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Pasé otra noche en la penumbra. Solo el televisor de fondo y la mente fija en él, recreando escenarios...
Me obligó a participar en su juego, y aunque lo ejecuto muy bien frente a él, no adivina el deseo que me consume en nuestras charlas. No las laborales, sino las otras, las que tenemos mientras estamos en lados opuestos de la mesa. Porque la atracción reside justo ahí, en esa contradicción: su lenguaje refinado, su aire inalcanzable que se derrumba cuando su boca se vuelve tan sucia para llamarme su perra y que me usará para descargar su leche tras cada S&OP.
Sin embargo, esa corbata azul que me encanta halar hacia mí mientras me hace gritar que soy su puta, verla en el pisacorbatas al otro lado del escritorio, se siente fría y distante.
En mi cama, intenté descifrar su mirada y cuestioné: ¿Me poseerá de nuevo? ¿Volveré a sentir esas embestidas? ¿Empujará otra vez mi cabeza para que su verga alcance mi garganta?... o ¿usará esa maestría con su lengua y manos para reclamar mi humedad?
Así le imaginé observándome mientras apretaba con fuerza mis senos, como lo haría él sintiendo el lento endurecimiento de mis pezones. Mi mano bajaba por mi abdomen y rozaba mi muslo, ascendiendo por el interior hasta acariciar mi humedad. ¡Maldita sea!, Pablo me calienta al límite sin tocarme.
Había llegado el viernes, yo aún debía presentarme en oficinas del gobierno y me veía bastante formal para terminar la semana, aún no perdía las esperanzas de provocar a Pablo, así que de nuevo tenia un vestido largo pero ajustado, que contrastaba con el aspecto casual de él sin corbata, y unos jeans que marcaban bien su culo, era casi una invitación a tocarlo...
Pablo pasó a saludar a mi oficina, un beso en la mejilla un poco más largo de lo normal, y luego un diálogo interrumpido por la recepcionista con un documento urgente. Observé cómo ella lo miraba, pero él era glacial, distante. Ella es demasiado joven; sin duda evita un escándalo, pensé, ¿pero si tuviera la oportunidad?... realmente no importa, porque al final, su perfume se queda en el aire, y por un instante, me pierdo imaginando qué habría pasado si la recepcionista no hubiera interrumpido.
Caía la tarde de viernes, el día había terminado sin demasiadas palabras. En la cafetería, un intercambio trivial bastó para que el juego continuara: un roce, una sonrisa, la pausa exacta antes de responder. Su silencio pesaba más que cualquier frase. Yo fingía indiferencia, sabiendo que él comprendía perfectamente la provocación. Así que tomé mi teléfono y le escribí: —¿Vas a seguir jugando a distraerte, o vas a admitir que me estás siguiendo el juego? — El silencio se volvió más pesado, miró la pantalla de su teléfono, sonrió, pero no respondió.
Él continuó la conversación que llevaba con tranquilidad, como si mi mensaje no fuera una invitación sino apenas un gesto casual. No dijo nada, y esa indiferencia calculada ahora causaba en mi también algo de diversión. Estaba claro que jugaba a hacerse intocable. Lo fascinante es que todavía creía que tiene la ventaja.
Al final de la jornada, lo sentí detrás de mí antes de escucharlo.
—Pensé que ya te habías ido —dijo, sin mirarme.
—Me dispongo a hacerlo —respondí.
Giré despacio y encontré su mirada. No avancé.
—No sabes cuánto me divierte verte sostener tu papel conmigo —susurré.
Esa línea lo quebró. No lo dijo, pero lo vi en la forma en que apretó la mandíbula, en el leve cambio en su respiración. Avanzó un paso, y el aire se tensó.
El pasillo estaba silencioso, caminé despacio, dejando que mis pasos resonaran, segura de que él dudaba si entrar al elevador o no. No giré a comprobarlo. Lo dejé con la decisión clara: podía regresar a su papel de hombre intocable… o seguir mi juego hasta el final. Y por primera vez, no parecía tener tanta prisa por huir.
El ascensor se abrió con un sonido seco. Entré primero, sin mirarlo, pero sabiendo que me seguiría. Lo hizo. La puerta se cerró y el silencio se volvió absoluto.
Yo crucé los brazos, intentando mantener la calma que había dominado estos días. Pero esta vez, no era la misma energía. Él me observaba en silencio, sin una palabra, hasta que comprendí que el juego había cambiado de manos.
