, tijereteando o dándonos con un cinturonga y qué se yo. Pero no, no pasó nunca. Nada. Ni siquiera un roce disfrazado de accidente, ni un beso.
Y sin embargo, ¿quieren la verdad? Yo estuve hechizada por ella. No es metáfora. Vivi tenía algo que me hipnotizaba, un magnetismo que no necesitaba de palabras ni de posturas ensayadas. Era verla entrar con ese vestido negro ajustadísimo y esos tacos aguja que sonaban como látigos sobre el piso, y ya sentía que mi cuerpo se estremecía aunque no quisiera.
La miraba y pensaba: esas tetas no están hechas para estar adentro de un escote, están hechas para escaparse, para que alguien se arrodille y les chupe hasta dejar marcas moradas. Ese culo… dios, ese culo era un arma letal, dos bombas que podían reventar a un hombre hasta dejarlo acalambrado, con los huevos vacíos y el alma exprimida. Y ni hablar de las piernas, largas, tensas, brillantes, que parecían gritar: “vení, besame hasta las rodillas y seguí subiendo”.
No me malinterpreten: yo tengo lo mío, Lucas lo sabe y todos los que me han probado también. Pero cuando la veía a ella, con 41 años y ese cuerpo esculpido como una actriz porno de las que revientan las estadísticas, yo solo podía pensar: ojalá yo llegue así, con esa carne ardiente, con esa boca que pide pija y con esa cola necesitada de unos buenos chirlos.
Y sí, porque no voy a mentirles: Vivi también me miraba con hambre. La cazaba en esos segundos de distracción, en cómo se le perdía la vista en mis piernas cuando me sentaba, en cómo se mordía apenas el labio cuando yo acomodaba el pelo y se me escapaba un poco el perfume. Ella veía en mí a su yo más joven, a la piba suculenta que había sido antes de ser esposa, antes de ser madre, antes de que la devoraran los juicios. Y me deseaba. Lo sé.
—Mirá, Vicky, vos estás en tu mejor momento, disfrutalo —me dijo una tarde, con una media sonrisa y los ojos brillosos.
—Vos también estás para romperla —le contesté, y no pude evitar reírme—. Boluda, con ese cuerpo hacés temblar a cualquiera.
—Sí, pero ya no tengo el lujo de tu Lucas —me retrucó, con un dejo de picardía—. A mí me tocaron tipos que me garchan y después me escupen “puta”. Vos tenés un chabón que te banca, que hasta se calienta con tus aventuras. Eso no se consigue.
Y fue ahí cuando me la imaginé. No a ella con otro tipo, no. Me la imaginé encima mío, bajando la cabeza, apoyando esas tetas pesadas sobre mi pecho y susurrándome al oído todas esas obscenidades que me contaba mientras cebaba mate. “Dale, putita, abrime las piernas que quiero chuparte hasta que te tiemblen las rodillas”.
Pero nunca pasó. Nunca hubo una insinuación clara, nunca nos dejamos llevar por esa electricidad que estaba ahí flotando, latiendo como un tambor.
Así que no, no se esperen la escena lésbica de manual, porque esta historia no la tiene. Lo único que hubo fue deseo contenido, miradas que ardían, conversaciones que transpiraban sexo aunque hablaran de cualquier cosa. Y mi certeza íntima de que, si alguna vez nos hubiéramos soltado, el edificio entero se habría caído a pedazos del calor.
Me acuerdo patente de una tarde en la que volví a subir al departamento de Vivi. Era una de esas visitas medio clandestinas, como si me estuviera metiendo en un territorio prohibido. Ella ya me estaba esperando con la pava lista, como si intuyera que yo iba a aceptar siempre su invitación. Y en cuanto cerré la puerta, sin preámbulos, se sentó frente a mí con esa sonrisa que mezcla orgullo y vergüenza, y arrancó a contarme su última aventura.
—No sabés, Vicky… ayer me lo cogí al padre de un compañero de Santi —me tiró de una, sin anestesia.
Yo me atraganté con el mate.
—¿Cómo que al padre de un compañero? —le pregunté, como si no hubiera escuchado bien.
—Sí, boluda. Oscar. Uno de esos pelados con guita, que se hacen los serios en la reunión de padres pero me comen con la mirada.
