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Mientras ella se acomodaba en la cama, sentí una cálida responsabilidad de crear un espacio donde pudiera soltarlo todo. Calenté el aceite de almendras entre mis manos y lo deslicé sobre su piel, con movimientos lentos, guiados por su respiración. Cada roce era un mensaje, cada presión un ofrecimiento de presencia. «Respira», susurré suavemente, y ella exhaló, dejando salir el primer vestigio de tensión.En ese instante, sentí que nuestros ritmos se sincronizaban —los latidos de su corazón y los míos, el flujo de energía entre piel y manos, el silencio cargado de sentido. El masaje dejó de ser técnica y se volvió diálogo; Valeria me permitió acompañarla en la vulnerabilidad, entregándose a la tranquilidad de sentirse cuidada. Su confianza era palpable, y yo respondía con delicadeza y autenticidad.A medida que avanzaba la sesión, la sensación de intimidad creció, no solo física sino emocional. Una conexión sutil, tejida por la confianza, el respeto y el deseo compartido de un verdadero encuentro. Entendí que lo importante no era solo relajar sus músculos, sino sostenerla, permitirle descansar plenamente en la certeza de que estaba segura.Al finalizar, apagué la vela y me senté junto a ella. Por un momento, nos miramos y sonreímos. No era necesario decir nada; en ese espacio entre palabras, supimos que algo hermoso había quedado entre los dos. Valeria, con su mirada serena, tomó mi mano y agradeció en silencio, sellando la intimidad de nuestro encuentro.