Cuando el ascensor se detuvo, ninguno se movió. Sus ojos se sostuvieron en los míos, sin exigencia, sin reto, solo con esa certeza de quien sabe que ha recuperado el terreno perdido.
Salí al pasillo intentando mantener el control, pero su voz me detuvo.
—No me malinterpretes… no suelo seguir a nadie.
Me giré lentamente.
—Entonces explícame —dije—, ¿qué estás haciendo, Pablo?
Caminó hacia mí, despacio, hasta quedar a solo un paso. Ya no había distancia que pudiera fingir autoridad.
—Supongo —dijo con un tono más bajo— que esta vez es distinto.
Él se quedó frente a mí, con esa declaración flotando entre los dos: “Esta vez es distinto”. Un reconocimiento mínimo, pero suficiente.
Yo no lo celebré, no le di el premio de una reacción. Al contrario, sonreí con calma, como si lo hubiera esperado desde el inicio.—Me gusta que al fin lo admitas —dije suavemente—.
No bajé la mirada ni un segundo. El peso de mi silencio fue más fuerte que cualquier roce. Pablo sostuvo el gesto serio, pero vi ese destello en sus ojos: la incomodidad de quien no está acostumbrado a ser leído.
El aire del pasillo seguía quieto, como si el edificio contuviera la respiración junto a nosotros. Yo caminaba hacia la salida con la serenidad que aún me quedaba, segura de que mi silencio era el último golpe del juego. Pero escuché sus pasos detrás, firmes, constantes. No apresurados, sino medidos. Esa calma fue más provocadora que cualquier palabra.
Me detuve sin girarme, apenas unos segundos.
—¿Vas a seguirme ahora también? —pregunté, sin alterar la voz.
—Tal vez —respondió él, y su tono no fue una respuesta: fue una sentencia.
Giré despacio, por primera vez en mucho tiempo no vi el control habitual, sino algo más hondo: la decisión de quien ya no tiene dudas.
—Creí que habías tenido suficiente —dije, casi en un susurro.
Pablo avanzó, sin prisa. La distancia entre nosotros se desvaneció. Cuando quedó frente a mí, se inclinó apenas, lo suficiente para que su voz me alcanzara con un tono más bajo, más firme:
—No me gusta dejar las cosas a medias.
Su mirada me sostuvo sin permitir escapatoria. Fue entonces cuando entendí que había cruzado una línea invisible: la del terreno que creí gobernar. No hubo contacto, solo ese instante donde el aire se hizo pesado, cargado de algo que ninguno se atrevía a romper.
—¿Y cómo piensas terminarlo? —pregunté, casi desafiando.
Él sonrió apenas, con esa calma que siempre me desarmaba. —Ven conmigo —dijo—. Quiero hablar a solas.
Fue tan simple. Una invitación que sonó a orden, y que no necesitó explicación. Por un momento pensé en negarme, en recuperar el terreno con una réplica ingeniosa, pero el gesto en su mirada me despojó de cualquier intento.
Salimos del edificio. La noche nos recibió con su aire frío y el sonido distante de la ciudad se volvió un murmullo.
Él abrió la puerta de su carro y esperó, sin insistir. Crucé los brazos, intentando aferrarme a la última sombra de control.
—¿Y si no subo? —dije, aunque mi voz carecía de convicción.
—Entonces esto quedará aquí —respondió él, con naturalidad—. Pero sabes que lo harás.
Esa certeza fue el golpe final. No había desafío en su tono, solo verdad. Lo miré unos segundos más, buscando algun quiebre en su seguridad. No la encontré. Y sin saber exactamente cuándo, di el paso.
El cierre de la puerta resonó más fuerte de lo que esperaba. Él tomó el volante, pero no arrancó. Durante un largo momento, ninguno habló. La tensión se volvió casi tangible.
El auto permaneció quieto, envuelto por la noche. Afuera, el ambiente era indiferente. Dentro, el tiempo se detuvo, un punto de descanso en medio de la batalla que habíamos jugado sin nombrarla.
Entonces giró hacia mí, con ese gesto sereno que ya conocía.
—Ahora sí —dijo—, hablemos.
Y en ese instante comprendí que el juego seguía vivo, solo que ya no era mío.
—¿Qué es lo que realmente quieres decirme? —pregunté, intentando sonar firme.
Él sonrió apenas.
—Nada que no sepas ya.
Su respuesta fue tan simple que me desarmó. Me giré hacia la ventana para evitar su mirada, pero en el reflejo del vidrio seguía viéndolo, paciente, dueño del silencio.