Me lo empezó a desgranar en detalle, como si me estuviera mostrando una película solo para mí. Que la reunión había sido aburridísima, todos hablando de notas y excursiones, mientras ella se reía por dentro sabiendo que más de un padre estaba con la pija dura bajo la mesa. Y que al final, cuando se estaban yendo, Oscar se le acercó.
—Se me plantó enfrente y me dijo: “Mirá, Vivi, no te voy a chamuyar. Te vengo relojeando hace rato. Si me decís que sí, te invito un telo esta misma noche”. Así, sin vueltas.
Yo no sabía si reírme o aplaudirla, pero ella seguía como poseída por el recuerdo.
—Y yo qué le iba a decir, Vicky… ¿que no? —y se rió con esa carcajada ronca, chupando del mate como si fuera un cigarro.
Entonces me lo pintó con lujo de detalles. Cómo lo esperó en la esquina de un telo barato pero discreto, cómo él llegó con la ansiedad de un adolescente que estaba por hacer cagadas.
—Entramos a la habitación y no me dejó ni sacarme la campera. Me agarró de los pelos y me tiró contra la cama. “Te voy a romper toda, putita”, me dijo.
Me lo contaba con una mezcla de orgullo y morbo, como si me quisiera excitar a mí también. Y la verdad… lo logró.
—Amiga, no sabés cómo me la dio… —y se mordió el labio, cerrando los ojos un segundo—. Me la puso de una, sin calentar. Estaba re dura, parecía que iba a explotar. Yo gritaba, pero era más por bronca que por dolor. Me estaba cogiendo al marido de otra, al padre de un pibe que comparte el banco con mi hijo.
Yo tragué saliva y me animé a preguntar:
—¿Y te gustó?
—¿Gustar? —me miró con una sonrisa torcida—. Me encantó, boluda. El tipo cogía como un animal. Me escupía, me decía que me callara, que abriera más las piernas, que se la chupara, que la tragara toda.
La intensidad con la que lo narraba me hacía sentir que estaba ahí, viendo cómo la empotraba Oscar contra la pared del telo, cómo ella se abría de piernas, cómo se arrodillaba para darle placer bucal.
—¿Y acabaste? —quise saber, aunque ya me ardía el cuerpo de solo escucharla.
—¡Pufff!.No sé cuántas veces. Y él acabó dos. Me llenó toda. Tuve que limpiar las sábanas porque parecía que había explotado un bidón de leche.
Yo no pude evitar reírme, pero también me estremecí. Ella seguía:
—Encima después me dice: “Esto se repite, pero no quiero quilombos. Vos callada”. Y yo le contesté: “Tranquilo, papito, yo soy especialista en guardar secretos de cama”.
Se quedó mirándome fijo, como esperando mi reacción. Y yo, medio provocadora, le dije:
—Sos tremenda, Vivi..
—¿Y qué querés que haga, Vicky? Si los tipos me buscan, me van a encontrar.
En ese momento pensé en Santi, en el quilombo que sería si se enteraba de que su mamá se garchaba al padre de un compañero suyo. Y me revolvió algo adentro. Pero Vivi parecía no tener ese freno. Estaba demasiado metida en la lógica de que el sexo era su única arma, su única defensa, su única condena.
Y yo, mientras la escuchaba, no podía evitar excitarme también. Porque la crudeza con la que lo contaba me hacía sentir como si el tipo me estuviera cogiendo a mí.
Y la mina seguía
:
—Vicky, con Oscar fue distinto a todo. Ese tipo me usó como le pintó. ¿Entendés? Como una cosa, como un agujero. Y lo peor… es que yo quería que me tratara así.
Se rió, con ese gesto de zorra orgullosa de su propio pecado, y siguió hablando como si me estuviera dictando un guion porno en vivo.
—Me agarró de los pelos en cuanto cerró la puerta del telo. No me preguntó nada, no me besó, no me tocó suave. Me tiró contra la cama y me bajó la bombacha de un tirón. “Abrí las piernas, puta”, me dijo. Y yo… yo lo hice sin chistar, como si estuviera esperando ese mandato desde hace años.
Yo la escuchaba y sentía que el mate se me enfriaba en las manos. Ella estaba encendida, recordando cada segundo con una claridad enfermiza.
—No sabés cómo me la metió… de una, fuerte, sin importarle si me dolía. Y a mí me dolía, pero me calentaba más todavía. Porque era eso: no me estaba cogiendo como a una mujer, me estaba cogiendo como a un pedazo de carne. Me trataba como si fuera su objeto.