—No siempre tienes que ganar —murmuré.
—No siempre se trata de ganar —respondió, sin apartar la vista de mí—. A veces solo se trata de saber cuándo dejar de resistir.
Su tono no fue una orden, ni un reto, lo miré y sentí cómo la tensión, esa que había sostenido con tanto esfuerzo, empezaba a deshacerse lentamente.
—¿Y cómo saber cuándo hacerlo? —pregunté. —Cuando la otra persona deja de hablar con la boca y empieza a hacerlo con la mirada.— Respondió con calma.
No supe qué decir, sentí que el control que tanto había protegido se disolvía. No como una derrota, sino como una especie de alivio. Sentí como mi pulso se aceleraba, mi cuerpo reaccionaba e inicié mi rendición al bajar mi mirada.
Pablo giró ligeramente el cuerpo hacia mí, su mirada se oscureció y de repente tomó mi cabello mientras con su otra mano desabrochaba su pantalón —¡Ven acá, puta!—dijo, mientras dirigía mi cabeza hacia su verga que ya comenzaba a endurecerse.
Comencé a chupar, jugando con mi lengua tratando de imponer mi ritmo pero Pablo controlaba cada movimiento de mi cabeza... luego me apartó bruscamente, me dio una cachetada, —¡Eres una puta! ¿Te mojaste?—
Asentí con mi cabeza, mi corazón iba a mil, por fin nuestras conversaciones y lo que había fantaseado tenía lugar... sin darme lugar a absorber todas estas sensaciones, volvió a dirigir mi cabeza hacia su verga y presionaba con fuerza haciéndome sentir arcadas sintiendo que debía detenerme pero no quería hacerlo, en este momento mi resistencia no tendría sentido, solo quería su leche, sin embargo, retiró mi cabeza bruscamente y me ordenó desnudarme, ahí, en el asiento de copiloto... yo no daba crédito a lo que me pedía, cuando de nuevo una cachetada me hizo estremecer —hazlo ya, perra— Me quité mi vestido, mirando en todas direcciones, luego mi ropa interior, quedando solo con mis medias. —¡que puta tan obediente!, te ganaste un teterado de leche, perra—
Sacó de su guantera un marcador, lo puso entre mis dientes —no lo vayas a soltar, puta— encendió su auto y comenzó a tocar mi vagina con sus dedos, comprobando mi humedad, introducía un dedo y estimulaba alrededor con su pulgar, yo solo estaba allí rendida a lo que él quisiera hacer, comenzó a mover el vehículo lo cual aumentó mi excitación, pero era obvio que no quería que emitiera ningún sonido.
Ubicó su carro al fondo del parqueadero, donde siempre está más oscuro y no hay personas, movió mi silla hacia atrás para tener todo el espacio disponible y de repente estaba totalmente acostada, en un movimiento rápido tenía toda su verga en mi boca, la metía sin restricción llegando a mi garganta. —¿Esto es lo que querías, perra? Alista esas tetas que te las voy a llenar de leche—. Sentí su semen en mis senos, y miles de emociones me envolvían, ¿quería ser su perra? ¿Por qué me calienta tanto? ¿Lo repetiría?...
No sé cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos o una eternidad. Afuera, la lluvia empezaba a caer con ese ritmo suave que parece acompañar las decisiones que no se dicen en voz alta.
Pablo fue el primero en moverse. No con brusquedad, sino de nuevo con esa calma que deja espacio a lo inevitable.
—Deberíamos irnos—dijo, sin mirarme del todo.
Asentí, pero no me moví. Todavía no. Había algo en su voz que sonaba más a cuidado que a despedida.
—Está todo bien?— de nuevo estaba su mirada en calma.—eso creo— dije, apenas un susurro.— A veces hay que quedarse quieto para no perder lo que acaba de pasar.—
Su respuesta me atravesó con una dulzura inesperada. No había nada más que decir. No hacía falta.
Luego de verstirme tomé aire y abrí la puerta. El aire frío me devolvió al mundo, al ruido, a la prisa. Me detuve antes de salir del todo y lo miré una última vez.
—No vuelvas a hacer eso —le dije, sin saber si hablaba de mí, de él, o de los dos.
Su sonrisa fue casi imperceptible.
—Entonces no vuelvas tú a dejarme hacerlo.
El sonido de la puerta al cerrarse fue más definitivo que cualquier palabra. Caminé despacio bajo la lluvia, sin correr, sin mirar atrás.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de tener el control.