Se acomodó el pelo detrás de la oreja, con un movimiento lento, como si quisiera subrayar cada palabra.
—Me escupió en la boca, ¿entendés? Y me tapaba la cara con la mano para que no gritara. “Callate, puta, no hagas ruido”, me repetía. Yo mojada como nunca, pidiéndole más. Y cada vez que me la enterraba hasta el fondo sentía que se me rompía el cuerpo en dos, pero no quería que parara.
Yo tragué saliva. No podía dejar de escucharla, aunque dentro de mí se mezclaba la excitación con un cosquilleo raro de vergüenza.
—Me agarró de la cintura, me dio vuelta de prepo y me la metió por atrás, fuerte, seco. “Sos mía, ¿sabés? Nadie te va a coger así”, me dijo al oído. Y yo, Vicky, yo sentía que eso era lo único real en ese momento. Ser usada, ser reventada, ser nada más que un cuerpo para él.
Yo no sabía qué contestarle, pero ella me miraba como si esperara mi aprobación, como si yo tuviera que decirle que sí, que estaba bien que disfrutara de esa brutalidad.
—Me acabó adentro como dos veces, sin cuidarse. Ni le importó.
Se rió otra vez, tirando la cabeza hacia atrás, y yo no pude evitar soltar una carcajada nerviosa también.
—¿Y después qué onda? —me animé a preguntar.
—Le dije: “Cuando quieras repetimos, papi. Yo estoy para que me uses”.
El silencio se quedó flotando un momento entre nosotras. Yo la miraba, sabiendo que detrás de esa risa había un abismo enorme. Ella se vestía de zorra, de mujer intocable, de perra insaciable. Pero en el fondo… en el fondo se estaba definiendo a sí misma como lo que los hombres le decían. Y lo peor era que parecía disfrutarlo.
Se inclinó y me dijo en voz baja:
—Vivi, sos un peligro.
—Vicky, sos la única a la que se lo cuento así. Porque sé que me entendés.
Y sí, la entendía. Aunque me pesara, la entendía. Porque había algo en ese relato que me dejaba húmeda también, aunque me doliera admitirlo.
Cuando pienso en la mudanza, en ese día de cajas amontonadas y un Microcentro que me parecía el corazón desordenado del mundo, todavía me vienen los olores mezclados: cartón, sudor, humedad vieja en los pasillos del edificio y ese perfume dulzón de Vivi, que se quedó conmigo hasta el final para ayudar a levantar las últimas cosas. Lucas iba y venía cargado, serio, con la cara transpirada, y nosotras dos, como siempre, terminamos charlando más que empacando. Yo sabía que no íbamos a vernos tan seguido después de ese día, y sin embargo no quise hacerlo un drama, porque entre nosotras los dramas nunca duraban: siempre había una risa sucia, una confesión caliente, un guiño que dejaba el aire enrarecido de deseo.
—Che, ¿posta te vas? —me dijo Vivi, cruzada de brazos, el top ajustado marcándole las tetas como si me lo mostrara a propósito.
—Sí, boluda, conseguimos algo ahí nomás del obelisco, un dos ambientes… tranqui pero lindo. —le respondí mientras trataba de no quedarme mirando demasiado.
—Mmm… Microcentro, calor, ruido, giles que se la creen… vas a terminar cogiendo con alguno en el ascensor, ya te veo.
—Dale, no seas puta —le tiré entre risas, pero me ardió la panza porque me imaginé la escena.
—¿Y vos qué? —me desafió—, ¿acaso no lo pensaste? Con ese culo que tenés, cualquiera se te pone duro al lado.
La miré y quise decirle que ella también provocaba demasiado, hasta en lo más mínimo. Pero me mordí la lengua. Me daban ganas de abrazarla, de pedirle que siguiera contándome esas historias brutales con Oscar o con cualquiera de los tipos que se la cogían sin piedad. Me daban ganas de aconsejarle que no fuera tan desinhibida con Santi delante, que hay cosas que un hijo no tiene por qué ver ni escuchar… pero ¿quién carajo era yo para hablar de moral si en mi propia vida me revolcaba en fantasías que Lucas nunca terminó de creer del todo reales?
—Igual, boluda… —me salió decirle medio en serio—, ojo con Santi, ¿eh? A veces me contás cada cosa que decís o hacés delante de él…
—Ay, no seas tan vieja chota, Vicky. —me contestó riéndose, como siempre, con esa cara de zorra feliz—. El pibe ya sabe cómo es la vida, y yo soy como soy.
—No, pero… no sé. —la esquivé con una sonrisa tibia, sin insistir, porque sabía que no me correspondía.
La despedida fue simple, casi seca, aunque debajo había una ternura que me erizaba la piel. Nos abrazamos fuerte en la vereda, ella con su cuerpo apretado contra el mío, y sentí su respiración en mi cuello.
—Te voy a extrañar, guacha. —me dijo Vivi, con la voz ronca, como si lo sintiera de verdad.
—Yo también, negra… escribime, ¿sí? —le contesté.
Nos dimos un beso en la mejilla que se desvió apenas, como tantas veces, con un roce húmedo en la comisura de los labios que me dejó temblando. Ella sonrió, se mordió el labio y se dio media vuelta, como si nada. Y yo me quedé ahí, con el calor del contacto pegado a la boca, con el deseo todavía latiéndome fuerte y el recuerdo de todo lo que no me animé a decirle.
Les voy a dejar esta última reflexión como un cierre, porque después de todo lo que pasó con Vivi, de todo lo que me contó y de todo lo que yo misma fui procesando, entendí algo muy claro: yo la admiro, sí. Pero no la envidio. Y no es porque crea que yo esté mejor o peor, sino porque nuestra manera de vivir el sexo es distinta.
Yo puedo entregarme a otro hombre que me guste, dejar que me tome como me dé ganas, con total permiso de Lucas, sin culpa ni remordimiento, con la certeza de que él lo disfruta, de que para nosotros es un juego, una fantasía que nos enciende. Vivi, en cambio, es osada, salvaje, descontrolada. Y ese descontrol la convierte en algo así como un arma de doble filo. Porque esa entrega absoluta, esa necesidad de dejarse poseer como un objeto… tarde o temprano puede pasarle factura. Y no sé si será la culpa, o si será la realidad, o si será su propio hijo, Santi, que cuando cumpla la mayoría de edad no quiera volver a hablarle.
—¿Y Santi? —pregunté yo una vez, medio en serio, medio en broma.
—Santi que aprenda a cerrar la puerta de su pieza —me contestó, riéndose como siempre—. Yo vivo así. Y si él escucha… que escuche.
Eso me dejó pensando. Porque no era una frase dicha al pasar. Vivi lo hacía de verdad: cogerse a un tipo en su propia pieza, con su hijo encerrado al otro lado de la pared, escuchando sus gemidos, sus gritos, la respiración cortada… y los del tipo que la estaba garchando. Me lo contó una noche, con una sonrisa torcida, casi orgullosa, como si fuera un trofeo.
—El pibe escucha y se va acostumbrando, Vicky —me dijo—. No es como que me preocupe. Es mi vida, ¿me entendés?
Era increíble. Una historia real, una locura que podría sonar imposible si no fuera porque yo lo escuchaba de su propia boca. Pero lo más turbio es que ella lo banalizaba, lo contaba como si fuera una anécdota más, como si el eco de sus gemidos y sus gritos al otro lado de la pared fuera parte de la rutina. Y yo, la escuchaba, medio horrorizada, medio fascinada.
No sabía cuánto podría sostener Vivi ese ritmo de vida. Ni cuánto tiempo antes de que algo se quebrara. Puede que para ella no haya límites, puede que piense que tiene derecho a todo. Pero la realidad tiene una forma curiosa de atraparte: llega callada, como una sombra, y de pronto estás pagando un precio que no pensaste.
Yo no sé cuánto tiempo más Vivi podrá seguir así, sin frenos, sin culpa. Y aunque no me toca decidir por ella, no puedo dejar de pensar que algún día le volverá en contra. Y entonces… quién sabe. Tal vez Santi cierre la puerta para siempre.
Y ahí, quizá, Vivi deje de ser esa mujer que se regala sin pudor, esa perra insaciable que se presenta al mundo como una obra de provocación. Quizá, entonces, se convierta en otra cosa. Quizá se vuelva sólo un recuerdo, una historia que yo seguiré contando, como estoy haciendo ahora.
Y así, aquí estoy, cerrando este capítulo, con la certeza de que esta historia de Vivi no es solo sexo duro y ganas locas, sino un laberinto de deseo, culpa, provocación y destino incierto.